De refugiado a fundador
IBSEN MARTINEZ
EL PAÍS
¿Cuánto tarda un campamento de refugiados en convertirse en una
favela permanente? ¿En un barrio marginal, consolidado en el catastro de
una gran ciudad latinoamericana? El lenguaje funcional de los
organismos internacionales de socorro, como el de toda profesión, es
fecundo en distinciones sociológicas sin las que su trabajo se tornaría
más difícil. Para hacer ver que hay migrantes de migrantes, por ejemplo,
los expertos asignan significados diferentes a palabras que uno tuvo
siempre por equivalentes.
Así,
se nos invita a distinguir, de entre quienes migran, al desplazado
episódico —alguien que, en potencia, puede algún día regresar a sus
pagos— del refugiado que por muchas razones no puede dar marcha atrás y
acabará por no contemplar siquiera un futuro regreso.
Bien vista la cosa, el funcionariado de la Agencia de Refugiados de
la ONU, los organismos de migración gubernamentales y las organizaciones
de voluntarios no tienen más remedio que tomar entre el índice y el
pulgar al solicitante de asilo político —grano que puede o no resultar
oro— y ponerlo en un mesón aparte destinado al migratorio pajar que pena
unánime por un cobertizo, un potaje, una cobija. El ojo taxonómico de
Acnur se afina al paso que la ola migratoria se va convirtiendo en
ahogador océano.
Cuando llegué a Colombia —usted sabrá perdonar que hable de mí al
tratar de ilustrar lo que balbucea esta columna—, lo hice solo con ánimo
de apartarme por un tiempo del sangriento y vociferante fandango de
locos en que Chávez había convertido a mi país.
Ya había aprendido a hacer vida bicapitalina, en un vaivén que
durante años me traía por una temporada a Bogotá, la biblioteca Luis
Ángel Arango y mis amigos para devolverme a Caracas el resto del tiempo.
Así fue hasta el día en que vi a Chávez designar sucesor a Nicolás
Maduro y oscuramente decidí, sin muchas vueltas, no envejecer en el
socialismo del siglo XXI. Me veía en el futuro yendo a Caracas solo de
visita. Llevaba un año viviendo en Bogotown cuando tuve la ocurrencia de
publicar en Caracas un artículo en el que deslicé un chiste a costa de
un general narcotraficante bolivariano.
Menos que un chiste, era un bobalicón juego de palabras a partir del
apodo del narco. Sin embargo, el prócer se molestó muchísimo y ordenó a
un juez cacaseno prenderme.
Así pues, para pasar de expatriado voluntario a desterrado
solo tuve que quedarme donde ya estaba, sin ninguna heroicidad, sin
cambiar mis rutinas. Algo muy distinto, muchísimo más muelle y
descomplicado que lo ocurrido al millón y pico largo de venezolanos que,
en tan solo 18 meses, han cruzado a Colombia en lastimoso tropel, sin
más que lo puesto, empujados por el hambre y la enfermedad, temiendo por
sus vidas.
Los encuentro a cada rato, insospechados e inconfundiblemente
venezolanos, aunque no lleven puestos los, para mí aborrecibles,
chándales tricolores que popularizó Hugo Chávez. En noche reciente
atravesaba yo la plaza Bolivar de Usaquén, rumbo a casa, cuando escuché
el característico vocerío caribeño que acompaña un lance cualquiera en
las partidas de béisbol callejero que en Venezuela llamamos caimaneras.
Se han conocido aquí, ya en el destierro. La mayoría de ellos se ha
empleado como ciclistas repartidores de casas de abasto o farmacias
bogotanas. Proceden de distintas ciudades venezolanas, todos vienen de
muy abajo y tienen muy poca escolaridad. Todos vinieron con pareja y
prole, ninguno es mayor de 25 años y aunque llevan aquí muy poco tiempo,
todos han regularizado su estatus migratorio.
Y conocen ya la gran Bogotá, desde El Cangrejal, al norte, hasta
Sumapaz, al sur, como sé que nunca podré yo llegar a hacerlo y se reúnen
regularmente a jugar esta especie de béisbol-sala, en canchas de
baloncesto que han ido colonizando: no hay canchas de béisbol en la
meseta cundiboyacense.
Todos esperan poder regresar a Venezuela algún día, pero la historia
de la humanidad sugiere que bajo todo refugiado late un potencial
fundador. Dice Marco Aurelio en sus Meditaciones que donde mínimamente
se puede vivir, se intenta siempre vivir bien y si posible, vivir cada
día mejor.
Visto así, nadie emigra para siempre, solo se va quedando.
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