Trino Marquez
Durante la Guerra Fría, el
deslinde entre la democracia y las dictaduras totalitarias colectivistas era
claro. De un lado se alineaban las democracias liberales con sus gobiernos
alternativos, su sistema de partidos plurales, parlamentos representativos,
poderes autónomos y medios de comunicación independientes. A la vanguardia se
encontraban los Estados Unidos y las naciones de Europa occidental. Del otro
lado se agrupaban los países comunistas, bajo el mando supremo de la Unión
Soviética, sin ninguna de las virtudes republicanas.
Si había un desarreglo
o anomalía en alguna de las áreas de influencia de los poderes hegemónicos
mundiales, Estados Unidos y la URSS, estos intervenían para restablecer el
orden y la insubordinación se solucionaba manu militari. Problema resuelto. La
Unión Soviética aplastó la rebelión de Hungría, en 1956, y la Primavera de
Praga, en 1968. Estados Unidos intervino en República Dominicana en 1965 y en Granada en 1983, para evitar que se
repitiera la experiencia cubana. Lo ocurrido en la isla antillana en 1959 significó
un duro golpe para Estados Unidos. La instalación de misiles soviéticos en Cuba
colocó al mundo a horas de que se desencadenara la primera guerra atómica en la historia
mundial. El Equilibrio del Terror,
como se le llamó a esa mutua destrucción asegurada entre Estados Unidos y
Rusia, se convirtió en garantía de que el área de influencia de una superpotencia
sería respetada por la otra.
El
panorama cambia a partir de la caída del Muro de Berlín y el colapso de la
Unión Soviética. Estados Unidos emerge como el único superpoder militar
mundial. Parecía que democracia liberal se extendería por todo el planeta. Entre
muchos otros instrumentos legales, se aprueba el Estatuto de Roma, se crea la
Corte Penal Internacional y se firman acuerdos democráticos, como la Carta
Democrática Interamericana, con el fin de impedir que regímenes de facto,
violadores de los derechos humanos, se engrapen al poder.
Los
nostálgicos del comunismo y del totalitarismo se ven obligados a adaptarse a la
nueva realidad geopolítica y a la nueva legalidad internacional. Debido a que
la democracia y su símbolo más notable,
el voto, no pueden ser suprimidos, empiezan a tramar una estrategia que
les permita adueñarse del poder y perpetuarse en él, utilizando el sufragio como
catapulta. En América Latina, el pionero del giro estratégico fue Hugo Chávez.
Luego vinieron Evo Morales, el relanzamiento de Daniel Ortega y el heredero
Nicolás Maduro. Cada uno de ellos
utiliza la institución del voto para deformar y prostituir la democracia. Desdibujarla hasta el punto de que en
Bolivia, Nicaragua y Venezuela se imponen neodictaduras parecidas a la
establecida en Cuba desde 1959, aunque en el caso de Bolivia y Nicaragua se
respetan generalmente las leyes de la economía de mercado. En Venezuela, ni
siquiera se aplican esas normas básicas que aconseja el sentido común, ni se
aprenden las numerosas lecciones dejadas por el fracaso recurrente del
intervencionismo abusivo.
El
neocomunismo de Nicolás Maduro ha hundido a Venezuela en la peor crisis de su
historia. La destrucción de las instituciones democráticas se combina con la debacle económica. Una de las
expresiones más inapelables del descalabro es la estampida de venezolanos que
huyen despavoridos a refugiarse en los
países vecinos. La destrucción nacional ocurre en presencia de una
comunidad internacional que no sabe cómo
actuar para proteger al país de la agresión interna, desatada de forma
implacable por la alianza militar cívica construida por el madurismo. Para
protegerse, el régimen apela a los lugares comunes más cínicos del diccionario
político. Habla de soberanía nacional, pero resulta que acabó con la Asamblea
Nacional, órgano que por excelencia encarna esa soberanía. Dice que los
problemas de Venezuela tienen que resolverlos los venezolanos; ahora bien,
¿cómo podemos resolverlos los venezolanos si los partidos más importantes están
proscritos, los líderes políticos inhabilitados, presos u obligados a
exiliarse? ¿Quién puede ser el
interlocutor del gobierno o, incluso, de la comunidad internacional, si una de
metas del régimen (y la ha logrado) ha sido perseguir, debilitar y fragmentar a
la oposición, e inventar o magnificar intentos de golpe que jamás
comprometieron la estabilidad del régimen?
Al
igual que el gobierno utiliza sin pudor los instrumentos de la democracia para
pervertirla, se vale del discurso patriotero ancestral para defender una
‘soberanía’ que solo favorece a la cúpula que disfruta de modo obsceno del
poder. Los demócratas venezolanos jamás podremos sacudirnos el yugo madurista
sin la cooperación activa y permanente de los países amigos de la libertad. El
régimen construyó un modelo hermético e inexpugnable del cual goza una gruesa
capa de militares, la burocracia del Psuv y la clase económica surgida a la
sombra de la inmensa corrupción que ha campeado durante veinte años.
Los
llamados piadosos al diálogo y al entendimiento, como la última declaración del
Grupo de Lima –con el rechazo de Colombia, Canadá y Guyana- solo sirven para
envalentonar a un régimen dispuesto a moverse en el escenario de la tierra arrasada. Sin llegar al extremo
de la invasión militar, hay muchas otras formas de presionar desde el exterior para
salvar a Venezuela.
@trinomarquezc
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