Mario Vargas Llosa
Puede ser entretenido un libro de rigurosa erudición? Rara vez, pero sí lo es en el caso de Imperiofobia y leyenda negra,
de María Elvira Roca Barea, que acabo de terminar. Es aguerrido,
profundo, polémico y se lee sin pausas, como una novela policial en la
que el lector vuela sobre las páginas para saber quién es el asesino.
Confieso que hace tiempo que no leía un libro tan ameno y estimulante.
Su subtítulo es Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español.
Y es cierto que la autora se ocupa también de las leyendas negras
generadas por los tres primeros imperios, pero de lo que se ocupa muy a
fondo y manejando con desenvoltura una bibliografía impresionante es de
esa construcción intelectual y ficticia que desde hace siglos
distorsiona profundamente la historia de España y ridiculiza a su
pueblo. Según ella, está todavía muy viva, porque los propios españoles
no han querido ni sabido contraatacarla, dando la espalda a esas
caricaturas que los presentaban como fanáticos, perversos, ignorantes y
enemigos viscerales de la ciencia, la modernidad y la civilización.
Según Roca Barea, la leyenda negra antiespañola fue una operación de
propaganda montada y alimentada a lo largo del tiempo por el
protestantismo —sobre todo en sus ramas anglicana y calvinista— contra
el Imperio español y la religión católica para afirmar su propio
nacionalismo, satanizándolos hasta extremos pavorosos y privándolos
incluso de humanidad. Da de ello ejemplos abundantes y de toda índole:
tratados teológicos, libros de historia, novelas, documentales y
películas de ficción, cómics, chascarrillos y hasta chistes de
sobremesa. Contribuyó a la extensión y duración de la leyenda negra la
indiferencia con que el Imperio español, primero, y, luego sus
intelectuales, escritores y artistas, en vez de defenderse, en muchos
casos hicieron suya la leyenda negra, avalando sus excesos y
fabricaciones como parte de una feroz autocrítica que hacía de España un
país intolerante, machista, lascivo y reñido con el espíritu científico
y la libertad.
¿Sabía usted que las degollinas y descuartizamientos de católicos en
la Inglaterra de Enrique VIII y la reina Isabel, y en los Países Bajos
de Guillermo de Orange, fueron infinitamente más numerosos que las
torturas y ajusticiamientos en toda la historia de la temible
Inquisición española? ¿Sabía que la censura de libros en Francia,
Inglaterra y Alemania fue tanto o más severa que en España? El ensayo de
Roca Barea prueba todo ello de manera inequívoca, pero también inútil,
pues, según muestra su libro —es lo más inquietante que hay en él—,
cuando una de esas ficciones malignas (ahora diríamos posverdades) se
encarna en la historia sustituyendo a la verdad, alcanza una solidez y
realidad que resiste a todas las críticas y desmentidos y prevalece
siempre sobre ellos. La ficción se traga la historia. Por eso, las
batallas de Napoleón narradas por Victor Hugo y Tolstói nos parecen
siempre, pese a sus abundantes errores, más ciertas que las de los
historiadores más estrictos.
Las batallas narradas por Tolstói nos parecen, pese a sus errores, más ciertas que las de los historiadores
Ahora bien, en el libro de Roca Barea aparecen historiadores muy
prestigiosos, como el alemán Leopold von Ranke y el inglés Thomas
Macaulay —hay otros muchos pensadores y artistas no menos distinguidos
como un Voltaire o un Edgar Allan Poe—, que, quizás sin ser conscientes
de ello, contribuyeron a la leyenda negra. Y perpetraron distorsiones
flagrantes a la verdad histórica acomodando en sus libros los hechos de
tal modo que confirmaran en vez de refutar las exageraciones y mentiras
inventadas para desprestigiar y hundir moral y políticamente al
“enemigo” imperial y “papista”. La autora de Imperiofobia y leyenda negra
no pretende que todo esto resulte de una conspiración conscientemente
fraguada por los poderes; todo ello es, desde luego, alentado y a veces
financiado por el poder, pero también nace de manera espontánea, como
una excrecencia natural del nacionalismo, que se forma y robustece
siempre contra algo o alguien, pues necesita un enemigo a quien odiar
para poder subsistir. Y la España del Siglo de Oro, cuando la leyenda
negra es más activa, era el imperio más poderoso de Europa, y, por
cierto, el enemigo obligado de los países que aspiraban a reemplazarlo. Y
de las denominaciones religiosas que querían ser las más genuinas
herederas de las verdades bíblicas.
La España del Siglo de Oro, cuando la leyenda negra es más activa, era el imperio más poderoso de Europa
De esta manera indirecta, el libro de Roca Barea, sin siquiera
habérselo propuesto, cuestiona las bases mismas de la historia como una
ciencia objetiva, pues su investigación demuestra que en muchos casos en
ella se filtra, en razón de las circunstancias y las presiones
religiosas y políticas, la ficción, como un elemento que desnaturaliza
la verdad histórica y la acomoda a las urgencias ideológicas del poder
establecido. Y no hay ácido más eficaz e inescrupuloso en la alteración
de las verdades históricas que el nacionalismo, como tienen ocasión de
comprobarlo en estos mismos días los españoles con el desafío
independentista de Cataluña, que, además de rebelarse contra la
Constitución y las leyes, se empeña en rehacer la historia y convertirla
en una ficción a su servicio.
El libro de Roca Barea está muy bien escrito, con una prosa
elegante, argumentos pertinentes y a ratos una ironía risueña que atenúa
la gravedad de los asuntos que trata. Salta a veces del pasado remoto a
la actualidad, para mostrar que hay entre ambos una concatenación
secreta, y, con frecuencia, indica en las notas el día exacto en que
hizo aquella cita o verificación en los archivos (algo que, creo, se
hace por primera vez).
La autora de este libro extraordinario me jala las orejas, en una de
sus páginas, por haber recordado que la novela como género literario
estuvo prohibida en Hispanoamérica durante los tres siglos coloniales,
porque las autoridades religiosas y políticas españolas consideraron que
las invenciones disparatadas de esos libros podían confundir a los
indígenas y distraerlos de las enseñanzas religiosas. Es, creo, el único
caso en la historia en que se prohibió un género literario. Roca Barea
me recuerda que en España surgió en aquella época la novela picaresca
(podía haber mencionado también a la novela cumbre: el Quijote).
Esta afirmación mía no es parte de la leyenda negra, se trata de una
verdad inequívoca. La prohibición, que existió y fue reiterada varias
veces a lo largo de aquellos trescientos años, concernía solo a las
colonias, no a la metrópoli. Y, aunque la prohibición funcionó en lo que
se refiere a la publicación de novelas, no impidió que, gracias al
profuso contrabando, las novelas se leyeran en abundancia en las
colonias americanas. Pero la primera novela, como tal, solo se publicó
en México, luego de la independencia: El Periquillo Sarniento
(1816). Todas las buenas historias de la literatura hispanoamericana
(recomiendo las dos mejores, es decir, la de Enrique Anderson Imbert y
la de José Miguel Oviedo) reproducen esas prohibiciones, que, desde mis
años de estudiante, siempre me han fascinado. ¿Por qué se prohibió la
ficción como tal? El resultado fue que, segada la fuente natural de la
ficción, que es la novela, todo en América Latina pasó a ser impregnado
por la prohibida ficción: no solo los géneros literarios como la poesía y
el teatro, también la religión, la política y la vida misma de la
sociedad y las personas.
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