Venezuela: ¿Por qué Maduro prefiere la crisis y el caos?
Javier Corrales
The New York Times
AMHERST,
Massachusetts — Una revolución bolchevique —con matices tropicales—
está en marcha cerca de nuestras costas. El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro,
está usando toda su autoridad para diezmar lo poco que queda de la
resistencia a su socialismo extremista. Tal como hizo el líder soviético
Vladimir Lenin en octubre de 1917, en esta etapa de la revolución
Maduro se propone librar una campaña final contra todos salvo sus
aliados más radicales.
Recientemente,
la mayoría de las noticias que salen de Venezuela cuentan la
extraordinaria crisis económica del país. Algunos analistas tratan la
crisis como un caso de influenza: algo que la nación contrajo sin culpa
suya. Sin embargo, esta crisis o —más bien— su larga duración, no es un
accidente. Se trata de un diseño revolucionario.
La
devastación de los últimos cuatro años no puede ponerse en palabras. Al
registrar la inflación más alta del mundo junto con una recesión que ha
contraído la economía en casi el 50 por ciento desde 2013,
Venezuela se ha convertido en el primer país en décadas en hacer una
transición de nación de ingresos medios a una de ingresos mínimos —o
casi inexistentes—.
Sin
embargo, el aspecto más vergonzoso de la crisis es la indiferencia del
gobierno. La principal respuesta gubernamental, bautizada como el “paquete rojo”, no incluye nada más que devaluar la moneda casi un 95 por ciento, redenominar los nuevos billetes al quitarles cinco ceros y vincular el nuevo bolívar soberano al petro, una criptomoneda no transable y que nadie utiliza. Estas medidas son una redecoración inútil. Hasta los economistas más indulgentes con el gobierno están poco impresionados.
Si acaso, el gobierno está empeorando la crisis al aumentar el precio de la gasolina a precios internacionales,
restringir todavía más la importación de alimentos y medicinas,
decretar más controles de precios y subir impuestos en medio de una
recesión. Los gobiernos y las organizaciones internacionales ofrecen
ayuda humanitaria, pero Maduro la rechaza. El gobierno se cruza de brazos mientras el hambre y las enfermedades se propagan.
Esta
indiferencia sugiere una intencionalidad. Es fácil ver la causa. Un
gobierno extremista como el de Maduro prefiere la devastación económica a
la recuperación porque la miseria destruye a la sociedad civil y, con
ella, toda posibilidad de resistir la tiranía.
Cuando
las condiciones económicas se deterioran, los ciudadanos a menudo optan
por la protesta. Pero cuando las condiciones económicas decaen a tal
grado que hacen que las clases medias vivan con menos de dos dólares al
mes (menos que en Haití) y diseminan condiciones cercanas a la hambruna, la mejor opción es arreglárselas como uno pueda o irse del país. Si a esta receta añadimos la represión, el resultado es un éxodo de al menos el 7 por ciento de la población, el más grande en el continente americano desde la década de los ochenta.
La
privación económica, aunada a la represión, cambia los incentivos de la
participación política por el exilio político. Esto es lo que Maduro ve
con buenos ojos: la asfixia de la resistencia, tal como Lenin quiso. Es
la razón por la que Maduro ha permitido que la crisis continúe por
tanto tiempo.
Claro
está que ningún acontecimiento es una réplica exacta de sus
antecesores. La revolución de Maduro no es enteramente un bolchevismo
revivido. Maduro no está tratando de derrocar a un gobierno existente,
sino de consolidar un régimen viejo, anticuado y odiado. Maduro no lleva
a cabo matanzas sistemáticas, aunque usa la represión sin
remordimientos. Y lo más importante, los ciudadanos ordinarios o sóviets
no se están levantando de la mano del Estado para impulsar más el
extremismo.
El
extremismo de Maduro es ejercido exclusivamente por el Estado. En ese
sentido, toma como referencia otra campaña tropical también inspirada en
el bolchevismo: la famosa Ofensiva Revolucionaria de Cuba
en 1968. Esta fue una campaña de Fidel Castro, a nueve años de iniciado
su gobierno, para nacionalizar lo poco que quedaba del sector privado.
Castro confiscó 55.636 pequeñas empresas, incluyendo la mayoría de los
proveedores de alimentos y granjas semiprivadas. Fidel quería acabar con
las ganancias privadas y establecer un absoluto monopolio estatal sobre
la distribución de los alimentos. La meta era hacer a los ciudadanos
más dependientes del Estado.
Del
mismo modo, Maduro está usando la miseria económica para extinguir lo
poco que queda del sector privado en Venezuela y expandir el control
estatal. Ya expandió el control estatal de la distribución de los
alimentos al entregar “carnets de la patria”,
que se reparten principalmente entre leales al régimen. Decretó un
aumento del 3000 por ciento a los salarios mínimos, que resulta
insuficiente para permitir a los trabajadores ajustarse a la
hiperinflación, pero que es imposible de costear para los pequeños
empleadores y empresarios, que ya están en apuros económicos debido a la
recesión, los controles de precios, la falta de dólares y los continuos
apagones. Desde que se anunció el paquete rojo, las autoridades han
detenido a 131 personas acusadas de sabotaje, principalmente a gerentes de cadenas minoristas. Hoy, la industria privada de Venezuela opera al diez por ciento de la capacidad que tenía hace veinte años, cuando esta revolución comenzó. Hasta los restaurantes McDonald’s están cerrando.
No
obstante, el modelo de Maduro tampoco es una réplica exacta de la
Ofensiva de Fidel. Maduro todavía permite que algunos actores privados amasen riquezas, aun cuando lo hacen a través de actividades ilícitas o consiguiendo acceso al dólar barato que el gobierno siempre está dispuesto a ofrecer, legalmente, a sus compinches.
Además,
existen elementos innatos que hacen que la revolución de Maduro sea más
idiosincrásica que imitadora. Tal vez el elemento más idiosincrásico es
el colapso del sector petrolero
en manos del Estado. Las exportaciones de petróleo constituyen la única
fuente de dólares de la revolución, aparte del endeudamiento. No
obstante, la industria petrolera venezolana ha venido sufriendo un
declive crónico en la productividad durante los últimos quince años. Con
Maduro, dicho declive se aceleró. A pesar de la recuperación en el
precio del petróleo a partir de 2016, la producción de Venezuela se ha
estrellado y ha disminuido en más del 40 por ciento en dos años. La
mayoría del resto de los productores importantes de petróleo han
expandido su producción o permanecido estables.
Dejar
que la única gallina de los huevos de oro de la revolución se
derrumbara es una característica que lleva el sello de Maduro. No existe
ningún antecedente histórico de una herida autoinfligida tan mortal
como esta, ni en la Rusia soviética ni en la Cuba comunista ni en ningún
petro-Estado en paz y abierto al comercio.
Es
difícil argumentar que la negligencia de Maduro hacia su joya de la
corona es intencional, debido a que su víctima más directa es él mismo.
Esta negligencia sugiere que el gobierno de Maduro también es inepto.
Los analistas debaten si la debacle económica del país es resultado de la premeditación o la incompetencia.
En muchos sentidos, este es un falso debate. Se debe a ambas cosas. El
extremismo produce y necesita caos, y el caos a su vez aumenta las
posibilidades de errores garrafales por parte del Estado.
Tan
graves son los errores de Maduro en materia petrolera que le ha tocado a
gente de su propio partido político tomar cartas en el asunto. La
Asamblea Nacional Constituyente —electa ilegítimamente en 2017 y compuesta exclusivamente de maduristas— está considerando tomar medidas correctivas en el sector petrolero para permitir una mayor apertura petrolera. Pero mientras debaten, el ejecutivo sigue sin actuar para revertir el derrumbe petrolero.
En
circunstancias normales, el caos económico socava a cualquier gobierno.
Todavía puede poner en riesgo al régimen de Maduro en la medida que se
propague el descontento, no ya entre los opositores, sino en las filas
de su gobierno. Ya sabemos, por evidencia indirecta pero inequívoca, que
el malestar dentro del gobierno crece: este año Maduro ha aumentado la
represión hacia el ejército y a exfuncionarios gubernamentales.
Pese
a estos riesgos, Maduro se ha inclinado por el caos y no por la
recuperación, porque cuando el caos alcanza proporciones inhumanas, como
ha sucedido en Venezuela desde 2015, es más probable que diezme a la
oposición que al gobierno. Y si el gobierno aplica la represión con
eficacia, en especial dentro de sus filas, tiene una posibilidad de
sobrevivir mientras sus enemigos —dentro y fuera de la revolución—
languidecen por miseria o huyen del país.
El
caos, ya sea intencional o accidental, puede ser funcional para los
Estados extremistas. Por tal motivo, no deberíamos contar con que el
gobierno extremista de Maduro haga algo mínimamente prometedor para
detener el descenso de Venezuela al infierno.
Javier Corrales es profesor de Ciencias Políticas en Amherst
College y autor de "Fixing Democracy: Why Constitutional Change Often
Fails to Enhance Democracy in Latin America
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