EL BURRO DE MADURO
ALBERTO BARRERA TYSZKA
THE NEW YORK TIMES
CIUDAD
DE MÉXICO — El título de este artículo es una frase peligrosa. Podría
ser diseccionado semánticamente por un tribunal en Venezuela y
condenarte a veinte años de prisión.
¿Qué
quiere decir realmente? ¿Que Nicolás Maduro tiene, posee, un burro?
¿Que es el dueño legítimo de un animal cuadrúpedo, de la familia de los
équidos, conocido como burro, asno o borrico? ¿O quiere decir, más bien,
que Nicolás Maduro es un burro? ¿Se refiere acaso a esa acepción de
“persona bruta e incivil”, como refiere
el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española? El problema
de fondo, sin duda, es que esta interpretación sea un asunto judicial en
Venezuela.
Ricardo
Prieto y Carlos Varón, dos miembros del cuerpo de bomberos de
Apartaderos, una población de la región andina del país, decidieron un
día pasear a un burro por los diferentes espacios de su estación.
Mientras el animal deambulaba, fueron filmándolo con un teléfono,
haciendo comentarios en evidente tono de broma, relatando que se trataba
de una visita de Nicolás Maduro a las abandonadas dependencias del
cuerpo. Alguien colgó el video en las redes sociales y, de pronto, esa
jocosa “visita presidencial” se volvió viral.
Y
entonces, unos oficiales de la Dirección General de Contrainteligencia
Militar se presentaron y detuvieron a los bomberos. Y entonces, poco
después, en un acto casi instantáneo, fueron imputados por el cargo “instigación al odio”. Y entonces, luego, en una rueda de prensa, el propio Maduro se mostró intemperante y agresivo
en contra de un periodista que se atrevió a preguntar por el caso: dudó
de su calidad y de su honestidad profesional y se negó a responderle.
Esta seguidilla de hechos y declaraciones solo ha logrado magnificar y
darle más resonancia a lo que era una simple broma.
¿Cómo un burro puede llegar tan lejos?
La
respuesta a esa pregunta está en la violencia que estructura y define
cada vez más a la élite que domina de forma autoritaria a Venezuela. Es
una clase, tan reducida como feroz, que todavía no entiende que hay
cosas, como la inflación o el humor, que no se pueden controlar imponiendo decretos. Por eso reaccionan ante ambas con la misma ceguera y brutalidad.
La
represión y la censura, ya se sabe, sirven para mostrar fuerza pero
también delatan una enorme fragilidad. Quien no tiene argumentos tampoco
tiene humor. Solo puede negociar a golpes con la realidad. Como señala
el poeta Charles Simic, el humor muestra “la dimensión ridícula de la autoridad”.
Relativiza su poder, lo democratiza. Es un indicador natural del estado
en que se encuentra cualquier sociedad, de su capacidad de
discernimiento y de ejercicio de las libertades. Reprimir el ingenio o
el chiste es una expresión inequívoca de una gran violencia
institucional, un síntoma de un régimen aterrado que distribuye terror.
Quizás vale la pena recordar el caso de Marianne Elise K.,
una viuda a quien en 1943, en una pausa de trabajo, se le ocurrió
contarle a un compañero de la fábrica un chiste sobre Hitler. Fue
delataba, acusada, enjuiciada por el Tribunal del Pueblo y condenada a
muerte. La lógica del poder a veces se parece mucho al descontrol. En
medio de la decadencia militar nazi, entre la zozobra y el temor, una
mujer fue ejecutada por decir un chiste. Año y medio después, el füher
también estaba muerto. El chiste todavía existe. La risa, según decía
Mijaíl Bajtín, nunca “pudo oficializarse, fue siempre un arma de
liberación en las manos del pueblo”.
La
broma de dos bomberos que quisieron reírse un poco de la autoridad y de
su propia desgracia, se ha encontrado con una destemplada y feroz
reacción del gobierno. Mientras la región se organiza para discutir el terrible problema del flujo migratorio y debatir de forma colectiva el caso de Venezuela, Nicolás Maduro logra que dos humildes apagafuegos formen parte de los más de 250 presos políticos que ya tiene su régimen.
La
intolerancia ante el humor refleja nítidamente el grado de
autoritarismo que necesita Maduro para continuar en el poder. Lo del
burro es una tontería. Basta recordar que en el año 2006, públicamente,
Hugo Chávez se burló del entonces presidente George W. Bush, llamándolo donkey
en varias oportunidades. El tema real es la violencia. Resulta irónico,
casi un chiste cruel, que mientras la mayoría del Grupo de Lima se
pronuncia en contra de una intervención violenta
en Venezuela, el gobierno venezolano se pronuncia a favor de una
intervención violenta en contra de los ciudadanos de su propio país.
No
creo que la solución o la salida a la tragedia que vive mi país sea una
invasión militar. Pero sí creo que hay que debatir, buscar y encontrar
nuevas maneras de actuar y presionar de manera más eficaz a un gobierno
que actúa de manera hipócrita y salvaje, que exige internacionalmente
aquello que no desea cumplir dentro de sus fronteras. Con el pretexto de
la amenaza de una invasión externa, el gobierno de Maduro ha invadido y
saqueado a su país y a sus ciudadanos. ¿Qué se puede hacer entonces
frente a un gobierno violento que se alimenta del carácter no violento
de sus vecinos?
Nicolás
Maduro no es un burro. Puede que sea inepto y negligente, que con
frecuencia actúe como un incivil. Pero no es bruto. No seguiría ahí si
lo fuera. No habría logrado apartar a sus rivales internos y
consolidarse como lo ha hecho. No tiene humor pero sí tiene un proyecto.
Él —o a quienes él representa— desea quedarse para siempre en el
gobierno. Cada vez con más poder. De cualquier forma y a cualquier
precio. Incluso, al tratar de hacer lo imposible: prohibir la risa.
La
internacionalización del conflicto no puede opacar el endurecimiento
represivo que el gobierno de Maduro ejerce dentro de Venezuela. Es
necesario, desde la experiencia ciudadana y desde la práctica política,
pero también desde la solidaridad internacional y desde la diplomacia,
inventar nuevas formas de presión, nuevos mecanismos de lucha. ¿Es
posible desarmar y derrotar a los violentos de manera pacífica? ¿Cómo?
Ese es el debate.
Alberto Barrera Tyszka es escritor y colaborador regular de The
New York Times en Español. Su novela más reciente es “Patria o muerte”.
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