domingo, 2 de septiembre de 2018

No cierren las puertas a los venezolanos

DOMENICO CHIAPE

Como tantos otros cientos de miles que tuvimos en Venezuela un país adoptivo, crecí en un ambiente de gran movilidad social y empuje económico, relativamente estable en política (dos partidos que se alternaban) y con una corrupción endémica que permeaba todos los estratos. Yo tenía cuatro años cuando llegué de Lima con mi madre y hermana. Mi padre había viajado antes y ya llevaba algunos meses en Caracas. Ellos, ambos peruanos, decidieron abandonar su tierra en la época del dictador Velasco Alvarado. No lo hicieron apenas asumió el poder. Aunque mi padre había sido gobernador de Chimbote, una capital de provincia, en la buena época de Banchero y la anchoveta (descritos por Guillermo Thorndike), no se consideró nunca un refugiado político, ni buscó esa figura. Era comerciante, hijo de un fabricante de vidrio, y así quiso ganarse la vida en el extranjero.
Los cuatro entramos con visa de turista. Mi padre logró el cambio a «transeúnte» (un año de vigor) cuando un militar que trabajaba en un ministerio le ofreció ayuda en la madrugada de un bar. Mi padre me contó que al día siguiente acudió a la cita en su despacho. Pasado el fragor etílico, el oficial se negó a atenderle pero su secretaria le pidió el pasaporte. Cuando volvió, tenía el sello. Cumplió con su palabra. Hizo el favor desde la perspectiva chovinista de todo el que cree en la superioridad nacional. Del que está convencido que nunca, jamás, tendrá que abandonar su patria. Venezuela no tenía experiencia migratoria, más allá de la populosa mudanza del campo a la ciudad. Vivía en una feliz endogamia.
Ahora los venezolanos huyen de su país, un desplazamiento típico de las zonas invadidas y bombardeadas. En Venezuela no hubo una guerra, pero los efectos de veinte años de mandato de Chávez y Maduro han logrado hundirlo en una devastación similar a la de los actuales territorios en armas. Porque el deterioro no empezó ayer y la fuga de cerebros y capitales tienen más de una década de goteo. Pero ahora el éxodo es masivo. Las fotografías de la gente que huye revelan la magnitud del desastre humanitario que ya no es noticia. Gente de barrio, a pie o autobús, con un bulto a rastras o en la espalda, con niños de la mano o en brazos. Individuos igualados en la desesperación y la miseria, incapaces ya de alimentarse o curarse mientras los cleptómanos instalados en toda instancia de gobierno saquean lo poco que aún queda.
Empobrecidos y humillados, deben sortear además los recientes brotes xenófobos de países cuyos ciudadanos antes habían recorrido el trayecto a la inversa. Desde los gobiernos, todavía de baja intensidad, empiezan a idear formas de bloquear el paso, entorpecer su asimilación, encerrarles en las fronteras, montarles un campamento. Llegan noticias de una represión de baja intensidad en Argentina, Ecuador, Perú y Colombia. O de confrontación populista y xenófoba, que incluye agresiones como las de Brasil.
Si algo enseñó Venezuela en sus años de bonanza fue la integración de esa marea de latinoamericanos y europeos, en la que cada emigrado se buscaba la vida por las grietas de la economía. Desordenada, anárquica, alegal, sí, pero que permitía que los recién llegados se incorporaran al mercado de trabajo, a la productividad en los ramos industriales y de servicios, financieros y campesinos. En la publicidad, la ingeniería, la medicina, en las fábricas textiles y de conservas. En la universidad, en el comercio. Se bailaba salsa y vallenato por igual. Se entremezclaban palabras y carnes. Las tascas de españoles servían vino chileno.
Con esas visas de transeúnte, del que está de paso, mi familia vivió en Caracas durante varios años. Nadie nos pidió ningún papel de mayor permanencia para alquilar casas, inscribirnos en colegios, obtener trabajo, crear sociedades. Varios años después, fui el primero en tener la «residencia» (cinco años de estadía) y evitar las largas colas anuales de las oficinas de extranjería desde las cinco de la mañana. Al foráneo nunca en ninguna parte le ofrecen confort y en ocasiones traga con la hostilidad, el desprecio o la indiferencia. Al que emigra nada le regalan. Lo que obtiene, se lo gana; incluso a codazos. Mejor así, tanto para el país que acoge como para el que emigra. En mi caso, aunque nunca obtuve la naturalización que por dos veces solicité, si tengo alguna patria es la de aquella Venezuela que desapareció y cuyos restos se están vaciando de gente. Un sentimiento que permanece aunque haya emigrado a España, donde empecé de cero y donde nacieron mis hijos.
Como alguien que no conoce otra condición que la del extranjero pido, por favor, que no le cierren las puertas a los venezolanos. Que no les confinen en guetos que sólo replicarán el modelo del que vienen, el de regalar lo mínimo para la supervivencia. Pido que les dejen colarse por las fisuras para que se integren a las sociedades, para que recuperen la dignidad. Que les concedan el beneficio de la inocencia, sin condenarles de antemano por venir de un Estado delincuente. Que no sean cómplices de la administración de Maduro, cuya política genocida les niega incluso los pasaportes, para mantenerlos como rehenes.
La situación de Venezuela no se va a arreglar a medio plazo. Los que se van, aunque crean al comienzo que en poco tiempo regresarán a sus casas y su clima, envejecerán y quizás mueran fuera. Pasados los años, el éxito o no de la acogida de los venezolanos se verá en sus hijos. Si, como me pasó a mí, de corazón se sienten como uno más del lugar elegido por sus padres. Si no guardan rencores, por dura que haya sido la odisea. El deber de acogida ahora es que esos hijos crezcan en libertad y protegidos por el cumplimiento de los derechos fundamentales, mientras escuchan de los nostálgicos labios de sus padres que la democracia alguna vez también existió en el país que dejaron atrás.

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