Humberto García Larralde
Confieso ser cobarde a la hora de encarar los horrores del régimen de
Maduro. La imagen del niño de 12 años con menos de 11 kg. de peso que
murió de inanición, la del joven Vallenilla fusilado a sangre fría por
un miserable soldado cuando ejercía su derecho a la protesta pacífica,
los relatos de torturas y tratos viles a estudiantes presos y tantos
más, me aplastan. Trato de evitar los detalles de cada nuevo vejamen.
Porque son demasiados, muchísimos. Ahora son los miles de compatriotas
que, a diario, huyen del hambre a pie por carreteras de países hermanos,
muchas veces con niños, pero siempre sin dinero.
Pero no hay escapatoria de tanto horror, por más que se intente
evitar sus imágenes. La inevitable pregunta es, ¿Por qué someter al
pueblo a tanto sufrimiento, por qué tanta maldad?
Uno está acostumbrado a ver al crimen y al atropello a los demás como
una anomalía, como algo que transgrede la convivencia entre humanos y
que, por tanto, la sociedad busca castigar. Pero cuando la maldad se
convierte en sistema, escapa de nuestra comprensión. Lo que podía
parecer una infantilidad, que el sufrimiento de los venezolanos se debe a
gente malvada, se convierte en realidad palpable que clama por su
análisis como categoría. Es menester entender que la maldad se
manifiesta como resultado de decisiones y acciones de quienes tienen
poder sobre los demás. No existe a priori ni ocurre por accidente. ¿En
qué condiciones se convierte la maldad en elemento distintivo de un
régimen?
Ofrezco tres dimensiones para abordar esta pregunta, de ninguna
manera excluyentes entre sí. La primera, sicológica, apunta a traumas
personales que se expresan en la forma de resentimientos, odios y sed de
venganza que terminan siendo descargados a través de actos de maldad.
Es el caso de los sociópatas y sicópatas. Valga la confesión impúdica de
Delcy Rodríguez: “la revolución Bolivariana es nuestra venganza
personal”. No siendo experto en el tema, no añado comentarios.
La defensa de privilegios basados en injusticias, atropellos y/o
despojos que afectan a otros, representa otra dimensión de la maldad. Es
la maldad del gánster –o del potentado– que estamos acostumbrados a ver
en películas y series televisivas[1]. El capo y/o sus mafiosos
descargan su maldad sobre quienes interfieran con sus fuentes (ilegales)
de lucro y posición social, o amenacen con hacerlo. Sin duda que el
régimen de expoliación en que se convirtió la Revolución Bolivariana
está en la base de extendidas maldades cometidas contra los venezolanos.
La negativa a rectificar políticas que claramente han provocado hambre y
muerte se debe a que éstas –la intervención discrecional del estado,
los controles, expropiaciones y las normas punitivas–, son fuente de
riquezas para las mafias militares y civiles que hoy depredan al país.
Que ello se exprese en una pavorosa hiperinflación que empobrece
drásticamente a las mayorías, que hayan destruido la empresa petrolera y
provocado el colapso de servicios públicos básicos, causando gran
malestar a la población, les rueda: ¡“El show –el saqueo—debe
continuar”! Y como en todo saqueo lo que amasan unos es necesariamente
en detrimento de otro(s), es menester someter como sea a quien se
interponga. Los asesinatos cometidos por militares en la región minera
de Guayana, en barrios populares con robo frecuente de enseres de la
vivienda de la víctima, las confiscaciones de transportistas en aduanas o
fronteras, y de negocios de todo tipo, son actos de maldad de este
orden. Tales crímenes por parte de la fuerza pública revelaban antes
grietas en el Estado de Derecho. Hoy se han convertido en sistema,
amparado en la desaparición de todo contrapoder de supervisión y
denuncia. Diosdado y El Aissami son figuras emblemáticas de ese sistema.
Por último, están las construcciones ideológicas, maniqueas, del
fascismo, que “legitiman” toda acción requerida para aplastar a quienes
amenazan las “conquistas” del pueblo. “Verdades” reveladas por la
mitología, la Historia (con mayúscula) o por dogmas religiosos cerrados,
presagian destinos providenciales que motivan la acción a su favor de
sectas diversas. “El fin justifica los medios”. No hay freno moral,
ético o, mucho menos, legal, que debe interponerse a su consecución. Más
bien, la ética y la moral se determinan a partir de su funcionalidad
para con el fin trascendental. Se disuelve toda referencia entre bien y
mal, entre lo que es correcto y lo que es incorrecto, que no derive de
aquél[2]. Por eso a la moral “revolucionaria” le hace cosquillas la
observación de derechos humanos consagrados en la Declaración Universal
de las NN.UU., en las legislaturas de la mayoría de los países y en los
estatutos de tantas organizaciones internacionales, a pesar de
constituir quizás la conquista más importante de la humanidad. Se le
atribuye a Stalin haber afirmado que la muerte de un individuo es una
tragedia, la de miles, una mera estadística. Las fuerzas inexorables de
la Historia no se sujetan a pequeñeces.
Pero los que comandan el régimen de expoliación venezolano no
necesitan creer realmente las sandeces que profieren para cometer sus
maldades. Éstas cumplen dos propósitos: alimentan el odio y el espíritu
de secta de sus seguidores, facilitando su regimentación en bandas
violentas; y sirven para absolver conciencias. Cuando Maduro y los suyos
niegan que el pueblo padece hambre o que la tragedia de su emigración
masiva es un “montaje”, se amparan en un imaginario platónico en el que
“el pueblo” no es la gente de carne y hueso que padece sus desatinos,
sino un ente idealizado construido con base en clichés y embustes: “su”
pueblo. El refugio en esa falsa realidad no solo facilita la evasión del
horror que han urdido, sino que “justifica” las maldades cometidas
contra los venezolanos.
Por último, como el fin justifica los medios, los sicópatas y
sociópatas mencionadas arriba obtienen reconocimiento, siempre que
rindan pleitesía a las verdades reveladas en los clichés. Sus
perversiones se refuerzan con la absolución ideológica, construyendo un
sistema de contravalores que sirve para reclutar a los peores. Los
“malos”, que existen en toda sociedad, de pronto son los que mandan.
En Venezuela estas tres fuentes de la maldad se entrelazan y
refuerzan entre sí. Maduro, bajo directrices cubanas, ha sembrado una
mentalidad de guerra para justificar sus atropellos. De ahí la afinidad
de militares inescrupulosos con el régimen, pero, sobre todo, por su
complicidad en el saqueo de la nación. La formación militar, basada en
la obediencia sin discusión, mandos autoritarios y el uso de la
violencia (la muerte) como instrumento de acción, o la amenaza de ella,
es fácil presa de embelesos fascistas.
El problema fundamental es cómo derrotar la maldad cuando ésta se
convierte en sistema. Los testimonios recogen que Hitler, refugiado en
su bunker ante el asedio de tropas soviéticas a las afueras de Berlín,
echaba pestes al pueblo alemán porque no había estado “a la altura” de
sus designios. Lejos de explorar posibilidades de rendición negociada,
manda a reclutar adolescentes y a fusilar en el acto a quién intentase
desertar.
Es menester aislar la manzana podrida de la maldad, derrotando los
incentivos perversos que le dan beligerancia. La defensa de los derechos
humanos y políticos que el régimen neofascista ha conculcado, y su
conexión con las aspiraciones de los venezolanos por una vida mejor debe
ser siempre el norte.
[1] En la medida en que acciones de guerra son vistas como respuesta a
las injusticias del bando contrario –todo depende del lado desde donde
se mire–, entrarían también bajo esta consideración.
[2] De ahí la famosa “banalidad del mal” con que Hannah Arendt acuñó
la amoralidad con que Adolf Eichmann envió centenares de miles de judíos
a su exterminio.
Humberto García Larralde, economista, profesor de la UCV, humgarl@gmail.com
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