UN SINDICALISTA DE APELLIDO URBIETA
JEAN MANINAT
Los amigos que partieron de
esta vida, regresan a los lugares más insospechados. Digamos, se
apersonan frente al carrusel que nos devuelve el equipaje, en medio de
unos pasajeros desconocidos con quienes hemos compartido vuelo, mala
comida, y la persecución freudiana previa al viaje. Todos con la mirada
-de viajeros cansados, pero alegres de haber terminado la jornada- fija
en el tiovivo interminable cargado de bultos, bultotes y bultitos.
Allí,
entre el jolgorio interior de haber aterrizado sanos y salvos -triunfo
de bípedos terrestres regidos por la ley de la gravedad- recuerdas las
tantas veces que lo recibiste en el aeropuerto de Cointrin, allá
en Ginebra, para asistir a las reuniones de la Organización
Internacional del Trabajo (OIT). Lo ves venir, en su entrañable
humanidad, y recibes el saludo de su camaradería inteligente y burlona:
Hola, cabeza…
Porque, a pesar de la corta
memoria que rige nuestros días, hubo gente que creyó que el oficio del
sindicalismo era valioso y parte ineludible del esfuerzo por construir
sociedades libres y democráticas, respetuosas de los derechos de los
trabajadores para asociarse libremente en la defensa de sus condiciones
salariales y laborales.
(Lenin, concibió
los sindicatos como “correas de transmisión” del partido bolchevique;
mientras la tradición socialdemócrata los consideraba autónomos y
desprovistos de obediencias partidistas).
Las
sociedades democráticas, que se precian de serlo, han mantenido esa
división de intereses entre sindicatos y partidos políticos -no siempre
con total éxito- para garantizar la independencia de las organizaciones
representativas del tejido social.
Por
eso, los proyectos totalitarios -y autoritarios- siempre han intentado
vulnerar la libertad de asociación de trabajadores y empleadores en sus
organizaciones representativas; bien sea cooptándolos a través del
corporativismo, o la simple y tajante prohibición de sus actividades
gremiales.
La Venezuela que tantos quieren
olvidar -de lado y lado- alumbró un grupo de dirigentes sindicales -de
raigambre ácrata- que combatieron la dictadura de Pérez Jiménez desde
sus balbucientes organizaciones sindicales, y luego contribuirían a
fortalecer la democracia venezolana, desde una de las organizaciones
sindicales que fue más influyente y representativa en el continente
americano: la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV). Siempre
denostada por la izquierda radical y los intelectuales “progres” de
entonces. ¿Y ahora?
La aportación de
personajes como Augusto Malavé Villalba, José Vargas, Juan José Delpino,
Manuel Peñalver, Antonio Ríos, Federico Ramírez León, y tantos otros a
la democracia venezolana, merece la atención de los futuros
historiadores del movimiento obrero venezolano. Una deuda todavía por
pagar, bien sea hipercrítica, o ecuánime e imparcial.
Jesús
Urbieta, hijo exiliado de republicanos vascos, y sindicalista de
convicción, derrotó el intento del difunto presidente Chávez por imponer
a uno de los suyos al comando de la CTV. Queda su frase de entonces en
los medios de comunicación: vamos a elecciones, así sea con una pistola en la cabeza... y el candidato oficialista fue derrotado. Hola, cabeza…
@jeanmaninat
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