viernes, 21 de septiembre de 2018

UN SINDICALISTA DE APELLIDO URBIETA
 
JEAN MANINAT
 
Los amigos que partieron de esta vida, regresan a los lugares más insospechados. Digamos, se apersonan frente al carrusel que nos devuelve el equipaje, en medio de unos pasajeros desconocidos con quienes hemos compartido vuelo, mala comida, y la persecución freudiana previa al viaje. Todos con la mirada -de viajeros cansados, pero alegres de haber terminado la jornada- fija en el tiovivo interminable cargado de bultos, bultotes y bultitos.

Allí, entre el jolgorio interior de haber aterrizado sanos y salvos -triunfo de bípedos terrestres regidos por la ley de la gravedad- recuerdas las tantas veces que lo recibiste en el aeropuerto de Cointrin, allá en Ginebra, para asistir a las reuniones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Lo ves venir, en su entrañable humanidad, y recibes el saludo de su camaradería inteligente y burlona: Hola, cabeza…

Porque, a pesar de la corta memoria que rige nuestros días, hubo gente que creyó que el oficio del sindicalismo era valioso y parte ineludible del esfuerzo por construir sociedades libres y democráticas, respetuosas de los derechos de los trabajadores para asociarse libremente en la defensa de sus condiciones salariales y laborales.

(Lenin, concibió los sindicatos como “correas de transmisión” del partido bolchevique; mientras la tradición socialdemócrata los consideraba autónomos y desprovistos de obediencias partidistas).

Las sociedades democráticas, que se precian de serlo, han mantenido esa división de intereses entre sindicatos y partidos políticos -no siempre con total éxito- para garantizar la independencia de las organizaciones representativas del tejido social.

Por eso, los proyectos totalitarios -y autoritarios- siempre han intentado vulnerar la libertad de asociación de trabajadores y empleadores en sus organizaciones representativas; bien sea cooptándolos a través del corporativismo, o la simple y tajante prohibición de sus actividades gremiales.

La Venezuela que tantos quieren olvidar -de lado y lado- alumbró un grupo de dirigentes sindicales -de raigambre ácrata- que combatieron la dictadura de Pérez Jiménez desde sus balbucientes organizaciones sindicales, y luego contribuirían a fortalecer la democracia venezolana, desde una de las organizaciones sindicales que fue más influyente y representativa en el continente americano: la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV). Siempre denostada por la izquierda radical y los intelectuales “progres” de entonces. ¿Y ahora?

La aportación de personajes como Augusto Malavé Villalba, José Vargas, Juan José Delpino, Manuel Peñalver, Antonio Ríos, Federico Ramírez León, y tantos otros a la democracia venezolana, merece la atención de los futuros historiadores del movimiento obrero venezolano. Una deuda todavía por pagar, bien sea hipercrítica, o ecuánime e imparcial.

Jesús Urbieta, hijo exiliado de republicanos vascos, y sindicalista de convicción, derrotó el intento del difunto presidente Chávez por imponer a uno de los suyos al comando de la CTV. Queda su frase de entonces en los medios de comunicación: vamos a elecciones, así sea con una pistola en la cabeza... y el candidato oficialista fue derrotado. Hola, cabeza…

@jeanmaninat

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