ELSA CARDOZO
La lista de noticias sobre China, leídas desde Caracas, invita a atar
unos cuantos cabos: el asiento vacío en las sesiones informativas del
pasado noviembre y de este septiembre del Consejo de Seguridad de la ONU
sobre Venezuela; la recepción, si bien con bajo perfil, de la visita de
la vicepresidente y otros altos funcionarios de gobierno venezolano y,
luego, tras la llegada del presidente Maduro a Pekín, la opacidad sobre
lo acordado. En otros ámbitos y para el contraste, el presidente Xi
Jinping anunció esta misma semana en el Foro de Cooperación
África-China, con presencia del secretario general de la ONU, un segundo
paquete de asistencia por unos 60 millones de dólares a países
africanos menos desarrollados. Elocuentemente vinculados a la política
internacional han sido los discursos del presidente chino sobre la
voluntad de cooperación con Rusia que acompañaron en estos días los
ejercicios militares Vostok-2018, de escala mayor para ambos Estados, y
el compromiso de impulso a las relaciones comerciales bilaterales
durante el desarrollo del Foro Económico Oriental de Vladivostok.
Movimientos de la diplomacia china como estos, menos y más
recientes, entre discursos, iniciativas y gestos, dan pistas importantes
para la comprensión de los cambios en el orden mundial, del papel que
ha definido en ellos la diplomacia del régimen comunista y de lo que
cabe esperar de su relación con Venezuela.
Sobre el orden mundial, el fortalecimiento de China como potencia
económica se ha acompañado internacionalmente de una cada vez más
inocultable voluntad de presencia global con potencia militar. Ya deja
ver sin cortapisas su vocación de poder internacional, expresamente
manifestada por Xi Jinping, quien ha fortalecido su influencia
ideológica y control personal sobre el gobierno y asegurado condiciones
políticas y constitucionales, en la Asamblea Nacional Popular de este
año, para su permanencia en el poder.
En esa perspectiva, para el régimen comunista chino, al que la
apertura económica llegó de la mano del mismo líder responsable de la
masacre de Tiananmén, el principio de no intervención ha sido y es pieza
inamovible en su participación en organizaciones y acuerdos
internacionales. Es así particularmente cuando se trata de denuncias en
materia de derechos humanos, como ilustra, entre muchos otros, el caso
de los siempre descalificados y desatendidos informes de expertos de la
ONU sobre campos de internamiento para la “reeducación de extremistas
religiosos”, medida aplicada a la etnia uigur, de Sinkiang.
No quiere decir esto que el régimen chino se proponga acabar con
las instituciones internacionales. Se mantiene en ellas con la
orientación de aprovechar las ventajas políticas de su poder de veto e
influencia, así como las de las posibilidades económicas del mercado
internacional para crecer y fortalecerse. Todo ello, valga insistir, sin
renunciar a la centralización ni a medidas de control social de alcance
y eficacia nunca vistos, que hacen de China el primer Estado
totalitario digital, como ha anotado The Economist, que supera las ficciones, sea de Orwell o de Huxley.
En lo comercial, no es extraño que en 2017, mientras el presidente
Donald Trump desarrollaba su discurso proteccionista y cuestionaba los
acuerdos comerciales, el presidente Xi argumentara en Davos sobre la
importancia de la apertura comercial y los riesgos de una guerra
comercial: con esto seguía su propio programa y aludía a las amenazas
arancelarias que llegaban de Washington. Un año después esa
irrenunciable protección y proyección de los intereses económicos de
China se ha manifestado cada vez más explícitamente en sus prioridades
geopolíticas.
El anotado acercamiento militar y económico a Rusia es parte de la
estrategia de aumentar y ejercer su peso en un nuevo balance de poder
mundial. Para ello critica y reciproca el proteccionismo estadounidense,
fortalece su presencia en Asia y sigue alentando la proyección
extracontinental trazada desde 2013 como una nueva ruta de la seda. Esa
ruta es un gigantesco proyecto que se propone como vinculación de
infraestructura, cultura y negocios con unos sesenta países entre Asia,
África, Eurasia y Europa, atravesando regiones con enorme potencial
material y estratégico. Valga anotar el caso del puerto de Hambantota,
en Sri Lanka, al sur de la India, entregado en arriendo por 99 años a
China tras no poderse pagar el préstamo para su construcción; esta
referencia ilustra tanto las estrategias para la construcción de la ruta
como rasgos propios de las relaciones con China. La segunda ronda de
paquetes de asistencia a ciertos países africanos, aunque anunciados
como convenios para el desarrollo y la seguridad, sin condiciones
políticas, indudablemente que aseguran recursos y negocios, presencia e
influencia.
Atando o sin atar estos cabos sueltos, hay serias razones para
preocuparse por los compromisos que el gobierno venezolano sigue
contrayendo con China. Aparte de medir en montos y plazos la disposición
china, hay serias razones para preocuparse por los alcances de lo
acordado con tanta opacidad: sus condiciones y garantías, la calidad y
cantidad de recursos acordados, su destino y uso, así como las
consecuencias que habría que medir, por cierto, en seguridad y
soberanía, bien entendidas.
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