OSCAR CONTARDO
LA TERCERA
En agosto pasado circuló una imagen confusa por internet: grupos de
personas en lo que parecía ser un lugar de clima tropical caminaban
apresuradas en sentido contrario a una muchedumbre que parecía acosarlos
a distancia. Había hombres, mujeres, niños y niñas, algunos vestidos
con la camiseta de la selección de fútbol venezolana, que agarraban
bolsos y colchas y apuraban el paso hacia un lugar fuera de cuadro. La
escena correspondía a una expulsión de inmigrantes venezolanos que había
cruzado la frontera oriental de su país, buscando una mejor vida en una
de las provincias más pobres de Brasil. La diáspora venezolana se había
ido instalando desde hacía meses en el municipio brasileño de
Paracaima, levantando campamentos de material ligero. Los habitantes de
la ciudad reaccionaron hostilmente contra los recién llegados. Culparon a
los inmigrantes de traer criminalidad, narcotráfico y prostitución y
quemaron los asentamientos en donde malvivían más de mil personas.
Luego, los acorralaron y obligaron a que las autoridades los expulsaran.
En las imágenes, grabadas con un teléfono celular, se podía
escuchar que mientras los venezolanos escapaban, hombres y mujeres
brasileños parecían entonar una arenga: cantaban el himno nacional de su
país. Transformaban la humillación de los extranjeros en un triunfo
patriótico. Luego del incidente, Jair Bolsonaro, el candidato
ultraderechista que lidera las encuestas para la presidencia brasileña,
justificó lo ocurrido y señaló que él respetaba los derechos humanos “de
quien realmente está en una situación crítica”. No estableció cuál era
su criterio para definir lo que entendía como algo “crítico”. De las
palabras de Bolsonaro, además, se desprendía que los derechos humanos
eran un asunto opinable.
Frente a la presión de los habitantes de Paracaima, un millar de
migrantes debió regresar a Venezuela. Días después, un político
oficialista venezolano calificaba a los migrantes de su país de “zombis”
y el propio Presidente Nicolás Maduro les pedía a sus compatriotas que
dejaran de lavar baños en el extranjero y que regresaran “a la patria”.
El jefe de Estado quería que volvieran al lugar en donde su propio
gobierno había recomendado criar conejos domésticos para asegurar la
alimentación diaria. Mientras Maduro desdeña los informes de las
organizaciones internacionales que alertan sobre las condiciones de vida
en Venezuela -falta de alimentos, de medicamentos, represión a
opositores-, Jair Bolsonaro anuncia que de llegar a la presidencia de
Brasil, abandonaría la ONU.
¿En qué momento la democracia se tiñó de autoritarismo? ¿Fue antes o
después de que el Brexit ganara, pese a que sus promotores habían
ofrecido argumentos falsos a los electores británicos? ¿Fue antes o
después de que Donald Trump envenenara las redes sociales con mentiras y
reverdeciera el racismo aletargado en su país, alimentando el orgullo
nacionalista blanco? ¿Qué tienen en común Bolsonaro con Matteo Salvini,
el ministro del Interior italiano que se refiere a los inmigrantes
africanos como “esclavos” y persigue a la población gitana local? ¿Por
qué los electores están mirando hacia ellos?
Cuando vi por primera vez el video de los inmigrantes venezolanos
expulsados de Brasil en Facebook y leí el texto que explicaba la imagen,
desconfié. Me parecía demasiado brutal para ser cierto. Solo lo di por
hecho cuando la noticia fue refrendada por las agencias internacionales.
Mi desconfianza inicial era el síntoma de cómo los límites se han ido
desplazando, en cierta manera gracias a las nuevas tecnologías, las que
se suponían nos darían mayores libertades a través del acceso a la
información y el conocimiento de manera instantánea y sin
intermediarios. Hemos comprobado que aquella promesa tenía un revés
oscuro.
Durante meses, los partidarios de Jair Bolsonaro inundaron las redes
sociales con discursos que aseguraban que el partido nazi alemán era de
izquierda. La idea se multiplicó, se expandió. Lo que hasta hace muy
poco solo habría sido considerado una burrada de algún ignorante, ahora
era una “opinión válida” que exigía ser considerada. Lo único que
sostenía la tesis del supuesto izquierdismo nazi era una palabra:
Partido Nacional “Socialista” Obrero Alemán. Según esto, Hitler era
socialista. Pese a los cientos de historiadores y expertos que
explicaron en las redes una y otra vez la contraposición entre marxismo y
fascismo, sosteniendo que el uso de la expresión “socialista” en ese
contexto tenía el mismo valor que la utilización de la palabra
“democrática” en el nombre oficial de Corea del Norte o de la antigua
RDA, nada parecía surtir efecto. Los partidarios de Bolsonaro no
enmendaron rumbo. Por mucho que la embajada alemana en Brasilia
difundiera un comunicado calificando la tesis de “tontería”, el asunto
cundió más allá de las fronteras de Brasil. Todo indica que hay una
comunidad ansiosa por remodelar la historia con las herramientas de la
estupidez y la violencia.
Los límites que antes creíamos firmes han sido inesperadamente
cuestionados por una estulticia majadera y agresiva que se refugia en la
paranoia, niega los hechos que le resultan incómodos y ve el mundo como
una permanente conspiración a la que hay que enfrentarse despreciando
al más pobre, al extranjero y al diferente, porque en ellos está la
fuente de todas las miserias presentes, pasadas y seguramente las
futuras.
¿Cuándo comenzó a resurgir el autoritarismo? Tal vez cuando la
opinión pública pudo constatar el modo en que la corrupción había
socavado la democracia; el momento en el que se supo que quienes
aparentemente defendían los derechos de los trabajadores, no paraban de
recibir coimas. O puede ser que haya resurgido en el minuto en que las
mentiras -ahora llamadas “noticias falsas”- se transformaron en un
commodity de circulación global que usa la libertad de expresión como
salvoconducto, bastardeando la realidad, la historia, los hechos y
simulando gestas de valentía popular allí donde lo único que hay son
propuestas políticas colmadas de cobardía y crueldad.
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