domingo, 23 de septiembre de 2018

LUISAS Y LUISES

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                         ELIAS PINO ITURRIETA

EL NACIONAL

En 1857, aparte de las primeras fotografías del paisaje venezolano, un polaco llamado Pal Rosti dejó un curioso relato de su paso por Venezuela, Memorias de un viaje por América, repleto de pormenores sobre las costumbres locales. No solo salía con la carga que necesitaba para captar imágenes pioneras, sino también con una libreta en la que anotaba las cosas que llamaban su atención. A la hora de ponerse a escribir se detuvo en la influencia que ejercía la esposa del presidente de la República, José Tadeo Monagas, pues le pareció especialmente exagerada. Gracias al temor que provocaba la mención de su nombre, aseguró Rosti, la primera dama logró adquirir una fortuna que llegó a sumar 20.000 dólares acumulados en la gestión de bonos de la deuda pública. Si un gestor decía las palabras mágicas –“Es de orden de doña Luisa”– la señora se ganaba unos centavos.

Las memorias de Núñez de Cáceres abundan en noticias de esta ralea, propias de la especie de monarquía campestre que fundaron los hermanitos José Tadeo y José Gregorio. Establecieron un predominio de la parentela que logró continuidad a través de la influencia de los vástagos de los dos ilustres personajes, José Ruperto y Domingo, que dieron faena a la República aún después de la devastación de la Guerra Federal hasta el extremo de lograr que se dividiera la sociedad en facciones de “ruperteños” y “domingueros”, motes que remiten a un estado de postración de principios cívicos que ha sido difícil de superar.
De cómo permaneció tal declive da cuenta la escena representada por Guzmán cuando inició los trabajos para levantar la estatua ecuestre del Libertador en la plaza principal de Caracas. No protagonizó un capítulo burdo como el de sus predecesores, pero en los alardes de modernidad que encarnaba se repitió el hábito de mezclar lo público con lo privado y lo nacional con una sagrada estirpe: acompañado de doña Ana Teresa y de sus querubines, en el foso sobre el cual se fabricaría el pedestal del bronce colocó su retrato y el retrato de su padre, el viejo Antonio Leocadio. ¿No refrendaba así, en majestuosos términos, el nexo entre las prerrogativas de la sangre que detentaba el poder y los intereses de la patria liberal? Uno usualmente se fija en la intromisión de doña Jacinta en los asuntos públicos, y deja de lado un suceso como el abocetado, no en balde la mujer del presidente Crespo actuó después con descaro en la provisión de ministerios y en la distribución de favores, sin la filigrana usada por el Ilustre Americano para dejar constancia de cómo se batía de veras el cobre en el alto mando.
Del gomecismo provienen evidencias sobradas de cómo se prolongó sin simulaciones la monstruosa situación, hasta el extremo de que ejercieran la Presidencia de la República y las vicepresidencias el jefe del clan, su hermano y su hijo mayor. No se repitió semejante escándalo en los tiempos de la democracia representativa, pero el poder ejercido por las señoras Blanca Ibáñez y Cecilia Matos, parejas de los presidentes Lusinchi y Pérez, da cuenta de cómo permaneció y causó perjuicio a los asuntos públicos el vínculo estrenado durante el monaguismo. Lo descrito no vino a cuento para hacer un ejercicio inocuo de memoria, sino para tratar de observar entre todos cómo la situación no ha dejado de presentarse en la actualidad sin los maquillajes capaces de ocultar cicatrices y arrugas.
La privanza de los padres y de los hermanos del desaparecido presidente Chávez demuestra la continuidad de una desviación de valores como las anteriores, a menos que consideremos que su inamovilidad en las alturas del poder se deba a la brillantez de cualidades intelectuales y al cúmulo de sacrificios que los adornan. Lo mismo sucede con el predominio de sus descendientes, cuya rutilante perduración, hasta el extremo de usar como domicilio la residencia reservada a los jefes del Estado, obedece al detalle de ser hijos del papá. De lo cual se desprende el hecho de cómo el cacareado socialismo del siglo XXI, sin que necesariamente se hable ahora de negocios turbios como muchos que provocan infinitas murmuraciones, ni siquiera ha sido capaz de distanciarse de los deplorables tiempos de doña Luisa Monagas.

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