LUISAS Y LUISES
ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
En 1857, aparte de las primeras fotografías del paisaje venezolano, un polaco llamado Pal Rosti dejó un curioso relato de su paso por Venezuela, Memorias de un viaje por América,
repleto de pormenores sobre las costumbres locales. No solo salía con
la carga que necesitaba para captar imágenes pioneras, sino también con
una libreta en la que anotaba las cosas que llamaban su atención. A la
hora de ponerse a escribir se detuvo en la influencia que ejercía la
esposa del presidente de la República, José Tadeo Monagas, pues le
pareció especialmente exagerada. Gracias al temor que provocaba la
mención de su nombre, aseguró Rosti, la primera dama logró adquirir una
fortuna que llegó a sumar 20.000 dólares acumulados en la gestión de
bonos de la deuda pública. Si un gestor decía las palabras mágicas –“Es
de orden de doña Luisa”– la señora se ganaba unos centavos.
Las memorias de Núñez de Cáceres abundan en noticias de esta
ralea, propias de la especie de monarquía campestre que fundaron los
hermanitos José Tadeo y José Gregorio. Establecieron un predominio de la
parentela que logró continuidad a través de la influencia de los
vástagos de los dos ilustres personajes, José Ruperto y Domingo, que
dieron faena a la República aún después de la devastación de la Guerra
Federal hasta el extremo de lograr que se dividiera la sociedad en
facciones de “ruperteños” y “domingueros”, motes que remiten a un estado
de postración de principios cívicos que ha sido difícil de superar.
De cómo permaneció tal declive da cuenta la escena representada
por Guzmán cuando inició los trabajos para levantar la estatua ecuestre
del Libertador en la plaza principal de Caracas. No protagonizó un
capítulo burdo como el de sus predecesores, pero en los alardes de
modernidad que encarnaba se repitió el hábito de mezclar lo público con
lo privado y lo nacional con una sagrada estirpe: acompañado de doña Ana
Teresa y de sus querubines, en el foso sobre el cual se fabricaría el
pedestal del bronce colocó su retrato y el retrato de su padre, el viejo
Antonio Leocadio. ¿No refrendaba así, en majestuosos términos, el nexo
entre las prerrogativas de la sangre que detentaba el poder y los
intereses de la patria liberal? Uno usualmente se fija en la intromisión
de doña Jacinta en los asuntos públicos, y deja de lado un suceso como
el abocetado, no en balde la mujer del presidente Crespo actuó después
con descaro en la provisión de ministerios y en la distribución de
favores, sin la filigrana usada por el Ilustre Americano para dejar
constancia de cómo se batía de veras el cobre en el alto mando.
Del gomecismo provienen evidencias sobradas de cómo se prolongó
sin simulaciones la monstruosa situación, hasta el extremo de que
ejercieran la Presidencia de la República y las vicepresidencias el jefe
del clan, su hermano y su hijo mayor. No se repitió semejante escándalo
en los tiempos de la democracia representativa, pero el poder ejercido
por las señoras Blanca Ibáñez y Cecilia Matos, parejas de los
presidentes Lusinchi y Pérez, da cuenta de cómo permaneció y causó
perjuicio a los asuntos públicos el vínculo estrenado durante el
monaguismo. Lo descrito no vino a cuento para hacer un ejercicio inocuo
de memoria, sino para tratar de observar entre todos cómo la situación
no ha dejado de presentarse en la actualidad sin los maquillajes capaces
de ocultar cicatrices y arrugas.
La privanza de los padres y de los hermanos del desaparecido
presidente Chávez demuestra la continuidad de una desviación de valores
como las anteriores, a menos que consideremos que su inamovilidad en las
alturas del poder se deba a la brillantez de cualidades intelectuales y
al cúmulo de sacrificios que los adornan. Lo mismo sucede con el
predominio de sus descendientes, cuya rutilante perduración, hasta el
extremo de usar como domicilio la residencia reservada a los jefes del
Estado, obedece al detalle de ser hijos del papá. De lo cual se
desprende el hecho de cómo el cacareado socialismo del siglo XXI, sin
que necesariamente se hable ahora de negocios turbios como muchos que
provocan infinitas murmuraciones, ni siquiera ha sido capaz de
distanciarse de los deplorables tiempos de doña Luisa Monagas.
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