Del NO chileno al NO venezolano
Fernando Mires
En la ciudad donde yo vivo, con excepción de la lluvia y el frío que nunca se van, todo llega, pero todo llega tarde. En la ciudad donde yo vivo hay solo dos salas de cine y las grandes películas no permanecen más de tres o cuatro días en cartelera. En la ciudad donde yo vivo hay pocos habitantes y si uno va al cine encuentra caras conocidas, ávidas de platicar. En la ciudad donde yo vivo, no sé por qué, hay muchos cafés, de modo que cada filme suele prolongarse en una larga conversación. Bajo esas condiciones inapelables vi, en la ciudad donde yo vivo, la película chilena NO (2012).
Uno de mis interlocutores esgrimió argumentos sólidos al calor del café. Dejando de lado la excelente ambientación, la brillante actuación de Gael García y la tensión narrativa que recuerda a las mejores escenas de las películas de Costa Gavras, la película NO de Pablo Larraín -así dijo mi interlocutor- no deja de ser problemática desde el punto de vista político.
Según su opinión el filme entrega la impresión de que la opción del NO se impuso gracias a una propaganda que supo incluir atributos del marketing moderno propios al modelo "neoliberal", como si el NO hubiese sido un producto destinado al consumo, una especie de Coca Cola política. Un NO fílmico que dejó de lado una larga historia de resistencia, obviando el significado de tantos actores políticos que cayeron en el camino.
Yo contesté que esa no era mi opinión. Afirmé por el contrario que en una contienda política la propaganda debe reflejar no sólo el pasado, sino, además, un deseo de futuro, esto es, un SÍ
El mismo personaje central, el talentoso publicista René Saavedra, un chileno que como tantos regresaba del exilio, vivió un proceso de aprendizaje durante el periodo plebiscitario. En un comienzo, es cierto, su gestión en la franja publicitaria fue meramente técnica, pero ya al final, el mensaje del NO era político cien por ciento. Eso quiere decir que el NO a la dictadura supo presentar un SÍ que surgió del NO: una afirmación surgida de una rotunda negación.
En cierto modo René, invirtiendo los términos, transformó el NO a una dictadura que representaba el SÍ de la muerte, en un SÍ de la vida. En cambio, la propaganda de la dictadura levantó la alternativa del SÍ como un simple NO al pasado pero sin dibujar ningún SÍ hacia el futuro.
Agregué, a modo de ejemplo, que también la lucha democrática en la RDA de 1989 había comenzado con un SÍ surgido de un rotundo NO.
"Nosotros somos el pueblo", es decir la afirmación, el SÍ, significaba que los "otros", los post-estalinistas en el poder, NO eran el pueblo. El "nosotros democrático" surgió de un NO a esa siniestra pandilla guarecida detrás del oprobioso muro.
El NO del Chile de 1988 significaba también un SÍ a un mundo donde no serás perseguido por tener una opinión, donde podrás salir a la calle sin temor a ser agredido, donde verás crecer a tus hijos en paz y libertad. Porque en la política, un verdadero NO debe contener un SI, de otra manera no es político. Y ese fue, según mi opinión, el mérito de la propaganda del NO chileno.
Recuerdo que después de esa discusión de café, alguien me preguntó por ejemplos parecidos y yo respondí que en Uruguay también hubo, durante 1980, un plebiscito ganado en contra de una reforma constitucional promovida por la dictadura, hecho considerado como punto de partida para la democratización que tendría lugar en 1985. Ese ejemplo sirvió a los partidarios del NO chileno para demostrar que bajo determinadas condiciones una dictadura puede ser derrotada mediante elecciones. Como es sabido, el Partido Comunista chileno se opuso a esa tesis y no participó en la campaña por el NO.
No obstante, después de la discusión, y ya en mi casa, al observar algunos videos de los acontecimientos que dieron lugar al formidable NO que propinó la candidatura de Capriles al continuismo autocrático representado por Maduro, me di cuenta que el caso venezolano se parece más al ya legendario NO chileno que el uruguayo. Afirmación que me obligará a realizar tres aclaraciones.
La primera es que no estoy comparando aquí a la dictadura de Pinochet -en su alto grado de crueldad sólo comparable a la de Videla y a la de los Castro- con el gobierno de Maduro, el cual todavía conserva algunos jirones de democracia, a pesar de las mentiras sin límites que emite el ilegítimo presidente y de la incontenible violencia que destila su segundo de abordo, Diosdado Cabello.
No obstante, es necesario recordar que a la hora del plebiscito, muchos chilenos, entre ellos casi toda la clase política, ya habían, como el propio René, regresado al país. Chile vivía, hacia fines de los ochenta, un clima más de tensión que de terror. Y bien, este es el caso de la Venezuela de hoy, donde el Parlamento es violentado, donde hay presos políticos, amenazas, extorsiones, persecuciones; donde la legítima oposición es insultada día a día, y por cierto, donde el gobierno no goza de aprobación mayoritaria.
La segunda observación tiene que ver con el hecho que el de Pinochet fue un plebiscito y no una elección como la venezolana. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en Venezuela, desde que llegó el chavismo al poder, al ser dividido el país en dos bloques irreconciliables, todas las elecciones han tenido un carácter plebiscitario.
La tercera observación deriva de que para sus partidarios, Maduro ganó las elecciones, aunque solo hubiera sido por un uno coma y tanto. Bien, supongamos por un momento que eso sea cierto (algo que el autor de estas líneas llegó a creer antes de que fuera desmentido por la señora Tibisay Lucena del CNE).
Más aún, supongamos que en Venezuela no hubo intimidación a los sectores públicos, ni votación asistida, ni adulteración de cédulas, ni monopolización de los medios, ni cadenas televisivas, ni amenazas, ni acarreos, ni votos de “ciudadanos muertos”, es decir, supongamos lo que evidentemente nunca sucedió. Pues bien, aún así, la magra ventaja obtenida por Maduro fue un decisivo NO, un NO no sólo a su persona, sino a su régimen, y sobre todo a su proyecto. Porque ese resultado, aún si fuera el correcto (y no lo es) fue un NO a la revolución chavista.
Me explico: Para cualquier gobierno normal, ganar por un voto basta. Pero si ese gobierno no solo quiere gobernar sino, además, como dice Maduro, realizar una revolución, ganar por un puñado de votos es más que una derrota descomunal. En ese sentido hasta el más tonto de los chavistas debe darse cuenta que con más de la mitad de la población en contra ninguna revolución será posible. El proyecto chavista, aunque no el gobierno, ha llegado entonces a su fin.
Visto así, Maduro solo tiene dos alternativas.
La primera, transformar el suyo en un gobierno normal y lograr una salida a "la italiana", es decir, mediante concesiones a la oposición, conformar un gobierno tolerado. De más está imaginar que las fracciones duras del chavismo nunca aceptarán una salida de ese tipo. Esa sería para ellos una traición al legado del presidente muerto.
La segunda alternativa es la de transformar al gobierno en una dictadura militar con fachada civil. Ciertos personajes conspirativos, entre ellos Cabello, quien se encuentra en estos momentos destruyendo al Parlamento, apuestan evidentemente a esa posibilidad.
Lo más probable entonces es que Maduro intentará la segunda alternativa antes de rendirse a la primera. De este modo Maduro se expone a ser nuevamente "noneado". Ya lo está siendo. Hasta las encuestas gobierneras destacan que su popularidad va en caída franca, al mismo tiempo que el liderazgo de Capriles, junto a su NO, crece y crece.
No nos engañemos: En Venezuela se vive hoy una "situación de doble poder" de acuerdo a la cual, como decía Lenin en 1905, el poder descendente ya no puede gobernar y el ascendente todavía no puede. Esa era, para el sagaz revolucionario, la prueba de la crisis final del zarismo. Esa es también, en Venezuela, la prueba de la crisis final del chavismo. Bajo tales condiciones lo más probable es que Maduro no pasará a la historia como el sucesor de Chávez sino como su simple sepulturero.
Pero quizás la diferencia más ostensible entre el fin de la era de Pinochet y el comienzo de la de Maduro es que mientras el primero terminó "noneado", el segundo ha comenzado así. Creo que este es un caso inédito en la historia política mundial.
Todos los gobiernos, hasta los peores, han comenzado su mandato con una luna de miel, recogiendo esperanzas, desplegando optimismo, aclamados hasta por quienes votaron en contra, en fin, envueltos en la aureola radiante de un inmenso SÍ. El de Maduro en cambio, es un gobierno sin SÍ y sin NO. No tiene proyecto, destino ni programa.
Analizando las grandes concentraciones populares que acompañaron la épica candidatura de Capriles, se observa todo lo contrario. Demostraciones masivas, con mucha juventud, muchas mujeres, muchos colores, mucho pueblo, salsa, humor e incluso arte. Eso contrastando con las rituales evocaciones al pasado de las demostraciones a favor de Maduro, donde todo era uniforme rojo, música repetitiva, hosquedad e incluso odio. Capriles logró, efectivamente, aparecer como el representante de un NO y de un Sí al mismo tiempo.
El Sí a Capriles fue un sí a la división republicana de los tres poderes públicos, no al personalismo. SÍ al futuro viviente, no al pasado mortuorio. Sí a la civilidad, no al militarismo. Sí a la paz, no a la violencia. Sí a la verdad, no a la mentira. Sí al mantenimiento de relaciones diplomáticas con todas las naciones civilizadas del mundo, no a la "alianza estratégica" con una malvada dictadura militar.
De acuerdo a la clásica dialéctica hegeliana, el SÍ (tesis) precede al NO (antítesis) lo que dará origen a la negación de la negación (síntesis). De acuerdo a la psicología freudiana, en cambio, el NO precede en cada ser humano al SÍ.
En política, al contrario de lo que afirman los dos grandes sabios, el NO y el SÍ han de conformar una indisoluble unidad.
Un NO sin SÍ en política es simple nihilismo. Un SÍ sin NO es servilismo. Eso quiere decir que entre el NO político del Chile de 1988 y el NO político que propinó el pueblo venezolano a Maduro en el 2013, hay más que una relación semántica. En ambas negaciones -esa es la idea- yace latente el deseo de un nuevo comienzo. O también, el deseo de leer un nuevo capítulo de esa novela cuyo final nadie conoce ni nadie debe conocer.
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