martes, 21 de mayo de 2013

LO NACIONAL Y LO INTERNACIONAL EN POLÍTICA


              Fernando Mires

Las imágenes son de una película italiana cuyo título no recuerdo. En un edificio los vecinos escuchaban durante las noches terribles golpizas que un marido propinaba a su esposa. Pero al día siguiente la pareja aparecía sonriendo, saludando a todo el mundo, como si no hubiera pasado nada. En la noche volvía el infierno. Golpes, gritos, muebles despedazados. Un día la mujer apareció con un ojo ennegrecido, imagen que me hizo recordar el bello rostro de la diputada venezolana María Corina Machado golpeada alevosamente frente a la sonrisa de Diosdado Cabello. Los vecinos, volviendo al filme italiano, movían la cabeza, pero nadie dijo nada. Hasta que una noche apareció la ambulancia para llevarse a la mujer, probablemente muerta. Los vecinos apiñados en la calle se miraban entre sí, perplejos, mientras la ambulancia desaparecía en lontananza. The End.
Las imágenes las recordé cuando María Corina manifestó en una entrevista sentirse traicionada por los gobiernos democráticos de América Latina, los que a sabiendas de lo sucedido en la Asamblea Nacional durante la encerrona, deben haber movido la cabeza como los vecinos en la película italiana, pero sin decir nada.
Comprendo la tristeza de María Corina. Es la misma que uno siente cuando escucha a Maduro tratar de fascista a quien se le ocurre. O la que emerge cuando el CNE niega el conteo honesto de los votos. Es el dolor de una ciudadanía desprotegida frente a un “estado mafioso” (Moisés Naím). Hay que tener cojones y ovarios bien puestos para resistir tanta injusticia, tanta maldad. Algún día será reconocido el ejemplo de dignidad cívica que está dando la oposición venezolana.
Como en el caso de la película italiana, los gobiernos que cometen inequidades se presentan hacia el exterior exhibiendo poses democráticas. Sin embargo, no siempre lo logran. De uno u otro modo el vecindario se da cuenta de lo que ocurre en el departamento. Pero, como en la película, nadie dice nada. Son las formas, son las malditas formas.
Ninguna nación quiere enredarse en problemas ajenos si es que no le atañen. Son tantos los ejemplos y tan pocas las excepciones que nadie se equivoca si afirma que los derechos humanos cuentan sólo cuando conectan con temas de interés estatal. Tal vez es así: la política internacional es siempre nacional.
Para poner un ejemplo, la “nueva amistad” entre Colombia y Venezuela se debe a que Chávez retiró su ayuda a las FARC. Si lo hubiera hecho durante Uribe, Chávez y Uribe habrían sido dos “nuevos amigos”. O un ejemplo inverso: cuando los países del ALBA lideraron una cruzada por la democracia en Honduras y Paraguay, lo hicieron sólo porque habían perdido dos fichas importantes en el tablero internacional. Desde la misma perspectiva, ¿por qué Dilma Rousseff va a criticar el incumplimiento de normas al gobierno de Venezuela si Brasil no ha perdido ninguna ficha en el tablero? Ese es el punto. No es cinismo; es realidad.
Incluso una de las intervenciones internacionales más nobles de la historia, como fue la entrada de los EE UU en la Segunda Guerra Mundial, ocurrió después del ataque japonés a Pearl Harbor, recién en 1941. Del mismo modo, la intervención de la OTAN en contra de Serbia sucedió sólo cuando Milosevic se convirtió en amenaza para la paz continental. Las “limpiezas étnicas” ya habían tenido lugar.
Lo expuesto no es ni siquiera una crítica. Imaginemos que una gran potencia decidiera jugarse por razones humanitarias en contra de las naciones donde los derechos son violados. Lo más probable es que muy pronto estaríamos al borde de una tercera guerra mundial. “Humanidad es bestialidad” –escribió Carl Schmitt-. Y en ese punto, creo, tenía razón.
Cierto; uno quisiera que una intervención internacional pusiera fin a las masacres que comete el dictador sirio Al Assad. Pero, ¿no agravaría esa intervención los problemas de la región árabe? ¿No basta un solo Irak? Esas deben ser preguntas que se hace Barack Obama.
Los demócratas venezolanos están desilusionados de los gobiernos de la región. Y con razón. Pero en Europa –ojo: no es un consuelo- la situación tampoco es mejor ¿Cuál gobierno reclama por las masacres cometidas por Putin en Chechenia, tan similares a las de Milosevic en el Kosovo? ¿Va Alemania a arriesgar la provisión de gas ruso por el incumplimiento de derechos internacionales que no le incumben? ¿No se manifiestan conformes los europeos con el autócrata ucraniano Víctor Yamkovich sólo porque cambió el status de Yulia Timochenko declarándola prisionera política en lugar de delincuente común? ¿Donde están las demostraciones en contra del partido semi-oficialista Jabbick de Hungría el cual proclama la expulsión de judíos y gitanos? ¿No miran todos los gobernantes para otro lado cuando el tirano de Bielorrusia, Lukashenko, se hace elegir en elecciones cada una más fraudulenta que la otra?
En la filosofía rige el principio socratiano del “conócete a ti mismo”. La política internacional, a su vez, se rige de modo tácito por el principio del “ayúdate a ti mismo”. Es por eso que los demócratas venezolanos deben seguir el ejemplo dado por las disidencias de Europa del Este cuando, sin ayuda internacional, levantaron una resistencia en contra de las dictaduras, derrumbando a uno de los imperios más poderosos de la historia. Recordemos que el mismo Kissinger se pronunció en contra del Solidarnosc polaco en nombre de la conservación de un supuesto equilibrio internacional.
Eso no quiere decir que una oposición acosada no deba recurrir a instancias internacionales. Cada acusación en contra de un gobierno ilegítimo puede ser un punto ganado en la opinión pública. Opinión a la cual los gobiernos suelen prestar más atención que a los principios internacionales. Sin embargo, tampoco hay que olvidar una premisa; y es la siguiente: En este mundo no hay nada más egoísta que un Estado nacional.

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