jueves, 9 de mayo de 2013

IDENTIDAD

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Colette Capriles


Lo que está en crisis en Occidente no es tanto la democracia y sus formas, sino las identidades políticas que hasta no hace tanto tiempo acompañaban o se subordinaban al orden político. Las instituciones de la democracia liberal siguen allí; las prácticas políticas no han cambiado, pero la calidad de su funcionamiento, o más bien, la experiencia cívica, busca otros derroteros. El fenómeno de los regímenes híbridos, del cual Venezuela es un ejemplo, en los que coexisten formas democráticas con prácticas cada vez más despóticas, es objeto de preocupación y atención mundial, aunque goza de una especie de inmunidad brindada por una indiferencia global que es muy difícil de explicar, pero que seguramente tiene que ver con que, en otra escala, las democracias consolidadas sufren también excepcionalidades: Frigide Barjot y el movimiento de “Manif’pour tous” en Francia o Beppe Grillo en Italia, o el Tea Party en Estados Unidos: casos en los que la interpelación va dirigida no a cuestionar al régimen o a suplantar un gobierno, sino a representar nuevas identidades más o menos difusas pero que demandan reconocimiento. Difusas digo, porque lo característico es que las antiguas taxonomías del espectro derecha-izquierda son totalmente insuficientes para describirlas.
En Venezuela, el empeño en manufacturar una identidad política con los códigos polvorientos de la Revolución cubana (que no es sino un oxímoron en el que una dictadura militar obsesivamente nacionalista se viste de leninismo y “macondismo” latinoamericano) pretendió sacar provecho de esa confusión postmoderna. Se abrió el closet de los estandartes más gastados y pretéritos del fallecido comunismo para actualizarlos y utilizarlos en la aspiración de construir una nueva identidad nacional para este país. El proyecto del chavismo no es político; es identitario. Su oferta es gestionar, mediante una voraz cúpula burocrática que se sueña aristocrática y enfilada hacia su destino manifiesto, la silueta definitiva y única del ser venezolano.
Y eso no tiene nada que ver con ninguna izquierda conocida o por conocer; tiene que ver con algo extrapolítico, con el diseño de un modo de ser. El aparato de propaganda oficial es como una fábrica de ornamentos simbólicos de esa nueva identidad nacional, repleta de referencias étnicas y estamentales, asociada a una perversa narrativa histórica, y que se articula sobre el resentimiento y asociaciones emotivas para ofrecer un ticket mesiánico hacia un futuro de redención.
Y que pide lealtad, no consentimiento. Como dice el historiador Raphael Gross, allí está la clave del discurso fascista, y específicamente del nacionalsocialismo: mientras el paisaje ideológico del marxismo está poblado de conceptos que pretenden una descripción objetiva de la identidad a través de la posición y el interés de clase en el proceso productivo, es decir, en la economía, el nazismo operaba con conceptos morales y emocionales. Construía una cartografía de “buenos” y “malos” rasgos “naturales” (etnicidad o pertenencia cultural), con lo que atribuía a la biología un poder moral; se afincaba en las ideas de honor, de camaradería, de lealtad, conectándolas en una nueva red de significados que prometía dignidad y elevación moral.
La eficacia de la fábrica identitaria del chavismo está por evaluarse. Por ahora puede decirse que no es suficientemente potente como para reemplazar la experiencia de una sociedad que proviene del pluralismo, del valor del ascenso social (que es lo contrario del resentimiento), y que sobre todo no ha podido olvidar la conciliación como forma de relación cultural (y no se resigna a la oferta divisiva). No sustituye tampoco la deliberación política, como lo muestra el resultado electoral. Pero ahí está, alimentada diariamente desde el omnipotente aparato de difusión masiva que sostiene el simulacro.

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