La transigencia con Putin
El País
El gran desfile militar organizado por el Kremlin el pasado 9 de mayo, aniversario de la victoria de 1945 contra la Alemania nazi, fue un espectáculo en todo punto comparable a los que fueron moneda corriente durante el periodo soviético. A medida que se asimila cada vez más a un autócrata —a elegir entre la versión zarista o, más probablemente, la versión soviética tendencia Stalin—, al amo del lugar, Vladímir Putin, le gustan también cada vez más este tipo de exhibiciones. Por supuesto, Rusia aún no ha llegado tan lejos, pero las señales de un poder absolutista en el interior y ultranacionalista en el exterior se multiplican.
El problema es que por mucho que europeos y norteamericanos desconfíen de esta evolución de los acontecimientos, se ven cada vez más obligados a transigir, cuando esa transigencia perjudica tanto a sus intereses como a sus valores. Así lo demuestran dos ejemplos recientes: los atentados de Boston y la visita a Moscú del secretario de Estado norteamericano, John Kerry. Vladímir Putin se jactó en la televisión de haber tenido razón al declararles la guerra a los yihadistas chechenos. Aunque la investigación no haya aportado pruebas tangibles de un vínculo consistente entre los dos terroristas de Boston y la rebelión yihadista del Cáucaso (el autodenominado Emirato del Cáucaso), los atentados han conducido inevitablemente a estrechar los lazos entre Washington y Moscú en materia de lucha antiterrorista. En efecto, la prensa estadounidense subraya que el contraespionaje ruso (antigua KGB) se abstuvo de comunicar a los norteamericanos todo lo que sabía sobre el mayor de los hermanos terroristas. Pero Putin tiene toda la razón al pensar que los norteamericanos van a tener que suscribir su propia definición del terrorismo. Esta no solo engloba a los yihadistas, sino también a todos aquellos que se oponen al nuevo orden ruso, encarnado por un Putin que acaba de celebrar el primer aniversario de su reelección a la presidencia de Rusia.
Otro ejemplo. Apenas John Kerry abandonaba Moscú —donde pensaba haber sentado las bases con su homólogo ruso para una solución política del drama sirio—, Rusia anunciaba su intención de vender misiles sofisticados a Bachar el Asad. Ventas que, si llegaran a producirse, deberían ser consideradas como una amenaza potencial contra Israel.
Una prueba más del doble objetivo de Vladímir Putin y de su capacidad para llevarlo a cabo con todo el cinismo necesario: ser el que, allá donde sea posible, desafía la hegemonía norteamericana, y colocarse a sí mismo en el centro del tablero. Sin embargo, el que la posición rusa sea realmente tan estratégica resulta cuando menos cuestionable. Del mismo modo que los rebeldes que luchan contra el régimen de Bachar el Asad han escapado al control de sus aliados norteamericanos y europeos, el régimen sirio está más cerca de Irán que de Rusia.
Pero si nos centramos en los intereses materiales europeos, vuelve a quedar de manifiesto que el régimen de Putin no nos es demasiado favorable. La dependencia energética de Alemania y el sur de Europa respecto al gas ruso y, en un sentido más amplio, las necesidades de una economía europea debilitada, conducen a una forma de realismo que puede ir más allá de lo que en Occidente se llamaba realpolitik en referencia a la URSS. Pues hoy ni siquiera nos tomamos la molestia de alarmarnos ni de denunciar, como deberíamos hacer, el retroceso permanente de las libertades en la Rusia de Putin. La prensa británica expresa las mayores dudas sobre el suicidio en Londres del oligarca Berezovsky, y sugiere que este pudo ser víctima de una política de eliminación de los principales adversarios del amo del Kremlin.
La reminiscencia estaliniana resulta inevitable. En sus memorias de guerra, el general De Gaulle, al evocar su encuentro con Stalin en 1944, cuenta cómo el dictador soviético le explicaba que, a intervalos regulares o irregulares, tenía que arrestar o enviar a Siberia a uno u otro de sus generales para poder seguir inspirando un miedo consustancialmente ligado al ejercicio de su poder. Tal vez las cosas aún no hayan llegado tan lejos. Solo los rusos perseguidos por Putin podrían atestiguar el estado real de Rusia. Pero una cosa es segura: es inútil pretender construir de forma duradera una relación equilibrada y útil para el orden mundial con un autócrata, por mucho que este no sea sino una versión aséptica de los amos soviéticos del Kremlin.
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