ANIBAL ROMERO
En medio de la incertidumbre imperante en Venezuela ha salido a relucir el nombre de Mahatma Gandhi. Políticos y comentaristas de oposición alaban sus enseñanzas sobre la resistencia civil, y exhortan a emular su estrategia de no-violencia para enfrentar al régimen.
Tales planteamientos demuestran gran confusión. Sin emitir juicios acerca de las presuntas bondades o vilezas del imperio británico en la India y otras partes, se trató de una estructura regida por leyes emanadas de su centro motor en Londres, y tomadas en cuenta por las élites que controlaban la red de poder mundial. Gandhi, quien era un excelente abogado (¡formado en Londres!) lo sabía, e hizo provechoso uso de las leyes inglesas para adelantar su causa.
La no-violencia gandhiana, que no siempre fue tan pacífica, se basaba en una estrategia más amplia de resistencia civil permanente y no-colaboración. Gandhi usó las leyes británicas en contra del poder imperial, y jamás dejó de contar con los escrúpulos y limitaciones de unas élites educadas para apegarse al derecho. Insisto en que al decir esto no pretendo hacer elogios ni emitir veredictos históricos. Deseo describir una realidad.
El contraste con la situación venezolana no podría ser más patente. En Venezuela las leyes están escritas sobre papel higiénico (cuando hay papel higiénico), y enfrentamos un régimen sin escrúpulos, sin limitaciones jurídicas o políticas, dirigido por hombres y mujeres que han demostrado carecer del más mínimo sentido del derecho. Una estrategia gandhiana, por lo tanto, aunque no es descartable de plano, se enfrenta a un contexto muy distinto del que culminó en victoria bajo su versión original.
En ese orden de ideas, cabe referirse a otro asunto de moda en estos tiempos de desconcierto, que es el “diálogo”. Pareciera pertinente recordar que el diálogo es un medio y no un fin en sí mismo. Si en un marco de agudos conflictos se decide negociar (porque dialogar es un eufemismo de negociar), resulta necesario tener muy claro cuál es el objetivo y qué se está dispuesto a aceptar y conceder en la mesa de negociaciones.
Me temo que algunos de los más entusiastas defensores del diálogo adolecen de un sentido de dirección acerca de lo que exige negociar con un régimen sin la más lejana concepción del derecho y en manos de los hermanos Castro. Con los comunistas que nos gobiernan y sus jefes cubanos no valen buenas intenciones. Si lo que se busca es coexistir perdurablemente con el régimen, entonces hay que denunciar tal diálogo como completamente fuera de lugar, ya que el único objetivo admisible es el fin del régimen y su sustitución por otro, que esperamos civilizado y ajeno a la barbarie.
Los términos de una negociación no pueden ser otros, en el plano de las concesiones, que ofrecer garantías a los jerarcas del régimen de una futura justicia imparcial cuando dejen el poder, pues deberán juzgarse las tropelías, delitos y crímenes cometidos estos pasados catorce años. A los cubanos pro castristas debe ofrecérseles una repatriación sin retaliaciones, con la advertencia de que se revisarán las cuentas pendientes y se reclamará lo que sea justo. Ya esto me luce llegar demasiado lejos, pero algo habrá que dar.
No pretendo que tal resultado se encuentre a la vuelta de la esquina; quizás todavía se demore el fin de la pesadilla, pero ello no desvirtúa la esencia de lo expuesto. La única negociación posible para la oposición es la que conduce al fin del régimen, no a su supervivencia en otras condiciones. No-violencia y diálogo sólo tienen sentido de ese modo.
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