Luis Pedro España
El Nacional
¿Cuánto a cuánto quedó la cosa? Si en algo aplica, casi a la perfección, aquello del vaso medio lleno o el vaso medio vacío es en la interpretación de lo ocurrido tras el evento electoral del pasado 8-D. Mientras, por un lado, el elector opositor, si bien no se sintió triunfador luego de conocer lo resultados, tampoco se desmoralizó. Todo lo contrario, los triunfos emblemáticos de la Alcaldía Metropolitana, Valencia, Barquisimeto y el dulcito de lechosa en Barinas, más una votación nacional que, aunque no les sonrió tampoco se mostró como un nítido revés, gracias a ese 8% de otros partidos que solo los muy enterados saben cómo se comportarían (y con dudas) en una contienda auténticamente nacional, hizo que en el ánimo opositor se percibiera un cierto “seguimos pa’lante”.
Del otro lado, el triunfalismo casi histérico de un liderazgo que necesitaba consolidarse más internamente que legitimarse para el resto, hizo para todos dudar de la victoria. Ni caravanas, ni cohetazos, ni algarabías populares, solo una esquina de la plaza Bolívar sirvió de escenario para gritar victoria y un teatro cerrado para tratar de indicar cuál debía ser la lectura de los resultados, antes de que se dieran. Esto último como nuevo ejemplo de esa curiosa coordinación entre el CNE y, como gustan llamar, uno de los actores políticos.
Estas lecturas ambiguas u opacas se deben a dos realidades imposibles de ocultar. En primer lugar, las fuerzas electorales siguen parejas. Nadie obtuvo una mayoría aplastante y, por lo tanto, por más que se trate de explicar (con números o sin ellos), nadie puede empinarse como hegemónico o con mayoría absoluta; y, en segundo lugar, extrapolar las motivaciones del voto local a una supuesta preferencia de líderes, políticas o situaciones de escala nacional, es casi tan errado como decir que Caracas está a favor del gobierno porque el PSUV ganó Libertador, o la oposición penetró la Venezuela profunda porque se ganó en Guasdualito, El Sombrero y Chaguaramas.
Los dos factores mencionados lo que sí dejan en claro es que la interpretación cuasi mística que ambas dirigencias trataron de endosarle al voto municipal, pues, no se dio. Nadie creyó que con su voto municipal se estaba revocando al gobierno nacional, y tampoco nadie se tragó el cuento de la prueba de amor. Tan no fue así que el nivel de participación en estas elecciones municipales fue sorprendentemente menor que el porcentaje de votantes que acudieron a las urnas en las últimas elecciones municipales (2008) y aun mucho menor ha lo que sí había sido una auténtica contienda nacional, como lo fueron las presidenciales del 7 de octubre y del 14 de abril.
Aun cuando las elecciones municipales no son apropiadas para hacer avezadas lecturas nacionales, porque ni la gente ni las reglas metodológicas de comparación lo sugieran, los líderes políticos dejarán de utilizar estos resultados para arrimar las brasas para su propia sardina. El gobierno comenzó de primero a tratar de socavar con estos resultados el liderazgo de la oposición y en especial de aquel que, por mucho y de largo, tiene el carisma o despierta la emoción de la población. Sabiendo eso, y dada la baja evidente de magnetismo que tienen los oficialistas, no es de extrañar que no solo ellos sean los primeros en cuestionar el liderazgo de Capriles, sino que, además, casi se declaren como íntimos amigos de AD, Voluntad Popular y hasta Copei, tratando con ello de que se desaten los demonios divisionistas dentro de la oposición.
Lamentablemente, algo de esto ya está en la calle. Gallinas cantando como gallos o, como diría Betancourt, cadáveres insepultos ya están por allí tratando de aprovechar la ocasión para sacarle provecho particular al evento del 8-D. Cosas de la política, dirían por allí, pero recuerden que gobernar y hacerlo bien también es parte de ella. Ocúpense de sus triunfos.
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