domingo, 1 de diciembre de 2013

LIBERTAD Y LITERATURA


     Jorge Edwards

El Mercurio



El tema es archicomplejo. Se puede enfocar desde el punto de vista de la forma literaria, de la sociedad, de las ideologías totalizadoras. Si se quiere hacer una conferencia de cincuenta minutos o una crónica, no hay por dónde comenzar. Habría que describir, quizá, un episodio concreto, un momento de lucha, de conflicto, de contradicción. Cuando viajé a Cuba como enviado diplomático, en los comienzos del régimen de Salvador Allende, tuve una impresión inmediata, dura, angustiosa. Llegué a la conclusión, después de tres o cuatro días de estar en la isla, de que si se aplicaba el mismo sistema político en Chile, yo sería uno de los primeros chilenos en salir al exilio. La atmósfera intelectual cubana, que muchos turistas de la revolución celebraban, era simplemente irrespirable, inaguantable. Algunos se demoraron años en darse cuenta, pero tuve una situación privilegiada desde el punto de vista del conocimiento: había tenido contactos anteriores con los escritores, con José Lezama Lima, con Heberto Padilla, con muchos otros, y ellos me informaron en detalle de la situación, en la mañana siguiente a mi llegada, en un mediodía de sábado. Me describieron las censuras discretas, no declaradas, pero eficientes; el funcionamiento de las Unidades Militarizadas de Ayuda a la Producción (UMAP); el de los premios, las golosinas, y los palos, algo que los franceses llaman le bâton y la carotte, esto es, el palo y la zanahoria del burro. Podría decir que tuve dos sectores de información avanzada, extraordinaria: el de los escritores cubanos disidentes, que casi nadie había advertido que eran disidentes; el de algunos diplomáticos de Europa del Este, que tenían la esperanza de que en Chile se instalara un socialismo diferente, un socialismo “de rostro humano”, como se decía en esos años. Todos ellos me hacían una pregunta que se podía resumir en pocas palabras: si Salvador Allende era sectario o no lo era. El embajador del país que entonces se llamaba Yugoeslavia era uno de mis interlocutores más frecuentes. Me contaba los pasos que había dado el Mariscal Tito para frenar la influencia estalinista. Ni siquiera permitía que los barcos soviéticos se detuvieran en puertos yugoeslavos para hacer sus reparaciones. Cuando tuve que salir (aun cuando nadie se dio el trabajo de declararme “persona non grata”, ya que no era necesario hacerlo), el yugoeslavo fue uno de los pocos embajadores que me acompañó al aeropuerto, de madrugada. Tengo un recuerdo suyo notable, y no por detalles protocolares: por sus análisis certeros, implacables, del llamado “socialismo real”. Me pregunto si los socialistas de acá habrán hecho reflexiones parecidas. Si serán capaces de hacerlas. Nos acusan de revisionistas, decía el embajador, pero no se han dado cuenta de que el revisionismo no es más que la revisión del estalinismo.
Ese embajador, antiguo director de una revista de filosofía política, era un maestro. Pero también he tenido algunos maestros clásicos, de ultratumba. Uno de mis maestros de ultratumba ha sido Miguel de Montaigne, que se declaraba autor de ensayos, no de resultados. Y ahora, en su centenario, releo a Albert Camus. Mi generación, salvo notables excepciones, fue más sartriana que camusiana, y hemos rectificado con lentitud, hemos revisado. En Camus hubo una desconfianza frente al Estado totalitario, frente al estalinismo y sus secuelas, que los hechos terminaron por justificar plenamente.
Ahora, en mis vacaciones chilenas, observo un debate curioso. Lucía Santa Cruz hizo un análisis interesante del programa de Michelle Bachelet. He decidido estudiar ese programa a fondo y examinar con la mayor atención, sin prejuicios de ninguna especie, los puntos de vista de Lucía. Cuando aquí se producen escándalos, cuando algunos se desgarran las vestiduras, cuando viene la hora de las descalificaciones, hay que ponerse en guardia. La libertad está amenazada por algún lado. Compruebo con el mayor interés que Lucía Santa Cruz sabe citar con propiedad a Isaiah Berlin, uno de los grandes maestros modernos de la libertad intelectual, económica, política. Citar a un personaje así en un debate sobre la política chilena de estos días, sobre los programas de una de las candidaturas, me parece que es llevar la discusión a niveles superiores. Pero esto no lo agradecemos, no lo sabemos agradecer. Dije en mi conferencia de esta semana, dentro del ciclo del Bicentenario organizado por La Moneda, que a los tres días de estar en Cuba, a fines de 1970, enviado como encargado de negocios con la misión de abrir nuestra embajada en La Habana, sabía que si se instalaba un régimen parecido en Chile, yo sería uno de los primeros exiliados. En general, la audiencia era favorable, además de educada, pero hubo personas que se molestaron conmigo. Pues bien, me parece necesario observar un hecho inevitable: si uno opina, si uno analiza con serenidad y se atreve a sacar conclusiones, uno entra en problemas. Sobre todo entre nosotros. Por lo tanto, celebro la capacidad de análisis de Lucía Santa Cruz, que levanta de nivel nuestros debates internos y los hace más claros. Prometo estudiar el tema. Creo que la libertad intelectual, la libertad frente a la literatura, el pensamiento libre y expresado con libertad, son causas de una completa vigencia entre nosotros. Si levantan censuras chillonas, si los perros ladran, es señal de que cabalgamos con buen rumbo.

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