Enrique Krauze
Ciudad de México.-En casi todos los países, el acceso a los recursos petroleros y su explotación son temas esencialmente económicos. No en México: aquí el asunto pertenece a una teología secular. Para muchos mexicanos, abrir o no abrir el sector energético a la inversión privada es mucho más que una decisión práctica: es un dilema existencial, como si permitirla significara perder el alma de la nación.
En las próximas semanas, el Congreso mexicano se convertirá en una especie de concilio donde se discutirá la reforma energética presentada por el presidente Enrique Peña Nieto. Se trata de modificar los artículos 27 y 28 de la Constitución, para permitir los contratos de utilidad compartida entre el gobierno mexicano y empresas privadas para la exploración y extracción de petróleo y gas a lo largo del territorio, así como en las aguas profundas del Golfo de México. La reforma propone también abrir a la competencia toda la industria: refinación, almacenamiento, transporte, distribución, petroquímica básica.
La propuesta tiene un significado histórico que es imposible desdeñar. En 1938, el gobierno nacionalizó el petróleo y en 1960 otorgó el control total de la industria a Pemex, un monopolio del Estado.
La reforma requiere, para su aprobación, las dos terceras partes del voto, que se alcanzarían con la representación del PRI (el partido que gobernó al país entre 1929 y 2000, y que volvió al poder en 2012), el PAN (partido de centroderecha, que propone una liberalización aun mayor) y algunos partidos pequeños. Los legisladores del PRD (partido de izquierda moderada) votarán, seguramente, en contra.
La principal oposición no provendrá de las cámaras en el Congreso sino de las calles, que serán escenario de protestas masivas. Esta corriente opositora tiene un líder carismático: Andrés Manuel López Obrador. Tras dos derrotas sucesivas en las elecciones presidenciales, se perfila ante una tercera oportunidad en 2018, y ninguna plataforma mejor que la de constituirse en el baluarte contra la reforma que él y sus millones de seguidores consideran una traición a la patria. En un discurso reciente, López Obrador comparó la potencial aprobación de la reforma energética con la pérdida de Tejas en 1836, y equiparó a Peña Nieto con Santa Anna, el general que perdió la guerra contra Estados Unidos y a quien los textos de historia recuerdan como un traidor.
En lo económico, los argumentos contra la reforma son endebles. Los opositores sostienen que Pemex puede realizar por sí sola y con éxito la exploración de aguas profundas y los depósitos de gas y petróleo de "lutitas" ( shale ), si el gobierno le permitiera invertir más. No obstante, la inversión en exploración se ha sextuplicado en los últimos diez años (hasta alcanzar 25.000 millones de dólares) sin mayores resultados. Mientras los Estados Unidos están en camino de lograr su autosuficiencia gracias a los 150 pozos que perforan cada año en el Golfo de México y, sobre todo, a los cerca de 10.000 nuevos pozos anuales de shale , Pemex sólo ha perforado 5 pozos al año en aguas profundas del Golfo y sus planes anuales para el shale son de apenas 140 pozos. Además, México debe importar cantidades considerables de gas y gasolina.¿Cómo explicar entonces el fiero rechazo a celebrar contratos de utilidad compartida con empresas privadas, contratos que detendrían el descenso de la producción, modernizarían la industria, crearían empleos, incrementarían la renta petrolera del Estado y alentarían el crecimiento económico? ¿Por qué, a diferencia de Noruega o Brasil, México no puede desarrollar su compañía petrolera pública convirtiéndola en una empresa que se beneficie de la asociación o la competencia con compañías privadas?
La primera explicación está en el controvertido historial de las privatizaciones en México. Cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) transfirió a la iniciativa privada los bancos y empresas de televisión y teléfonos, la opinión general fue que favoreció a sus amigos con magníficos resultados para ellos, pero no para el consumidor. Dicho lo cual, la actual reforma energética no es un acto de privatización: la propiedad -contrariamente a lo que sostiene la retórica de la oposición- no se transferirá a las empresas involucradas.
La segunda razón -más honda y compleja- es la sensibilidad nacionalista. La Constitución de 1917 -promulgada tras una revolución social que estalló en 1910- fue el documento fundacional de un México nuevo. Su artículo 27 dio a la nación la propiedad originaria del suelo y el subsuelo, que en tiempos coloniales había pertenecido a la corona española. Por dos décadas, las compañías petroleras inglesas, holandesas y americanas (enclaves extraterritoriales que manipulaban la contabilidad y apenas pagaban impuestos) se negaron a acatar la legislación, hasta que en 1938, a raíz de un conflicto laboral, el presidente Lázaro Cárdenas las expropió. La reacción popular fue espontánea: las damas ricas regalaron joyas, la gente pobre regalaba gallinas, todo para pagar la deuda a las empresas extranjeras.
Desde entonces, en libros de texto, ceremonias y monumentos se ha conmemorado la acción de Cárdenas como una restauración de la dignidad nacional. Y lo fue, en muchos sentidos. Con esos antecedentes, se entiende por qué para muchos mexicanos -incluido Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del general y respetado líder de la izquierda moderada- la reforma energética parece representar un pecado contra la historia.
Pero hay un tercer motivo -poco discutido por la oposición- que es el más poderoso y convincente: el temor a que el incremento en renta petrolera simplemente eleve el nivel de la corrupción hasta los extremos alcanzados durante el último boom petrolero, que arrancó en los años 60 y desembocó en una experiencia traumática para el pueblo mexicano. Administrando mal la abundancia y los altos precios del mercado, el gobierno del PRI multiplicó la burocracia, se embarcó en proyectos despilfarradores, contrajo una gigantesca deuda externa y condujo al país a la quiebra y a la desastrosa devaluación del peso en 1982.
Dado el pasado desempeño de los gobiernos, es legítimo permanecer escéptico. La oposición podría hacer un gran bien si se enfocara en proponer esquemas prácticos para prevenir la repetición del fiasco económico: mantener una estrecha vigilancia sobre los contratos, certificar la productividad y transparencia de las nuevas inversiones públicas, crear un fondo para desarrollo futuro (como en Noruega), monitorear los posibles daños ecológicos, reestructurar y modernizar Pemex y, lo más importante, asegurar que las utilidades no se canalicen a la expansión de la burocracia, sino que lleguen al pueblo mexicano.
Frente a la negativa de la oposición a la reforma, el único camino abierto al gobierno no está en los debates teológicos sobre el alma mexicana, sino en convencer al público de que esta vez será distinto, de que ahora la nueva riqueza generada llegará a manos de los supuestos dueños: los mexicanos, en particular las decenas de millones de mexicanos que más lo necesitan.
© LA NACION.
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