EL TIEMPO, EDITORIAL. FEBRERO 15, 2014
Aquel conocido refrán, según el cual “toda situación, por
mala que sea, es susceptible de empeorar”, bien se le puede aplicar a
Venezuela. No hay duda alguna de que durante la semana que acaba de terminar la
realidad del país vecino se tornó aún más compleja, a raíz de las muertes que
tiñeron de sangre las calles de varias ciudades, de la fuerte represión de las
fuerzas de seguridad, de los intentos del régimen por ahogar la libertad de
expresión, de la aparición cada vez más notoria de civiles armados y de la
detención de varios líderes opositores, comenzando por el exalcalde de Chacao
Leopoldo López.
Es imposible, ante la cantidad de señales que oscurecen el
panorama, ser optimistas sobre lo que viene. Basta decir que la República
Bolivariana continúa en un círculo vicioso de peligrosa radicalización, que les
abre la puerta a posiciones cada vez más extremas. Dentro de los elementos que influyen
en esa circunstancia se encuentra la gran debilidad del presidente Nicolás
Maduro, quien, sin haber completado un año en el cargo, ha perdido liderazgo no
solo frente a la ciudadanía sino entre los propios círculos del chavismo, en
donde se lo considera un pobre sucesor del caudillo desaparecido.
Debido a ello, empiezan a verse las fracturas en un gobierno
que ya tenía dificultades para manejar los inmensos problemas del día a día,
que incluyen la escasez de productos de primera necesidad, una inflación del 56
por ciento anual, la elevada inseguridad ciudadana y la falta crónica de
divisas. En la ecuación tampoco se puede olvidar una variable fundamental, como
es la influencia de los cubanos en la toma de decisiones, pues La Habana sabe
que la supervivencia del régimen comunista de los Castro depende de que en Venezuela
haya una mano amiga que subvencione a la isla con petróleo barato, entre otras
ayudas.
Mientras todos esos elementos forman parte del drama diario
de un pueblo que en otros tiempos habitaba una nación próspera y pacífica, hay
varias facetas que se derivan de la coyuntura actual. Una de ellas es la lamentable
incapacidad de la comunidad hemisférica a la hora de tratar el que bien puede calificarse
como el problema más grave del continente.
Y es que, en lugar de preocuparse por las duras pruebas que
afrontan los venezolanos, los gobiernos de las Américas han tomado posturas
que, con unas cuantas excepciones, bien pueden calificarse de deplorables. Tal
es el caso de Argentina, Bolivia o Ecuador, que han querido justificar la
reacción oficial en contra de las protestas o el intento de acallar a los
medios de comunicación.
No menos lamentables son el silencio de Brasil y la pobre
discusión que ha tenido lugar en el seno de la OEA, en donde, lejos de
invocarse la Carta Democrática Interamericana, los debates de fondo han
brillado por su ausencia. Con razón el director de Human Rights Watch señaló
que “lo que prima en la región es el pragmatismo más absoluto”, el mismo que en
su momento –hay que decirlo sin ambages– justificó la presencia de las dictaduras
militares.
Es verdad que la presión internacional no necesariamente
garantiza que se abran las puertas del diálogo y el regreso de la concordia.
Pero, aun a sabiendas de esos límites, no estaría de más que los principios y
la defensa de los derechos fundamentales se superpongan a los intereses
individuales, así estos confronten posturas ideológicas o se midan en barriles
de hidrocarburos.
Como ejemplo, vale la pena registrar que la Unión Europea ha
sabido notificar a Ucrania que los niveles
de violencia vistos son sencillamente inaceptables y que una salida política de
la crisis de ese país es la correcta.
En medio de todo lo que pasa, a Colombia no le corresponde
ser indiferente.
En tal sentido, hay que destacar el llamado al entendimiento
que hizo hace unos días Juan Manuel Santos, el cual fue respondido con cajas
destempladas por Nicolás Maduro. Más allá de la agresividad del palacio de
Miraflores, Bogotá no puede y no debe quedarse callada ante los excesos vistos.
Pero de manera más urgente, la Casa de Nariño necesita
dirigir su mirada a la zona de frontera, en donde la ya precaria calidad de
vida se ha deteriorado rápidamente en días recientes. El motivo principal es la
interrupción en el flujo de productos, la mayoría de origen ilegal, que se ha
convertido en la principal fuente de sustento de cientos de miles de personas.
Y es que tanto el contrabando de gasolina como el de alimentos y otros
artículos han desplazado a las actividades formales, algo en lo cual la
indiferencia estatal –que durante años prefirió hacerse la de la vista gorda–
tiene una buena cuota de responsabilidad.
En consecuencia, es de esperar que en el Ejecutivo se estén
trabajando planes de contingencia para encarar un deterioro que también se
siente de este lado de la frontera. La peor actitud sería la de cruzarse de
brazos, pero esa no es una opción. Junto con las estrategias para combatir las
organizaciones criminales que han aprovechado los vacíos institucionales, hay
que desarrollar estrategias orientadas a crear oportunidades de empleo y
fomentar fuentes lícitas de ingresos. La razón es una sola: somos parte
interesada en lo que pase en Venezuela.
Para bien o para mal.
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