Beatriz de Majo
Cada 2 minutos un chino toma la decisión de suicidarse y lo ejecuta. La tasa de suicidios del país asiático es la más alta del planeta. 3,6% de todas las muertes en el país son autoinfligidas. El año pasado 287.000 personas así lo hicieron en una tendencia que se ha acrecentado históricamente. De cada 100.000 ciudadanos, 22,23 parten de este mundo por una decisión autónoma sin que ello cause dentro de la sociedad alarma o rechazo. Si no fuera de esa manera China no sería el país donde ocurren la mayoría de los suicidios femeninos: 56% del total.
No obstante, el hecho de que los más jóvenes y las mujeres acudan masivamente a esta forma de terminar con su paso por esta vida tiene a las autoridades inquietas. Es que más de la mitad de los suicidios de mujeres a escala planetaria ocurren en China. Entre los jóvenes de 15 a 34 años el suicidio es la causa principal de muerte y de acuerdo con lo que establecen las estadísticas del Periódico de Salud de los adolescentes, 6 de cada 10 de los muchachos entre 13 y 19 años lo intentan.
El verdadero problema es dar con la causa de una enfermedad social que por más que sea observada con naturalidad –que no con indiferencia– no deja de revelarse como una distorsión conductual digna de ser controlada. Atribuirle esta actitud autodestructora que se repite en todos los estratos sociales al estrés económico y al efecto depresivo que tiene sobre los individuos la falta de oportunidades de vida, responde a un análisis marcadamente impregnado de valores occidentalistas.
Porque otra buena cantidad de consideraciones pueden entrar en juego por parte del protagonista chino de un acto suicida. Algunas tienen que ver con el honor, un valor milenario motor de muchas actitudes sociales. Un profesor universitario de origen latinoamericano relataba recientemente con asombro cómo al serle presentada a él la galería de fotografías de las autoridades de una universidad en Pekín, con toda naturalidad se mencionaba que tal y cual directivo del alma máter china había pasado a otra vida a través del suicidio por haber sido juzgado por actos de corrupción. En los círculos gubernamentales la situación se repite con gran frecuencia.
Mucho más banal es el fenómeno que se produjo el mes pasado cuando en algunas ciudades las autoridades tomaron la decisión de no continuar enterrando los fallecidos por falta de espacio en los cementerios. El índice de suicidios se disparó en algunas localidades ya que todo cuerpo que se presentara a exequias antes del 30 de junio sí conservaba el derecho de disponer de una urna y de ser enterrado.
Sin duda que hay una actitud cultural en torno al valor de la vida que no se equipara con el apego occidental a vivir. De hecho, si en Estados Unidos 95% de los suicidios ha sido precedido por una depresión, en China solo tres de cada cinco tiene un componente de desorden mental. Más bien, en el país asiático este acto tiene una dosis de impulsividad que no está presente en otras latitudes. Por los relatos de los sobrevivientes chinos de estos trágicos eventos, se sabe que 40% de ellos lo pensó solo 5 minutos y 60% apenas dos horas. Lo que sí es claro es que los chinos consideran el acto de terminar con sus vidas un medio legítimo para mandar un mensaje o para escapar de la vergüenza.
Algo hay en el trasfondo de estas actitudes que resulta difícil de comprender. Porque los mensajes a los vivos han estado creciendo exponencialmente: ¡en los últimos 50 años la cifra de suicidas se ha multiplicado por 60!
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