Ibsen Martinez
En Venezuela prospera un negocio tan nauseabundo como profanar tumbas y traficar con órganos pero mucho más lucrativo, si consideramos su volumen. Es el negocio de dejar pudrir alimentos.
La cosa funciona así: el gobierno expropia a troche y moche y noquea al aparato productivo privado que, natural y casi inmediatamente, deja de suplir al mercado, o lo hace de modo insuficiente e irregular. Las medidas llegan siempre envueltas en farragosos decretos contra el acaparamiento y en pro de la salud y el bienestar de los pobres.
Estos decretos, de errática sintaxis y prosodia voluble ( como el castellano escrito de Giordani), llenos de epítetos descalificadores y máximas moralizantes, son invariablemente redactados en una “prosa” que delata su espíritu demagógico. Decretos para ser leídos en la red gubernamental de propaganda en radio y televisión.
La sabiduría convencional atribuye el crecimiento de la corrupción en países como el nuestro, donde impera, gracias a iluminados como Giordani, a una colosal e inextricable maraña de reglamentaciones arbitrarias que a menudo se desconocen entre sí e ignoran y traban la natural tendencia de la vida económica real hacia la simplificación.
Así, pues, a mayores obstáculos “administrativos” corresponden mayores incentivos para la matraca y el cobro de peajes. Ello explicaría suficientemente la aparición de una ya prolífica estirpe de “comandantes cuarenta por ciento”, hombres de armas en servicio activo que, destacados en cargos de importancia en muchos ministerios, se enriquecen “bajando de la mula” a proveedores y contratistas.
No ha faltado quien, confundiendo liberalismo económico con cinismo, advierta que, en cierta medida, la corrupción es una humana respuesta a reglamentaciones que no se compadecen de la irresistible naturaleza del fenómeno del intercambio. Siendo esto así, la corrupción no debería ser objeto de la tonante e hipócrita censura de Jorge Giordani, sino razonablemente tolerada en la medida en que teóricamente, y sólo en teoría, la corrupción garantiza el acceso ?caro, pero acceso al fin ? a bienes, servicios y certificaciones oficiales.
“Todo lo que hay que saber de economía puede sumarizarse en seis palabras : ‘La gente responde a los incentivos’; lo demás es puro comentario”.
Así se expresaba el laureado economista estadounidense Steven E. Landsburg, en un librito precursor –“The Armchair Economist: Economics & Everyday Life” –, aparecido en 1993. No creemos que un badulaque vejancón, tan intelectualmente inconsistentee e inactual como Giordani haya escuchado nunca hablar de él: la ignorancia del arrogante exministro es panorámica, para no hablar, insisto, de su pésimo castellano escrito.
Pues bien, siguiendo el razonar de Landsburg, un estado monstruosamente recrecido como el nuestro hoy día, no es más que una gigantesca máquina fabricante de incentivos a la corrupción, a despecho de que Chávez y sus herederos gusten de presentarse como paladines regeneradores de la moral pùblica tan afrentada por los gobiernosd de la llamada cuarta república.
La aparición de un mercado del “cuánto hay p’a eso” ha sido más rápida que los “logros” de la revolución bolivariana. Eso es así porque en un petroestado populista, casi lo único verdadera y clásicamente moderno es el mercado de la corrupción. Considérese:
a) la corrupción es un mercado eminentemente monetario
b) la “mercancía” y el pago se intercambian casi siempre de inmediato.
c) la relación tiende a hacerse impersonal.
d) puede haber reventa, mayoreo, menudeo de la concesión de favores y, en general, todo tipo de intermediación, con porcentajes de comisión, escalas de precio de acuerdo al volumen, tendencia a la centralización deque de las concesiones, etc. Detengámonos en uno de estos rasgos: la tendencia de los manejos corruptos a hacerse impersonales casi hasta la invisibilidad. Los repetidos casos del tipo “Pudreval” , como uno que acaba de hacerse publico, son ejemplo resplandeciente de esto último.
Por eso, por la impersonalidad de la corrupción cuando es sistemática y generalizada, Giordani , único cerebro de los controles estatales a ultranza, puede darse el lujo de poner a circular una carta extrapunitiva y poner la culpa en un innominado “los demás”, los que no hicieron las cosas con generosidad, desprendimiento y buena fe como las hace él.
2.-
El repudio universal a los autores del escandaloso ocultamiento de centenares de miles de toneladas de alimentos en descomposición enfatiza la idea de que se trata de gentuza tan irresponsable como inepta.
Destruyen el aparato productivo, luego hacen importaciones masivas beneficiarias del control del cambio impuesto por el moralista Giordani, reparten comisiones dentro y fuea del paìs, y, al no ser más que maleantes avilantados pero incompetentes, se les pudre la comida en los containers y no hallan más recurso que tratar de esconder lo que el diccionario de la Real Academia define como “podre”.
Algo de suyo absolutamente imposible porque todo lo podrido hiede.
Hiede a Giordani, claro; no sé si me explico.
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