domingo, 6 de julio de 2014

Ramón Velásquez hablaba a través de sus testigos


      Pablo Antillano

El Nacional 

Cuando urdía sus libros de Historia, R.J. Velásquez parecía más bien un periodista. Utiliza los archivos con el mismo rigor que sus colegas académicos, porque sabe que el frenesí documental se ha adueñado de la historiografía desde hace un buen rato, pero apela también a ciertos testimonios –no siempre consagrados– de la misma manera que el reportero utiliza al testigo presencial de un hecho noticioso. 
En otras palabras, R.J. Velásquez consultaba como pocos las fuentes documentales de los archivos muertos y mudos –muchos de los cuales él mismo creó–, papeles y pronunciamientos hace tiempo separados de sus autores. Pero es igualmente cierto que incorpora el testimonio de otro tipo de testigos, a los que insufla la misma vida que tiene una fuente de primera para un reportero: un testigo al que se le pide que dé fe, que dé prueba, que sea él mismo parte de lo acontecido.
En La caída del Liberalismo Amarillo utiliza como testigo, como testimonio de la época, a Antonio Paredes, un guerrero, personaje olvidado al que eleva a nivel de rango documental. Y más recientemente, en la Biografía de Joaquín Crespo, hace lo mismo con Telmo Romero, el extraño curandero tachirense que llega a director de hospitales y casi a Rector de la Universidad, en tiempos del último gran caudillo del liberalismo. Ambos personajes secundarios proporcionan a Velásquez la coartada de las sensaciones, de la cultura de la época, y de sus propias convicciones.
Antonio Paredes y Telmo Romero, que deberían ser huellas del pasado en el presente, son a su vez convertidos por el autor en huellas del presente en el pasado. La presencia de los personajes –testigos que atraviesan los tiempos– es a su vez expresión de las inquietudes contemporáneas del autor: de sus perplejidades, de su humor, de su sentido de justicia, de su vocación política, de su interpretación sobre las fuerzas que mueven a los grandes titanes de la historia.
Una vez hizo explícita esta idea cuando escribió: “Me propuse entonces presentar un nuevo personaje a la escena, un hombre olvidado de quien en su libro dijo Picón Salas que había sido ‘el espíritu y la conciencia desvelada y errante de la insurrección venezolana hasta que lo acribillaron a balazos en 1907’: Antonio Paredes. Era una manera de recordar también a los que caen en la lucha, de señalar sus vidas como un camino, distinto al de los vencedores, para entender a Venezuela”. En su estilo, R.J. Velásquez es, él mismo, un personaje de acción que intenta comprender el presente por el pasado, de la misma manera que suele comprender el pasado por el presente.
Es ese estudio apasionado del devenir pasado-presente-futuro el que le hace concluir sabiamente en muchas de sus convicciones, aplicables a cualquiera de nuestras épocas: “el conflicto que debía resolver (...) era el más repetido y conocido de nuestra historia que, traducido a términos populares, se reduce a la obsesión, al desvelo que crea el poder”. Más adelante agrega: “Es la droga (el Poder) que ha causado en Venezuela mayor número de conflictos, sin que de nada sirvan las lecciones del pasado a quienes vuelven a encontrarse en el mismo trance”.  “Las contradicciones entre las palabras y los hechos siempre han sido norma permanente en la política venezolana”. “De nuevo el escenario rural venezolano se puebla de grupos armados que van contentos en busca de la muerte. Parece como si cada cierto tiempo, el venezolano espera con urgencia, esas convocatorias”.
Seguramente que la reconexión con el pasado será posible cuando no sean los archivos oficiales los que rememoren los episodios, sino cuando aparezca otro género de testigos, como los que viene invocando el Dr. Velásquez. Testigos, ora trágicos, ora sintonizados con las curiosidades del ciudadano medio. Ese ciudadano que ya ha dado pruebas suficientes de su inclinación a manejar diversas versiones de la historia y a sospechar de los desvelos del Poder.

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