Américo Martin
La gente en general –y no hablo sólo del “hombre de la calle” sino de políticos e intelectuales experimentados- ha internalizado una más bien rocosa idea del significado de la unidad política. En el caso de la alternativa democrática venezolana esa óptica, que llamaré simple o simplista, conduce a mirar mal lo que no lo es tanto, o incluso lo que conserva buena salud.
Lo primero es la relatividad del concepto. La unidad que se espera de un partido único, filosóficamente unívoco, no puede ser sino monolítica o de acero. Está atada a una ideología o forma de pensamiento exclusiva y excluyente, se mueve a la orden de un jefe absoluto siempre acertado salvo cuando él mismo conceda haber errado (generalmente en asuntos menores) Sacralizado a su muerte cual una divinidad y hasta momificado si hubiera tiempo de embalsamarlo antes de la degradación definitiva de la carne, un partido o un gobierno así estructurado identifica las diferencias con herejías y las contradicciones naturales con cismas protagonizados por traidores. La unidad en este caso no tolera disonancias. La falsa cohesión que logran es al costo de una precaria representatividad.
La unidad que procura un movimiento coaligado, pluralista, se reconoce como “acuerdo”. Organizaciones que responden a filosofías diferentes, tienen sus propios líderes y ritos, no deberían ser objeto de reproches por no abandonar sus opiniones para diluirse en un solo partido. Porque si lo hicieran renunciarían a lo que son, dejando a sus seguidores a la deriva. Sería como decir que en Venezuela hay dos partidos monolíticos: el gobierno y la oposición encarnada en la MUD y en organizaciones disidentes ajenas a ella.
En el fondo se expresa aquí la diferencia entre democracia y autocracia. Aquella es por esencia plural, diversa. Esta es única, granítica. Por ser plural la democracia no solo acepta la diversidad de corrientes y de liderazgos, sino que la auspicia. Por eso la falta de unidad en el actual bloque gubernamental se manifiesta en fracturas, rompimientos y divisiones, en cambio en la alternativa democrática, en falta de acuerdos o en acuerdos insuficientes. Porque, obviamente, no puede llamarse “división” lo que no es único sino plural.
Sé que en este punto me asaltarán con algún comentario risueño, del tipo de: “es una manera de edulcorar la división de la oposición” “uno puede darle el nombre más complaciente que quiera pero división es división” pues “aunque se vista de seda la mona, mona se queda”.
Pero el asunto no es tan sencillo como para despacharlo con un buen chiste. Para que se produzca un veraz y amplio acuerdo de la oposición democrática es imprescindible que haya surgido una sólida área común que prevalezca sobre las naturales, lógicas y necesarias diferencias ideológicas y políticas. Esa zona de coincidencias debe ser reconocida por todos los interesados y efectivamente así ha ocurrido. Se trata pura y simplemente de cambiar el gobierno presidido por Nicolás Maduro y hacerlo en los términos autorizados por la Constitución, es decir: con la ley y la paz por delante. Es el acuerdo suscrito por los integrantes de la MUD, pero como ésta es una estructura de partidos, si quiere ser eficaz ha de extenderse a la sociedad civil en su abigarrada variedad.
¿Cuáles son las consecuencias que se derivan de semejante premisa?
Los integrantes de la MUD (o como se decida denominarla) están en libertad de ejecutar sus propias iniciativas políticas. Pueden proponerlas o no a la MUD, pero si no fueran aprobadas por todos, no importa. Las desarrollarán con sus propias fuerzas o con la contribución de quienes las compartan. He oído decir, por ejemplo, que la realización del Congreso de Ciudadanos supone la “persistencia” de la división opositora. No es así. Vente Venezuela propuso, algunos aceptaron y la reunión fue convocada sin afectar ni en un pelo a la MUD, cuyo papel se reduce a respetar y no descalificar esa decisión. Esta es la fuerza de la democracia, en caso contrario sería inviable, imposible.
Proliferan los candidatos, lo que supuestamente hace inaplicable el acuerdo en eventuales elecciones. ¿Acaso el modelo autocrático es válido para la democracia? Chávez era candidato por origen divino y después lo fue su designado digital. Que surjan rivales de Maduro es signo de división en el chavismo, pero es signo de fortaleza en la oposición. Las distintas corrientes despliegan legítimamente sus líderes y luchan por representar a la alternativa democrática, y al hacerlo expanden las fronteras de su influencia. El todo es que –como ya ocurrió y es parte del acervo opositor- las presidenciales pasen por primarias, respecto de las cuales hay una valiosísima experiencia acumulada.
La ventaja de la democracia es su genuina representatividad. Si cada rincón del pensamiento es libre de expresarse, no cabe duda que por esencia podría aspirarse a representar toda la sociedad que, como saben hasta las piedras, es muy plural.
En cambio quienes imponen una sola voluntad están por naturaleza limitados a lo que puedan lograr por imposición de una ideología única, represión de quienes piensen diferente o atentados sistemáticos contra la Constitución. Y eso no será demasiado y sobre todo sincero, salvo que la alternativa democrática se ciegue, se despedace a sí misma, o actúe en términos similares al adversario que dice combatir. “Autosuicidio”, lo llaman.
El chavismo tiene todo el derecho de vivir y luchar en una sociedad democrática. Lo que no puede permitirse es el dominio arbitrario de una única y pretendidamente iluminada tendencia.
Así son las reglas, amigos; las reglas de la democracia.
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