miércoles, 20 de agosto de 2014

EL NUDO GORDIANO DEL CHAVISMO (Partes III, IV, V)


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JOSÉ RODRIGUEZ ITURBE


                                                              III

El salto atrás.

Todo esto viene a cuento para destacar que el pretorianismo a lo Chávez no fue nunca, ni antes ni después de su infiltración en la Academia Militar en los 70; ni antes ni después de la conjura formal a partir de 1982; ni antes ni después de la felonía golpista del 4 de febrero de 1992; ni antes ni después de su victoria electoral en la elección presidencial de 1998; un proceso de conquista del futuro, sino un regreso, con muchas penas y sin ninguna gloria, a lo más lamentable de nuestra propia historia. Llegamos así, para nuestra desgracia, a una zona mixta de la locura y la delincuencia de la cual aún no estamos liberados. Edecio La Riva Araujo solía decir, en su estilo singular, que el poder huele a jazmín. ¡Odorífera expresión del poder! Como sabemos los venezolanos, el poder no huele a jazmín sino, a menudo, a ácido sulfídrico, a sudoración de mapurite, a gases de nafta catalítica. El jazmín de la imaginación poética de La Riva no posee ningún punto de comparación con la fetidez de la descomposición social y política de la nación a partir de 1999; de la Venezuela tomada al abordaje, con ánimo de sacar vientre de mal año, por el más patético conjunto de fracasados, acomplejados, utópicos y anacrónicos seudo izquierdistas, -ninguno, por cierto, (y valga la puntualización) ejemplo cabal de lo más destacado y respetable de la izquierda criolla-. No puede oler a jazmín, este malhadado empeño, porque sus responsables están impregnados de todas las miasmas del basurero de la historia (para decirlo con lenguaje trostkysta) donde no pocos de ellos habían sido arrojados desde los años 60 de la centuria pasada.
La República, desde que el teniente coronel golpista Hugo Chávez logró echarle mano a la jefatura del Estado (nunca fue demócrata; el medio para él era secundario, el putsch o los votos: fracasado el primero, optó con éxito por los segundos; pero ello no le hizo variar su visión fascistoide del mundo y de la vida) ha visto difuminada la temática política, que ha dado en llamar “revolución” o “proceso”, reducida, simplemente, no a la búsqueda del bien común, sino al goce y disfrute del poder, entendido, en su primera etapa como la eliminación de sus “enemigos”; y en la segunda, como “transición al socialismo”. Desde la primera comenzó su enredo maquiavélico, que se ha agudizado en la segunda. El goce y disfrute se redujeron y se reducen a una infinita espiral táctica, ayuna de una estrategia en función de un verdadero proyecto. (Eso y la incapacidad antológica de la etapa de destrucción nacional que aún no ha concluido, aunque está bastante avanzada, ha sido reconocido y proclamado hasta por teóricos neo-marxistas que alguna vez se ilusionaron con Chávez, como, p. e., Heinz Dieterich). Y esa espiral táctica mira obsesivamente a la permanente lucha por la conservación del poder, viendo siempre tal lucha con dimensión existencial. Por ello, desde el ángulo de Chávez, fue siempre una lucha agónica, signada por la lógica del gladiador: morstua vita mea (tu muerte es mi vida). No sabemos a cuáles profundidades pueda llegar esa lucha entre sus herederos, en la canibalesca confrontación por ocupar su puesto entre quienes se dicen sus amantes y leales seguidores.
Alguien podrá decir que, en su forma y en su fondo, algunas posiciones opositoras lucen acaloradas. Puede ser. Son posiciones surgidas del combate y para el combate político. Algunos, que se autoproclaman expertos en medir serenidades ajenas, se quejan de falta de “racionalidad” en la oposición. Para ellos, racionalidad equivale a ataraxia, a impasibilidad, a frialdad solemne o a estirado estilo ayuno de emociones. Según tal óptica, ningún tipo de sentimiento debería traslucir en la formulación de los juicios, ni en el despliegue de las argumentaciones. Frente a un país desquiciado por Chávez y el chavismo, erigirse en la equidistancia que coloca a los demás en los extremos resulta, al menos, una humorada de dudoso gusto. En Venezuela nos conocemos todos. Con nuestros aciertos y nuestras pifias. Con los prestigios y los desprestigios acumulados. Porque nadie puede evadir la propia historia. Ni pretender ser de otra galaxia. No es difícil jugar a un carnaval de máscaras para etiquetar a los demás. “He aquí el tinglado de la antigua farsa”, podría decirse evocando las palabras iniciales del monólogo de apertura de Los intereses creados de Jacinto Benavente. ¿Actitud solemne de vestales impolutas? ¡Por el amor de Dios! ¿Quién pretende engañar a quién? Tales simplismos no resultan ya moneda de aceptación general, sino alimento contaminado ex professo procurando horadar, para quien los ingiera desprevenidamente, la convicción con los prejuicios. El apasionamiento no es necesariamente un defecto. Puede ser una virtud. Hannah Arendt, cuando en 1951 apareció su importante obraLos orígenes del totalitarismo, enfrentó con contundencia la acusación de que, en lo referente al antisemitismo, su carga emocional restaba al estudio fuerza, seriedad y hondura. Dijo entonces algo que, salvando las inmensas distancias, sirve, a mi entender, para rebatir algunos juicios sobre la situación venezolana: “Describir los campos de concentración sine ira no resulta ser ‘objetivo’, sino que equivale a indultarlos”. Hablar de la antipatria de Chávez sine ira equivale a indultarla. La hipocresía sólo sirve para mostrar su anemia. Por la supervivencia de nuestro ser nacional es necesario rechazar con fuerza la degeneración que la violencia dirigida desde el poder, auténtico terrorismo de Estado, pretendió y pretende pasar como fenómeno “normal”.
Josef Pieper, en su ensayo Las Virtudes Fundamentales, no ha vacilado en destacar el rango ético de la indignación frente a la viciosidad exhibicionista: “Cuando a la voluntad corrompida, que va a la deriva en el vicio de lo sensible, ―dice― se le une una falta de fuerzas para irritarse, tenemos el caso de una degeneración total y sin esperanzas. Tal situación es la que se presenta cuando un sector de la sociedad, un pueblo o toda una cultura están maduros para su extinción”. Chávez habló y Maduro intenta imitarlo (lo vemos, una y otra vez) con un acento y ritornelo gestual que, más que propios de un profeta, resultaban y resultan la patética expresión de ecos postreros. La barahúnda en la cual vivimos muestra la evidencia del no gobierno. Ha logrado, sin duda, la crispación de todos. Pero no logró, como pensaba, la subasta total de la conciencia ciudadana. Aunque algunos sean cómplices y otros se hayan rendido, Venezuela no podrá estar nunca como oferta en pública almoneda. El Estado de derecho, de tanto aporreamiento, ha quedado convertido en un Estado de revés. Cuando Chávez consideró, llevado por su obsesión de conflicto, que cualquier problema era un asunto de alto voltaje, terminó por fundir todos los posibles vericuetos de salida del régimen. Así, la crisis, ahora con el tándem Maduro-Cabello, ha cobrado dimensiones de confrontación existencial entre una visión corrupta y degradada de la conducción del Estado, que se esconde en la grandilocuencia del término “revolución” y la visión institucional, de armonía política y jurídica que exige un inmediato correctivo por el bien de todos. Ante un gobierno embarrancado, es urgente encontrar ―antes o después― los cauces que permitan la relegitimación institucional. Según la Real Academia, que “fija, limpia y da esplendor”, urgencia es “necesidad apremiante de lo que es menester. De 2012 a 2014 ha habido avances notables en la búsqueda de una unidad nacional mucho más poderosa que la que el gobierno chavista imaginó. Una unidad más robusta que cualquier impotable egolatría, por demás anacrónica. Unidad que será necesario prolongar, si las cosas cambian de veras, en un Gobierno de Reconstrucción Nacional que dirija el tiempo de la posible y deseable transición.

                                                           IV

En el principio fue la rabia

Todo comenzó, me parece, con la rabia como motor de la historia. No fue con el slogan leninista de la violencia es la partera de la historia. Fue la rabia la que llevó al voto castigo. Fue una rabia ―extendida, ilusionada e ingenua― la que premió a los autores de la felonía del 4F del 92 con el poder. Así, los electores creyeron, muy bien preparados por una campaña de ciertos medios durante más de una década, que la satanizada política y los satanizados políticos tendrían su merecido. El proceso de desintegración moral y política de la sociedad venezolana, con incidencia letal en los partidos (tanto en AD como en COPEI) convirtió una crisis de gobierno en una crisis de sistema. Eso ha sido bien descrito en La rebelión de los náufragos de Mirtha Rivero.
Muchas responsabilidades del mundo económico están bien documentadas en los escritos de Juan Carlos Zapata. Además, la política clientelar durante dos décadas, los 80 y los 90, aportó (y no poco) a la anemia y desprestigio de las agrupaciones partidistas, instituciones básicas del sistema político venezolano, sobre todo desde 1958. Así, por la búsqueda de chivos expiatorios, en medio de la política espectáculo, al concluir el siglo se terminó por ungir como emperador republicano a Chávez, quien irrespetó siempre el orden constitucional. (Lo irrespetó, al menos desde el 82, con el juramento ante el samán marchito, actualizando aquella que Luis Castro Leiva llamó moralidad brumarial de la conjura; la irrespetó el 92 con la aventura golpista y con su rendición; la irrespetó el 99 con su evasión retórica a la obligación de jurar obediencia a la Constitución de 1961; y la irrespetó ad nauseam con la violación sistemática y continuada de su propia Constitución de 1999 como ha demostrado Asdrúbal Aguiar en su Historia inconstitucional de         Venezuela).
Había mucha rabia acumulada desde la caída de la moneda, a raíz del Viernes Negro (18 de febrero) de 1983. La estabilidad democrática no la daban en realidad ni los partidos ni los militares, sino la expectativa de una mejoría en condiciones materiales y culturales de vida. La crisis económica mostró que la democracia venezolana, más allá de su apariencia de solidez política, tenía por asiento un barril de pólvora de frustraciones sociales. Fue lo que plantearon, con valentía, Moisés Naim y Ramón Piñango, desde el IESA, con su trabajo Venezuela: una ilusión de armonía. La rabia estalló, caótica, seis años después, en febrero de 1989, sobre todo en Caracas y zonas aledañas. Fue el Caracazo, con su cara de tragedia y su campanada de advertencia. Y el simplismo encontró su chivo expiatorio en los políticos. La rabia pensó que sólo el estamento político era culpable de los malestares del venezolano. Faltó coraje para reconocer que ese estamento político era expresión de una sociedad no sana. Faltó coraje para decir Fuenteovejuna, Señor. Faltó coraje (también entre la mayoría de los políticos) para decir que la rabia era un mal faro y que el intento de hacer tabla rasa con la clase política solo podía beneficiar a los lobos con piel de oveja, a quienes predicaban (y predican) el anti politicismo para poder hacer su política, imponiéndola como única vía, como cercenamiento del pluralismo y la tolerancia, como escayolamiento indeseable del imaginario y de la conciencia colectiva. Así se llegó a la exaltación bondadosa de los alzados el 92 y a su respaldo mágico electoral el 98. Los resultados están a la vista. No se corrigió lo malo, se arrasó con lo bueno y se incineró lo que quedaba de una sociedad política que, en el caso venezolano, había sido la lenta incubadora de una (todavía hoy) poco vertebrada sociedad civil. A pesar de todo, en la actualidad, me parece, la sociedad civil es más multiforme y dinámica que una no renovada sociedad política. Pero, no nos engañemos: su espontaneidad no es garantía de eficacia en el marco de una confrontación; y su necesaria organización y proyección eficaz ha resultado y resultará difícil en un horizonte donde predominan el individualismo y el primadonnismo, elementos antagónicos de toda presencia seria en los espacios públicos. Y el ejemplo de organización y eficacia lo han dado los jóvenes universitarios —que no tenían uso de razón cuando Chávez llegó al poder— cuando como Generación Libre o Generación de la Libertad, como coordinada presencia de las Federaciones de Centros Universitarios de todas las Universidades públicas y privadas— desde su aparición después del Referéndum Revocatorio, hasta la derrota de Chávez 2007 y la combativa y eficaz presencia en las campañas de 2013 y 2014.

Voto castigo interpretado como mandato revolucionario

Una cosa piensa el burro y otra quien lo enjalma. Así reza el dicho popular. La rabia ciudadana quería sólo castigar. Pero el burro enjalmado tenía una confusa obsesión revolucionaria. Confusión que iba desde una visión semiletrada del mundo del pensamiento político y de la herencia institucional de Occidente que nos llegó, guste o no, por vía de España, la Madre Patria, hasta una variación del sentido del lenguaje y de las coordenadas de pensamiento. Revolución, por ejemplo, se interpretó como demolición. Y se procedió (y se intenta proseguir con Maduro), con entusiasmo digno de mejor causa, por parte de los elegidos por la rabia, a demoler cualquier rastro institucional de la vida republicana. Muchos, pensando con cortedad, dieron el garrote al ciego. La antigua Corte Suprema de Justicia dio la apariencia legal que necesitaba el invidente de la ciencia jurídica y administrativa en su frenesí demoledor, quien sin haber leído nunca a Shakespeare (La tempestad) pensaba que todo pasado es prólogo. Después de defenestrada con una mueca críptica la defensa de la Constitución del 61 (ponencia de Humberto J. La Roche), la vieja Corte procedió a suicidarse (Cecilia Sosa dixit). Lo demás ya se conoce. El proceso constituyente y el nuevo Tribunal Supremo. Allí, en el TSJ, sigue haciendo de las suyas la continuidad de lo rabulesco. Con más de seis “reformas” del Reglamento Interior y de Debates, según el menú de las necesidades del oficialismo, (grotesco estilo Jalisco que no tiene precedente en la historia parlamentaria de Venezuela), la unicameral Asamblea Nacional (teórica heredera del Congreso bicameral) se ha garantizado la eliminación de facto del Parlamento plural que tipifica a toda verdadera democracia y completando el camuflaje “legal” del asalto a otras instituciones. La reforma del Reglamento de la AN fue necesaria, p. e., para imponer, con la “razón” de la fuerza; la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia: aumentando el número de magistrados para manejar, según el querer del César, con mayor seguridad y menor costo, la máxima instancia judicial del país. Y, por supuesto, el control económico: la manipulación sin precedentes del Banco Central de Venezuela tiene como último objetivo el control total de la banca nacional; es decir, el monopolio de la capacidad crediticia en manos gubernamentales. Como se hizo en Cuba desde el nombramiento del Che Guevara en el Banco Nacional de ese sufrido país hermano que lleva soportando a Fidel Castro y ahora a Raúl más de medio siglo. Si faltaba algo, es perceptible el intento de lograr la definitiva sumisión a los criterios demolicionistas revolucionarios de lo que aún quede de institucional en el seno de las Fuerzas Armadas. La meta parece ser, pues, que sólo quede en Venezuela el polvo del Estado, sus cenizas.
El último Congreso de la República (el elegido en 1998, el que presenció la entrega del poder de Rafael Caldera a Hugo Chávez, el que no reaccionó frente al salvoconducto que daba la Corte que moría para brincarse con garrocha el artículo 250 de la Constitución del 61, el que no dijo nada ante el no juramento de Chávez a esa misma Constitución, en 1999) fue, evidentemente, incapaz de hacer respetar la Constitución de 1961, que había jurado cumplir y hacer cumplir. Junto con ese mini Congreso (mini en duración y en estatura histórica) murió la que, hasta el presente, ha sido la Constitución de más larga vida de nuestra accidentada vida republicana, y que, a pesar de sus defectos, resultó un texto sabio, producto de un verdadero consenso nacional después del derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez.

“Revolución” como emergencia trágica del Lumpenmilitariat

Todo en el inicio, después de la rabia y los cálculos, eran sonrisas y zalamerías con el poder que se estrenaba. La Realpolitik, para algunos, exigía olvidarse de principios y moralismos; pensando que el gobierno de Chávez era uno más, el cual, sin duda, se hipnotizaría con una sonrisa vagamente prometedora; como había pasado con no pocos de los políticos emblemáticos de los gobiernos anteriores. Y sonrieron, pero fue la suya como la sonrisa de los tontos de pueblo, llamando la atención a cualquiera que pase a su lado. Pensaron que el tonto era el ungido y el ungido los hizo quedar como tontos.
En la demencia de la coyuntura se intentó algo que, en puridad, no tiene precedente: invertir las relaciones del mundo civil y del mundo militar en la administración del Estado. Juan Vicente Gómez gobernó con lo más granado de la intelectualidad civil positivista, a cuyos integrantes encargó, dentro de su terrible mandato, poner las bases mínimas del Estado moderno. Sobre la “paz” gomera y sobre esas bases acometió después, exitosamente, Eleazar López Contreras el inicio de la modernización del Estado venezolano, iniciando un posgomecismo que, en mi visión, se extiende hasta 1958. Pero Gómez, y también, después de él, López y Medina, mantuvieron a los militares fuera de la gestión política. Pérez Jiménez, por su parte, aunque fue producto de un golpe de Estado en el cual de manera formal y explícita, por primera vez en la historia inconstitucional de
Venezuela, la Fuerza Armada, como institución, asumieron la responsabilidad de la conducción de la República, no usó la administración pública como botín prioritariamente reservado al estamento castrense. En el chavismo y el poschavismo, el panorama es distinto. Más allá de las migajas burocráticas dadas a ciertos civiles del MBR, primero, y del PSUV, después, hoy acontece lo contrario. Se contempla cómo la alta burocracia estatal está plagada como nunca de militares (la elección de Gobernadores y el primer gabinete de Maduro es un ejemplo), como si, a los ojos de quienes gobiernan, la condición castrense facultara, por sí misma, para cualquier desempeño en cualquier campo de la vida nacional.
Los altos militares del chavismo no parecen adornados ni de competencia ni de honestidad. Los resultados están a la vista. Y son tan desastrosos porque se ha buscado, para este militarismo sui generis y a todas luces anacrónico, a aquel que, con toda precisión analógica con el Lumpenproletariat de Marx, puede ser llamado Lumpenmilitariat. Quizá por ello la institución más afectada en la perseverante demolición institucional que el  gobierno de Chávez realizó sea, en la actualidad, la institución militar. El chavismo, en efecto, ha resultado ser la expresión de una perversa alianza de tres escorias con empatías recíprocas: el Lumpenmilitariat, el Lumpenproletariat y la Lumpenintelligentsia.
En el poschavismo aflora un grave problema, el Lumpenmilitariat no tiene otro compromiso que con su propio bienestar y acomodo. No existe en él, en realidad, lealtad a lo que antaño los caudillos y sus cuarteleros llamaron la Causa; es decir, lo que ahora, por vergüenza semántica, algunos de los que tuvieron formación marxista auténtica califican como el Proceso. Bambalinas de zarzuela. En el fondo, el culto a la revolución no es más que un forzado y tanático culto a Chávez y queda como una alcabala, desagradable pero necesaria, para obtener honores, distinciones y recompensas. No me parece exagerar si digo que, de los responsables de la actual crisis política nacional, el Lumpenmilitariat es más responsable que cualquier otro sector humano de la abrumadora invasión de fealdad y miseria, material y moral, que se abate sobre la sociedad venezolana, particularmente en los grandes núcleos urbanos como Caracas. El afán de lograr un Estado forajido requiere una sociedad que se parezca a él.

                                                             V
La política como guerra. Esa es la constante de los libros y artículos de Alberto Garrido (q.e.p.d) sobre Chávez y el chavismo. A veces luce casi como un determinismo. Pero algo tiene de realidad. La concepción palurda de que la política es guerra, resultó la propia del primitivismo rural de la Venezuela campesina. No era, no, una especie de concepción von Clausewitz al revés. Nadie de nuestro escasamente alfabeto universo de caudillos enanos (los cuales figuran en la historia como dotados habitualmente con una crueldad y cerrazón mental directamente proporcional a su enanismo), nadie, repito, manifestó jamás un conocimiento, siquiera epidérmico, de las teorizaciones del prusiano sobre la guerra. Tal fue, sí, en el pasado venezolano, el reduccionismo enfermo de la política a la fuerza, en un país devastado por el incendio bélico (nunca totalmente extinguido) de 1810 a 1903. Fue el drama sin grandeza de nuestro siglo XIX postindependentista, a partir de la “bolivariana” Revolución de las Reformas contra José María Vargas ―el albacea testamentario del Libertador, el rector de la Universidad de Caracas, la “casa que vence las sombras”― en 1835; hasta el inicio del siglo XX, con la Liberal Restauradora, que trajo la hegemonía de los mandamases andinos. Chávez, influenciado inicialmente por un singular personaje sureño llamado Norberto Ceresole (q.e.p.d.) y guiado, luego, por ese supuesto Corán revolucionario llamado El oráculo del guerrero(hasta que Boris Izaguirre dijo, con propiedad, que era un texto paradigmático de la literatura homosexual), no procuró la incorporación de ninguna región preterida (la recentralización chavista resulta un intento de acabar con lo que de federal tenía el sistema venezolano), ni tampoco de aquellos sobre los cuales teorizó Franz Fanon, Les damnés de la terre, los condenados de la tierra. Bajo el slogan de la unión del ejército y el pueblo se escondió y se esconde, en cruda realidad, la neutralización de las fuerzas armadas, dándoles, para su entretenimiento y desnaturalización, las baratijas de las más disímiles tareas no castrenses y los guisos derivados de la mayor bonanza fiscal de Venezuela desde la aparición del petróleo. En Chávez y el chavismo se presentó, pues, según la percepción dejada por Garrido, la identidad entre la política y la guerra. Se le intenta dar continuidad en post-chavismo de Maduro-Cabello. Ello, evidentemente, no resulta un dato positivo.
¿Cuál fue, históricamente hablando, el producto de la identidad entre guerra y política? Sus tristes resultados no son un secreto. Entre otros desaguisados, merecen mencionarse la anemia institucional de la República y el agotamiento (casi al límite) de un civilismo carente de las fuertes raíces de una extendida conciencia de ciudadanía. Anemia y agotamiento, éstos, que permitieron aquél unión, paz y trabajo de la Causa: la unión (en los grillos), la paz (de los sepulcros), y el trabajo (en las carreteras) en el largo absolutismo tiránico de Gómez. El tiempo gomero (además de otras endemias y horrores) supuso 27 años de alergia provocada a la política de ideas. Alergia provocada, desde un poder omnímodo y excluyente: gobierno personalista y de fuerza que sólo entendía a sus adversarios como “los malos hijos de la Patria”; y, en consecuencia, no podía concebir para ellos otra situación que su silencio, generado por el destierro, la prisión o la muerte. Algo semejante pretendió Chávez y pretenden sus devaluados herederos políticos. La crisis política actual tiene, sin duda, a pesar de los rasgos que la tipifican, mucho de un salto atrás concebido como brinco al futuro. De saltos conocidos está llena la historia trágica contemporánea. Cabrera Infante, refiriéndose a Fidel Castro, escribió en una ocasión: “Por obra de una extraña cabriola hegeliana dio un salto hacia adelante y cayó hacia atrás”.
Chávez, factor principal de esta crisis apocalíptica de Venezuela, manifestó sentimientos filiales hacia Fidel, repetidos hasta la nausea por Maduro. Lo que tenemos de Cuba está en lo que vemos. Y más aún en lo que no vemos. Lo que tenemos aquí en Venezuela de China no es la transformación del Pequeño Timonel y sus seguidores, sino los fracasos proclamados como éxitos por el Mao prepotente y sectario del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural.

Los partidos formados desde el poder

Hay partidos formados para alcanzar el poder y partidos formados desde el poder. Los partidos formados para alcanzar el poder intentan hacer Estados ideológicos. Los partidos formados desde el poder son reflejo necesario de la gestión gubernamental que los gesta y mantiene. Los partidos formados desde el poder duran mientras dura el poder.
Acción Democrática y Copei fueron partidos para alcanzar el poder y, desde él, aspirar a realizar un programa. Fueron expresiones ideológicas de la socialdemocracia y la democracia cristiana. Su decadencia vino como consecuencia del clientelismo y la corrupción: la ilusión popular en sus banderas justas se marchitó con la incoherencia de quienes se decían sus representantes. El caso del PSUV es distinto. No es un partido formado para alcanzar el poder, sino formado desde el poder mismo, para aspirar a perpetuarse en él. El origen no es una juventud con formación ideológica, como fueron las surgidas de la FEV y la UNE. El origen remoto del PSUV es la logia militar golpista del 4F. Así el MBR está en la base de las evoluciones posteriores, que siempre supusieron la transformación del Ejército en Partido. Luego vinieron, por consejo, modelo y matriz cubana, la ilusión de dotar de una organización de masas a lo que, diciéndose “revolución”, era un revoltijo de apetencias personales y radicalismos de bambalinas, sin ninguna urdimbre política seria. En Cuba la sustitución del viejo PSP (el comunismo histórico de esa isla) por el PCC de factura castrista (excluyendo al núcleo duro pro-soviético: la llamada Microfracción de Escalante) pasó por el intento de las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas) y por el PURS (Partido Único de la Revolución Socialista). El PCC fue hecho a la medida de Fidel. En Venezuela el intento de unificación encontró fuertes resistencias hasta en el PCV. Pero el PSUV fue hecho a la medida de Chávez. La muerte de Chávez ha supuesto un rápido proceso de desintegración. El fenómeno no es nuevo en Venezuela. Indica que están perdiendo el poder y que el PSUV desaparecerá cuando las mieles hegemónicas del ejercicio arbitrario del control del Estado desaparezca.
¿Precedentes? Está el caso de las Cívicas Bolivarianas de López Contreras y del llamado PPG (Partido de los Partidarios del Gobierno). También está el caso del PDV (Partido Democrático Venezolano) medinista. Este último tuvo, según Ramón J, Velásquez, la mayor concentración de intelectuales y artistas que haya tenido partido alguno en la historia de Venezuela. Y después del 18 de octubre de 1945 desapareció sin dejar rastro. Los partidos hechos desde el poder se volatilizan cuando el poder ya no es hegemónico o pasa a otras manos. Por eso la resistencia organizada desde el gobierno a que se conozca la verdad sobre la votación del 14 de abril de 2013. Pero esa verdad se conoce. Y lo que está enterrado por la votación popular es el tinglado que garantizaba prebendas y granjerías. El PSUV no es una excepción. Como todos los partidos hechos desde el poder y para el poder está agonizando. Y la logia militar golpista original del 4F ya no tiene recambio histórico.



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