domingo, 31 de agosto de 2014

DOS PAÍSES

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TULIO HERNANDEZ

No somos los primeros. Ni seremos los últimos. Otros lo han vivido igual. Los cubanos exiliados en masa por el comunismo. Los españoles por la Guerra civil. Argentinos, chilenos y uruguayos por las dictaduras militares. Colombianos por la saga pobreza, guerrilla, paracos, narcos.
Ahora somos los venezolanos quienes nos sabemos dos grupos humanos. Uno, que vive y seguirá viviendo dentro de la geografía que lleva por nombre Venezuela. Y otro, cada vez más numeroso, que hace o hará una nueva vida nueva fuera del territorio nacional. Los que se van.Las estadísticas se hacen innecesarias  cuando el peso de la realidad te abruma. Y en Panamá –una ciudad modesta que lleva en el pecho un enclave de alucinante arquitectura a lo dowtown de Houston– la presencia de los inmigrantes venezolanos es más que notoria. Una verdadera invasión, dicen algunos. Mucho más evidente, quizás por el tamaño de la ciudad y el país, que en Miami o Madrid. Dos de los otros destinos favoritos.
En una semana de visita tuve la oportunidad de conversar con muchos. Escuché relatos trágicos explicando la huida. Sencillos: “Pasé dos años buscado un apartamento en alquiler. Nunca lo conseguí al precio que podía pagar. Aquí, en un semana”. Crueles: “A mi hijo de 4 años una bestia le puso una pistola en la cabeza para quitarle un Nintendo”. Cinematográficos: “Una joven de 16 años estuvo secuestrada dos meses. Su padre, un millonario, contrató un escuadrón israelí para rescatarla y se encontró con que el jefe de la banda era un general chavista activo. Ahora viven aquí”. Duros: “Tuve que atropellar a una mujer que se me atravesó en la madrugada apuntándome desde una moto y como en la Venezuela chavista no hay seguridad jurídica, me di a la fuga. Compré un pasaje y aquí estoy. Mis hijos salen a la calle sin miedo”
Los emigrantes venezolanos que conocí efectivamente están comenzando una nueva vida. Tienen formación, capacidad de trabajo y, algunos, capitales. Me encontré con músicos de excelencia, producto del Sistema de Orquestas, dando clases en colegios prestigiosos. Posgraduados de las becas Ayacucho, expulsados por el sectarismo rojo luego de años de servicio al Estado venezolano, convertidos ahora en prósperos empresarios. Jóvenes profesionales comenzando una carrera que en Venezuela no pudieron concretar. Comerciantes exitosos desarrollando con entusiasmo una segunda oportunidad.
Sus sentimientos hacia Venezuela varían. Hay quienes la “nostalgian”, para usar el verbo de mi vecino de página. Otros aguardan pacientemente que se vayan, o que caigan, los rojos y cese la violencia, para entonces regresar. Pero me impresionaron notablemente, me perturbaron sería la palabra correcta, aquellos que -como los amantes engañados- odian al país con saña. “Perdóname, pero quisiera olvidar que nací allí, hacerme colombiano o panameño, borrar a Venezuela para siempre de mi corazón”, me dijo alguien que apenas roza los 40 años de vida pero debe tener unos 500 de desilusión.
Toda migración masiva genera conflictos. En unos casos, desprecios. “Sudacas” llamaban en España a los trabajadores suramericanos emigrantes. “Euracas” llaman ahora en Ecuador, a los españoles que por montones están haciendo el viaje inverso. Y, aunque no tienen un mote particular, o por lo menos no lo conocí, en Panamá se cuece a fuego lento una explícita antipatía, en algunos casos muy bien ganada, hacia lo que los nacionales consideran arrogancia, petulancia y malas maneras de la migración venezolana.
Digo “en algunos casos bien ganada” porque, aunque ninguno de los venezolanos que traté responde a ese perfil, y agradecen a Panamá y a los panameños su hospitalidad, existe un cierto tipo de venezolano déspota, clase media acomodada –de los de antes o de los nuevos, los boliburgueses–, una estirpe de nuevos ricos “echones”, que compensó sus carencias humanas con ropa y accesorios de marca, y el tamaño del falo con el de las camionetas 4X4. Si en Venezuela ya son insoportables, hay que imaginar cuán odiosos deben resultar de migrantes en otro lugar.  

En eso, también, somos dos países.

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