Paulina Gamus
En diciembre de 1998, pocos días después del primer triunfo electoral de Hugo Chávez, viajé con mi familia a Miami. Los amigos cubanos con los que siempre nos reuníamos para cenar y divertirnos estaban extrañamente parcos y hasta sombríos. Por fin uno de ellos habló: “a ustedes les va a pasar con Chávez lo mismo que a nosotros con Fidel”. Mi reacción fue casi de rabia: eso jamás sucedería en Venezuela, teníamos una tradición democrática de cuarenta años. Por otra parte, era imposible que en esta época un presidente de Latinoamérica aplicara el paredón y las distintas formas de represión que provocaron el exilio cubano. Tampoco existía la URSS para ser tutora de un régimen comunista como el de Castro. Cuando volvimos a reunirnos, en enero de 2003, en Venezuela se daba una de las acciones más ridículas y de más alto costo para la continuidad democrática: el paro cívico-petrolero que comenzó en diciembre de 2002. La comunidad cubana de Miami organizó una marcha de solidaridad con la Venezuela democrática, la que se suponía estaba padeciendo hambre y un sinfín de dificultades por el fulano Paro. Esa noche las televisoras latinas reportaban noticias del suceso y sentí que se me caía la cara de vergüenza cuando apareció en pantalla un gentío aposentado en una de las principales arterias viales de Caracas, la autopista Francisco Fajardo, y unas jóvenes con llamativos atuendos deportivos practicando bailoterapia.
Cada vez que oigo decir -y ocurre con frecuencia- que la única manera de salir de Maduro y su pandilla es un paro nacional, recuerdo aquella ficción de diciembre 2002 a febrero 2003, cuando los residentes del este de Caracas y de otras zonas de clase media y alta, iban al oeste de la ciudad para proveerse de gasolina y alimentos. Era pues un semi paro o un paro a medias que dio lugar a un verdadero genocidio laboral: más de 20.000 gerentes, técnicos y empleados petroleros calificados, fueron arrojados de sus puestos de trabajo y de sus viviendas. Sin indemnización, sin la liquidación de sus ahorros y sin seguro médico. No sé si alguien habrá contabilizado los suicidios y la aparición de enfermedades cardíacas, de cáncer y de otras dolencias causadas por la desesperación. Quienes lograron sobreponerse a la catástrofe, hoy son expertos petroleros del mejor nivel en Canadá, Rusia, países del golfo pérsico, Noruega, México y Colombia entre otros. Esta última, unida a nosotros por la vecindad, la historia y la convivencia, ha sido la más beneficiada al acoger a los expulsados de Petróleos de Venezuela (Pdvsa). No hubo entonces un paredón de fusilamiento como en Cuba, pero el crimen cometido contra más de 20.000 familias venezolanas fue en muchos casos bastante cercano.
Chávez viajaba a Cuba cada vez con mayor frecuencia. Comenzaron a aparecer banderas cubanas que ondeaban en plan mellizal con las venezolanas. Los afiches con el rostro del dictador cubano y del Che Guevara se fueron haciendo decoración obligada en oficinas públicas y en grafitis. Apareció el socialismo del Siglo XXI y con él llegaron las expropiaciones y confiscación de fincas en plena producción y la nacionalización de empresas de servicios. El mismo Chávez se dedicó, con el grito “¡exprópiese!” a despojar de sus bienes a centenares de pequeños comerciantes. Ya había razones para creer que nos estábamos acercando al modelo cubano, pero aún podíamos recibir dólares viajeros -aunque cada vez fuesen menos- y era posible viajar a donde uno quisiera y por el tiempo deseado. Los alimentos y medicinas se adquirían sin problemas, los centros comerciales bullían de compradores reales y de vitrina. Además, a diferencia de lo que sucedía en Cuba, la oposición logró un triunfo electoral en diciembre de 2007, nada menos que derrotar a Chávez en su propósito de reformar la Constitución. Aquello fue, como se dice en criollo, alegría de tísico porque meses después Chávez implantó la reforma mediante un atajo inconstitucional.
Ya enfermo -mejor dicho- moribundo, el teniente coronel quiso asegurar la continuidad de su obra postulándose para su tercera reelección en octubre de 2012. Habría que esperar casi dos años para enterarnos por boca de su eterno ministro de Planificación, Jorge Giordani, que los miles de millones invertidos en esa campaña fueron uno de los empujones que faltaban para la ruina del país. El definitivo correspondió a Nicolás Maduro cuando en noviembre de 2013 ordenó el saqueo de las tiendas de electrodomésticos y luego el vaciamiento de los negocios de toda índole. Logró que su partido ganara la mayoría de las alcaldías en las elecciones de ese diciembre, pero Venezuela no volvería a ser la misma, era tierra arrasada.
Hoy la gente se pelea en las colas de los supermercados y bodegas por un kilo de leche en polvo. La Guardia Nacional debe usar gases lacrimógenos para disuadir a compradores furiosos dispuestos a saquear un megamercado. Twitter se ha convertido en el vehículo para buscar medicinas que han desaparecido. Uno de los cantautores más queridos de Venezuela no pudo contener el llanto en una entrevista televisiva en la cadena CNN, porque tiene cáncer y no consigue los medicamentos indicados. Se han contabilizado cerca de mil amputaciones de miembros fracturados por no haber recursos para las intervenciones quirúrgicas. En un avión de una línea aérea venezolana, las azafatas ofrecen vasos de cartón a los pasajeros para que orinen porque los baños están fuera de servicio. La gente sigue volando en esa y en otras desastrosas empresas nacionales porque las líneas aéreas internacionales han suspendido o reducido al máximo sus vuelos al país. El gobierno les debe más de 4.000 millones de dólares y no manifiesta interés en pagarles porque “quienes viajan son los ricos”. Es cierto, los muy ricos viajan en sus aviones privados y la nomenclatura en los oficiales, pero los no tan ricos y la clase media están presos en el país. Por el mismo camino de morosidad van las deudas con proveedores de alimentos, medicinas, repuestos para automóviles y toda clase de insumos. La respuesta del gobierno de Maduro ante este caos son amenazas y represión. Ese fue el ucase de Fidel Castro desde La Habana a donde Maduro acudió hace algunos días para recibir órdenes.
Me costó, pero al fin entendí lo que más me indignaba del vaticinio de los amigos cubanos exiliados en Miami: inspirar lástima. Es algo humillante, pero a eso nos ha conducido la revolución chavista, bolivariana y socialista del Siglo XXI, a la inopia del Siglo XIX.
Paulina Gamus es abogada y analista política venezolana
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