Héctor Schamis
Se trata de Citgo, empresa gasolinera. Es propietaria de seis mil estaciones de servicio y tres refinerías —en Illinois, Texas y Luisiana— y da empleo a cuatro mil personas. Las refinerías son de alta tecnología, de las pocas con capacidad para procesar crudos pesados. Es una empresa importante, parte del paisaje carretero de toda la costa Este del país. Ello incluye el legendario Fenway Park, hogar de los Red Sox de Boston, donde no hay home run que no esté ligado a Citgo, allí desde 1965 gracias a un gigantesco aviso publicitario detrás de las gradas. Esa presencia le ha permitido a la gasolinera ingresar en el propio corazón de los fanáticos bostonianos, tanto que han llegado a protestar cada vez que se intentó remover el cartel del lugar.
Una de esas ocasiones fue en 2006, luego que Hugo Chávez se refiriera a George W. Bush como “el diablo”. Es que el dueño de Citgo es PDVSA, la compañía estatal de petróleos venezolanos, y en aquella ocasión un concejal municipal propuso reparar el orgullo de su presidente reemplazando el anuncio por la bandera de Estados Unidos. Los fanáticos estuvieron del lado de su memoria deportiva —es decir, del lado de Citgo— y allí sigue hoy, sin bandera alguna.
Venezuela está hoy a punto de perder tan extraordinario recurso comercial, y no por culpa de Boston sino porque Citgo está en venta. No es la primera vez que el tema aparece en la agenda. De hecho, la empresa ya había vendido dos refinerías y tres oleoductos en el pasado. Chávez mismo solía quejarse de Citgo con frecuencia e indicaba que se la sacaría de encima. Ahora, sin embargo, es más que retórica. La crisis de las finanzas públicas ha llegado a niveles sin precedentes, y el gobierno parece haber formalizado un acuerdo con el banco de inversión Lazard para que se haga cargo de las negociaciones de venta de la totalidad de la firma.
La racionalidad de esta decisión no sería inconsistente con tantos otros errores de política económica acumulados durante quince años, pero este caso supera todo lo anterior. Cuesta pensar que un país petrolero renuncie voluntariamente a la ventaja comparativa otorgada por la integración vertical de su activo. Citgo convirtió a Venezuela en un productor y exportador que también controla autónomamente el proceso de refinamiento, distribución y venta en el mercado más importante del planeta. ¿Por qué regalarles a sus competidores los tanques de gasolina de millones de automóviles estadounidenses?
¿Y por qué además introducir incertidumbre futura en el proceso de refinamiento, dado el limitado número de plantas capaces de tratar crudos pesados como el venezolano? Nadie puede asegurar que esas plantas, con otros dueños, no prefieran procesar un crudo más liviano en el futuro, por ejemplo mexicano o canadiense. El gobierno de Maduro no solo desconoce la importancia de la demanda —en el petróleo y en cualquier negocio—, sino que también crea problemas del lado de la oferta.
La privatización de Citgo tampoco tiene sentido desde el punto de vista estratégico, como política exterior. Si es verdad que Estados Unidos es una potencia hostil, el imperio que conspira y fomenta la desestabilización del gobierno revolucionario, ¿no sería esa razón más que importante para conservar herramientas de poder en propio suelo estadounidense? ¿Por qué renunciar también a sentarse a la mesa grande de la discusión sobre la política energética estadounidense y, por añadidura, del resto del hemisferio? De México a Noruega y el golfo Pérsico, y sin olvidarnos de Rusia, es difícil imaginar a otro país petrolero tomando decisiones para reducir su capacidad estructural de negociación frente a Estados Unidos.
Para algunos la “racionalidad” de esta venta, entonces, tendría que ver con las urgencias de financiamiento de corto plazo —la dramática crisis fiscal— y la rapacidad del chavismo, es decir, su innata propensión a las prácticas corruptas en lo que será un negocio millonario para todos los involucrados. Otros, a su vez, han señalado la necesidad de eliminar activos que podrían ser embargables en caso de sentencias adversas por las demandas de Exxon Mobil y ConocoPhillips contra PDVSA.
El caso en cuestión es otro ejemplo que ilustra, una vez más, que los hechos no importan y la realidad no existe, que todo es reducible al relato, a una narrativa esotérica que viola cualquier posibilidad de objetividad. Los bolivarianos pontifican sobre la economía estatal, pero destruyen el estado. Son víctimas de las conspiraciones del imperio, pero renuncian a conservar poder en el propio territorio del mismo. Son humildes socialistas, pero poseen cuentas en bancos internacionales con una inimaginable cantidad de ceros en sus saldos.
Así las cosas, la supuesta revolución hace un círculo completo, constituyéndose ahora en privatizador, como aquellos neoliberales que siempre critica, solo que lo hace de manera más incomprensible. Pinochet, por ejemplo, el híper privatizador, conservó el recurso estratégico del cobre —que había sido nacionalizado por Allende— en manos del estado.
El chavismo, que ha expropiado hasta el suministro de arroz y frijoles, ahora se encamina a privatizar el activo estratégico más importante del país. Finalmente, se entiende porque hablan de socialismo del siglo XXI. El socialismo del siglo XX lo hacía exactamente el revés.
Twitter: @hectorschamis
No hay comentarios:
Publicar un comentario