miércoles, 20 de agosto de 2014

LA PRIMERA PIEDRA

CARLOS RAUL HERNANDEZ
Odiar la política y los políticos es un rasgo común de las clases medias ilustradas tal vez en todos los países democráticos. Según estudios realizados en varios lugares y momentos, el fenómeno tiene diversas razones. Los políticos cometen los mismos errores que las demás personas: dolo, violencia, inmoralidad, abuso, ostentación, sólo que son públicos, se conocen a través de los medios de comunicación. Personas standard, normalmente pecadoras, que golpean a su cónyuge o a sus hijos, o los maltratan; el mecánico que cobra repuestos que no cambió, el estudiante que se copia o el profesor que no estudia, se convierte en jueces implacables, de moral inflexible, representantes del imperativo categórico. Todo el mundo padece de envidia, miente, comete mezquindades, yerra, hace cosas sórdidas, pero demasiados dan lecciones de ética aunque sus vidas privadas no respaldan esa prédica. 
Un estudio hecho en los 80 en EEUU hablaba del microautoritarismo doméstico para explicar una parte del problema. El padre, semidiós de la estructura familiar, autoridad máxima, depósito de la sabiduría y el poder para su núcleo, se siente competido cuando otro personaje aparece en el medio mítico, la televisión, que lo opaca en su pequeño dominio, y por eso se siente obligado a descalificarlo: “ese es un imbécil, un ladrón”. Así resuelve el reto. El odio a la política ha sido causa de las dictaduras. Caudillos de hierro que azotan a los activistas democráticos por su “corrupción”, “incompetencia”, “engaño”, como el Flautista de Hamelin ponen tras de sí elites cultas, que consideran a los políticos ignorantes, adocenados y mediocres. Después viene lo que sabemos.
La autocracia purificadora 
Uno de los ejemplos más claros es lo ocurrido en Alemania a principios del siglo XX. Las apetencias imperiales del militarismo prusiano desataron la Primera Guerra, de la que el asesinato del Archiduque de Sarajevo fue apenas la guinda. Para burla de la parafernalia castrense germánica, de los grandes filósofos que hablaba de los “pueblos fuertes” que se curtían en los campos de batalla, frente a los adocenados por el comercio y el confort, el ejército alemán mordió el polvo. Se desploma el imperio y los partidos democráticos salen a dar la cara que no se atrevieron los pomposos mariscales. Surge entonces la débil República de Weimar. A partir de ese momento, misteriosamente una inmensa e interesada catarata de injurias hizo creer que los culpables de la derrota eran “los traidores de Weimar, que habían dado la puñalada por la espalda a Alemania”.
Y sobre eso creció Hitler. No hay proclama de golpistas latinoamericanos que no hable de esos temas. Isaiah Berlin dijo, con su serenidad de entomólogo para estudiar la política, que bastaba que un demagogo fuerte, decidido, sin miedo y capaz se pusiera de frente, para que las elites y la democracia se arrodillaran. Lenin, Hitler, Mussolini, Pinochet, Castro, son los redentores que nos libran de los males de la democracia con puño de hierro. Viene entonces El corazón de las tinieblas, título de la novela de Conrad, una de las mejores metáforas de la tiranía, la opresión y el sufrimiento humano causados por el agente Kurtz, un europeo en el Congo. Los hipercríticos de la política se convierten en asesinos del sistema. En la etapa horribilis de los 90 en Venezuela, para degradar al Congreso, un gran periódico tituló que los parlamentarios gastaban miles de millones en “llamadas calientes” pagadas del presupuesto.
La lucha por la vida 
Era mentira. Un vehículo de la caravana presidencial atropelló en Zulia a un guajiro y el mismo medio lo presentó casi como si el presidente hubiera ido conduciendo. Vale la metáfora. Los partidos políticos son como perros guardianes de la democracia. Ensucian, hacen ruido, huelen mal, de vez en cuando muerden algún vecino. Un buen día por presiones aparentemente justificadas los sacrifican. Y entonces las amenazas de la calle hacen de las suyas. El agente Kurtz, (que en la película, Coppola ubica en Vietnam por licencia poética), había embelesado unas tribus en el Congo profundo donde construyó un reinado del horror y se hacía rendir honores de dios. Lo consiguen enteco, enfermo con una mirada aterradora de odio, rodeado de cabezas y cuerpos empalados, su santuario infernal. Había destruido la vida de sus seguidores, que a pesar de eso lo adoraban.
La opresión puede tener esos efectos, pero fracasa. Los hombres han dado la vida a lo largo de la historia por la libertad, la felicidad y la solidaridad. Y no se trata de mera literatura. En el mundo de hoy se han impuesto. La voluntad inflexible del hombre para vivir con dignidad ha derrotado los más tenebrosos mecanismos del horror. Yoani Sánchez es la prueba viviente que se debe vivir por el riesgo de la libertad. Es la voluntad del bien lo que hizo que el hombre saliera de las cuevas y hoy esté en el espacio sideral, por sobre la natural propensión a la maldad que tenemos en el alma. Los pensadores demostraron que los seres humanos somos una combinación compleja de instintos animales, moral y voluntad. Lo que va a ser será y no lo detiene nada. Lo que muere es porque se le acabó la fuerza para vivir y por eso la agonía es la resistencia de la vida contra la muerte. El corazón de las tinieblas no podrá contra eso. Venezuela recuperará la libertad que nunca debió perder.

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