¿Podemos con Podemos?
Nicolas Redondo Terreros
Podemos ha revolucionado el mapa político español. Pareció al principio que era un suspiro mediático, sonoro, pero breve. Sin embargo, pasadas unas semanas de las elecciones europeas, la voluble expresión de los miedos y esperanzas de la sociedad española, apoyada por una campaña mediática sin precedentes, empieza a ver el fenómeno de Podemos como una realidad de la misma naturaleza y solidez que el PSOE o el PP. A día de hoy no podemos asegurar que sea una relampagueante expresión de las consecuencias de la crisis económica, o una realidad consolidada alrededor de la cual girará en el futuro la política española. Su futuro dependerá de sus aciertos y del comportamiento de las otras realidades políticas con las que compite en el ámbito de la izquierda.
¿Serán capaces de presentar un número estimable de listas municipales? ¿Sabrán gestionar los intereses que les corresponda administrar? ¿El “efecto virginal” se extenderá hasta las elecciones generales...? Todas ellas son cuestiones que dependen de ellos mismos. Pero, ¿y el resto de las fuerzas políticas de izquierda? ¿Están obligadas a no hacer nada o a copiarles? En ambos casos se declararían perdedores antes que los ciudadanos decidieran en unas elecciones. Izquierda Unida y el Partido Socialista, en menor grado, tienen que decidir si intentan dar la batalla de las ideas, lo cuál sería bueno para ellos pero sobre todo sería beneficioso para la sociedad española, —desechando la “sal gruesa” o la descalificación personal dirigida desde otros ámbitos, que son la mejor expresión de la sustitución de la inteligencia por el miedo— o si se declaran derrotados de las mil formas que lo pueden hacer.
Son dos los mantras del nuevo partido sobre los que han construido su explosiva irrupción en la vida política española: la denuncia de “la casta política”, que les sirve para marcar su posición en contra del sistema, y unas soluciones ideológicas que tienen en la vaguedad y el conservadurismo su principal atractivo. Es muy difícil en un presente salpicado por numerosos casos de corrupción, defender a los políticos. Sin embargo, no siendo los que desearíamos —existe una larga tradición en la que el elegido no es el mejor, sino el que se pliega más fácilmente a los designios del elector—, no son peores que el resto de los sectores que forman la sociedad española. Son tan reacios a una visión general como los empresarios o los trabajadores, lo que hace imposible grandes acuerdos sociales; son tan ajenos a la solidaridad comunitaria como el resto de la sociedad, preñada de artilugios corporativos; dan la espalda a lo nuevo con el mismo ahínco que el resto. Todos los sectores actúan como si sus esperanzas y frustraciones fueran las únicas legítimas, y si reconocen otras razones, desde luego las suyas son las primeras que se deben satisfacer. En fin, vemos como el estandarte anti-político del nuevo partido es tan castizo como las verbenas y tal vez por eso mismo muy fácil de vender a una sociedad compartimentada como siempre y ahora además empobrecida económicamente. Es más, el slogan lo utilizan ellos con la misma frecuencia y la misma rabia que una parte de la derecha, que han visto desde el 78 una España desvencijada, sin rumbo ni destino, prisionera de una casta política incapaz y deshonesta por igual.
El camino de defender el sistema político, con las reformas que sean necesarias, es más complicado que declararse contrario a él, pero muestra una vocación de modernidad clara, otorgando la confianza a las instituciones y no a una u otra persona por carismática que esta sea, y que en caso de defraudarnos, nos llevaría a la frustración. El sistema ha sido utilizado para el enriquecimiento de muchos, no solo políticos, pero también se está mostrado capaz de depurar las responsabilidades. El problema en los países democráticos no se plantea por la aparición de más o menos casos de corrupción, sino por la capacidad del sistema en descubrirlos y penarlos convenientemente. Si nos conformáramos con una “justicia humana”, con sus imperfecciones, estaríamos dando nuestra confianza a un engranaje, siempre más sólido que la voluntad individual de las personas. Es seguro que la abstracción, los tiempos y las formalidades de los sistemas políticos, incompatibles con la espontaneidad y la automaticidad de la justicia “popular”, no generan ni las expectativas ni las ilusiones que provoca un líder. Pero vista desde un plano más general, es la mejor forma de ejercer la ciudadanía, ejercicio muy distinto a la búsqueda inmediata de los intereses corporativos o, sencillamente, del espíritu vindicativo que existe en el ejercicio automático y popular de la justicia. Por todo ello creo que el mantra antipolítico de los de Podemos será aplaudido, pero no dejará de ser una patraña, que enraíza en nuestro más disolvente individualismo, en nuestra incapacidad para proteger y hacer eficaces los engranajes sociales.
Entre hacer lo que proponen y no hacer nada existe un amplio margen para elaborar alternativas de centro izquierda que tengan en cuenta la complejidad de los problemas de hoy en día o la interrelación entre clases y países que se necesitan más que nunca. Hoy es necesario hablar de las posibilidades de un país mediano como el nuestro, que debe hacer mejor lo que sabe hacer bien y avanzar en aquellos sectores industriales y tecnológicos que definirán el futuro del mundo; alejándonos de grandes proclamas, tan intensas como efímeras, y de propuestas de cambios económicos y sociales radicales, tan fáciles de proponer como imposibles de realizar. Podemos solo ganará si no somos capaces de confeccionar una plataforma política modernizadora para España. No pugne el PSOE en seguirles porque obtendrá un doble fracaso: será batido por el nuevo partido si le quiere copiar, porque representan mejor lo que pregonan, y además dejará de representar el estandarte de los avances y el progreso, convirtiéndose solo en “un vocablo y una figura”, que diría Quevedo.Por otro lado, su recetario ideológico, más breve que los antiguos libros rojos que ofrecían soluciones mecánicas y sencillas a problemas ya por entonces complejos, es una propuesta del pasado, fracasada en todas las ocasiones en las que se ha querido poner en marcha. Parten de una idea autárquica, que nos permitiría hacer de nuestra capa un sayo, sin consecuencias de ningún tipo para nuestra economía y nuestra sociedad; Que nos tenemos que sacrificar para pagar la deuda pública, ¡pues no la pagamos!; Que el presupuesto sólo da para tener un Estado de Bienestar de un país mediano, ¡pues aumentamos el presupuesto!, ¿Cómo?, supongo que endeudando a un Estado que ha anunciado previamente su decisión de no hacer frente a las deudas contraídas… ¿Cómo pasan del reino ilimitado de las palabras a una realidad con márgenes insoslayables? El reciente pasado y experiencias actuales en países mas o menos exóticos ha mostrado que el ejercicio empresarial del Estado es sinónimo de fracaso social y corrupción generalizada si se extiende a ámbitos que no sean los claramente estratégicos y los propios del Estado de Bienestar, y aún esta actividad debe estar siempre condicionada a una evidencia que se olvida fácilmente: el objeto del Estado de bienestar son los ciudadanos, no quienes prestan el servicio, que tienen los derechos inalienables de todos los trabajadores, pero no son la justificación última de éste. Realidad esta que pone en entredicho todo el afán estatista, controlador y asambleario de Podemos.
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