lunes, 3 de noviembre de 2014

El Estado secuestrado


ANTONIO NAVALON

El pacto siniestro entre corrupción política y crimen organizado es mortal para cualquier país. México ha tocado fondo. No es habitual que un presidente se reúna, durante cinco horas, con los familiares de los muertos y los desaparecidos de una pequeña población, a tres horas de la capital federal, llamada Iguala.
Tampoco es habitual que todo el Gobierno esté pendiente de encontrar a los 43 estudiantes de la Escuela Normal Ayotzinapa desaparecidos la noche del 26 de septiembre. Este desafío al Estado ha puesto el foco de la atención mundial sobre lo que sucede en el país de las reformas, es decir, en el país de Enrique Peña Nieto.
Como ocurre en Italia, los llamados “poderes fuertes”, aquellos que gobiernan desde lo oscuro, consiguen imponerse en forma de logia masónica y de pacto entre los criminales de la Cosa Nostra y los otros que nos representan en las urnas para terminar con la leyenda de que los malos son más fuertes que cualquier Estado. En Iguala, los malos eran también del Estado.
En México, la corrupción y el tráfico de drogas son endémicos. Además, una determinada clase política mantiene un extraño equilibrio de poder y sus ventajas frente a un pueblo que, pese a todos los defectos y carencias, ha experimentado un progreso importante en el último siglo.
Iguala, ciudad ubicada en el Estado de Guerrero, el mismo del paraíso perdido de Acapulco, pone un punto y aparte en las expectativas generadas por un Gobierno que, a través del Pacto por México, se ha impuesto la tarea de llevar a cabo los mayores cambios estructurales de los últimos 30 años.
Es innegable que la reacción, el lenguaje y el tratamiento mediático de la tragedia son nuevos, pero el problema es que, más allá de las cinco horas, del compromiso creíble contra la impunidad y de los buenos gestos y voluntades, están los hechos y estos dicen que, si bien el expresidente Felipe Calderón no inventó el crimen organizado ni su relación con el poder, sí desencadenó una guerra sangrienta contra el narco cuyas consecuencias determinan la vida política mexicana.En tan sólo un mes, el presidente Peña Nieto pasó del título de estadista del año —un galardón que recibió de manos de Henry Kissinger— y de compartir mesa con los políticos más importantes del mundo, a estar señalado y teniendo que asumir —en persona— el mando de un Estado que, por el caso Iguala, aparece cuestionado y cuarteado.
Peña Nieto convive con miles de desaparecidos, la mayor parte durante el anterior sexenio, pero eso no le quita la responsabilidad heredada de explicar qué pasó con ellos, si están vivos o muertos, y si los mataron, quién lo hizo y, si hay responsabilidades criminales, quién pagará.
El discurso político del Gobierno se había centrado en la evidente fuerza de las reformas y en una nueva estrategia de seguridad que sacaba los crímenes, asesinatos y desapariciones del primer plano de las noticias.
Por eso, resulta curioso que, justo cuando el país va a dar un salto hacia adelante, las fuerzas del México fuerte tengan un plan tan siniestro y macabro.
Al escribir esta columna, nada se sabe aún sobre los cuerpos —con vida o sin vida— de los normalistas. Que un mes después, el Estado mexicano, dedicándose casi por entero a este caso, no dé una respuesta sensata, más allá de atribuir la responsabilidad al antiguo alcalde de Iguala, hoy prófugo junto a su mujer, y al destituido y cada vez más oscuro exgobernador de Guerrero, es insuficiente y preocupante.
Lo único que puede matar a ese buitre negro de la inseguridad que planea sobre el desarrollo mexicano es cambiar las reglas del juego y las relaciones en materia de seguridad jurídica.
En ese sentido, si Iguala sirve para que el Estado mexicano reavive, ya no sólo una cruzada, que la va a necesitar, sino una guerra por destruir las perversas relaciones entre el crimen y la clase política y el reforzamiento de la justicia, entonces Iguala volverá a los tiempos de esplendor de cuando fue la sede de la proclamación de la Constitución mexicana.
Mientras tanto, el Gobierno, empezando por su presidente, intenta entender quién le está desafiando, quién se llevó a los normalistas y, lo que es peor, si será capaz de encontrar por lo menos una explicación —si no los cuerpos—, a cómo es posible gobernar un país donde las fosas comunes no sólo contienen cadáveres de víctimas colaterales caídas en ajustes de cuentas, como decía el calderonismo, sino demandas de justicia: si es posible fiarse o no y saber quién, cómo y dónde te puede defender el Estado en un país milenario llamado México.

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