Armando Durán
No vale la pena fantasear con la imagen de Tibisay Lucena anunciando la victoria de Henrique Capriles Radonski. Ya sabemos que no fue así. Lo cierto es que Hugo Chávez fue reelegido el domingo y, por ahora, eso es todo.
Pero ¿por qué? ¿Qué ocurrió realmente? ¿Cómo fue posible que después de 14 años de pésima gestión presidencial, víctima, además, de un cáncer que desde junio de 2010 limita sus facultades de manera ostensible, Chávez derrotara a Capriles Radonski, candidato joven, lleno de energía y con una exitosa experiencia en la administración pública a sus espaldas, con una ventaja de casi 10 puntos? En fin, ¿qué pasó con la campaña de Capriles, tan admirable que le sirvió a Moisés Naím para recomendarle a Mitt Romney copiarla si quería derrotar a Barack Obama en las próximas elecciones de Estados Unidos?
En las próximas semanas trataremos de esclarecer estas y otras incógnitas. Comenzamos hoy señalando algunas posibles aproximaciones a la derrota opositora el domingo pasado.
La primera fue, por supuesto, el afán de seguir el mal ejemplo de la oposición tradicional venezolana de querer derrotar a Chávez sin llamar las cosas por su nombre; es decir, de ser oposición, pero sin hacer oposición. Todavía la noche de las elecciones Ramón Guillermo Aveledo insistía en rechazar el carácter opositor de la oposición con el rebuscado argumento de que ellos preferían ser percibidos sólo como “una alternativa”. Experiencia llamativamente inaudita en cualquier país democrático del mundo, que provocó el disparate político de no clavarle ni una banderilla a su adversario durante toda la campaña. Hacerlo, ha señalado el propio Capriles Radonski, equivalía a caer en la trampa de enfrascarse en un inútil debate ideológico con Chávez. Un error sólo comparable con el de Eduardo Fernández cuando decidió no hacerle oposición a Jaime Lusinchi en las elecciones de 1989, porque él no era el candidato.
En nuestro caso se pasa por alto que en la encarnizada promoción de su posición ideológica radica precisamente la fuerza del liderazgo carismático de Chávez, quien desde su campaña de 1998 ha orientado su mensaje político a establecer y consolidar la ancestral ligazón latinoamericana entre un caudillo paternalista y presuntamente justiciero y las inmensa mayoría de los venezolanos que, tras el fracaso de la cuarta república, buscaba desesperadamente a alguien en quien depositar de nuevo su credulidad, su confianza y, por supuesto, sus ansias de venganza social.
Ese ha sido el mensaje de Chávez desde entonces y la razón de que en Maturín pudiera advertir a sus seguidores que lo importante no es la falta de agua, la inseguridad personal o la escasez de vivienda, sino la patria. La verdad es que él y su rabioso discurso socialista son estímulos mucho más poderosos en el ánimo de los venezolanos más pobres (que siguen siendo mayoría) que las más evidentes insuficiencias administrativas de su gobierno. En otras palabras, que a ese vasto sector de la población le tienen sin cuidado los debates sobre políticas públicas, querellas típicas en los regímenes con economías capitalistas, y se dejan arrastrar, en cambio, por la comunicación casi sobrenatural que los une a su líder.
Otra lección a tener en cuenta es que los adversarios de Chávez se han negado sistemáticamente a admitir que esta elección implicara un cambio de régimen, pues ello los llevaría forzosamente a entramparse en ese debate ideológico, democracia burguesa o democracia socialista. Mucho mejor, pensaban (¿piensan?) eludir las complejidades de la “polarización”, que no es un capricho individual y perverso de alguien, sino realidad muy palpable: el enfrentamiento de dos Venezuelas, por ahora irreductible, la de los ricos y la clase media, y la de los pobres.
Planteada la “guerra” en estos términos, un simple cambio de presidentes carece de verdadero sentido político. Una revolución que lleva 14 años en el poder, y que como toda revolución ha usado su poder para diseñar a su medida su propia legalidad, usa y abusa de esa autolegitimidad revolucionaria para perpetuarse indefinidamente en el poder. Por la fuerza, como en Cuba, o por los mucho más sutiles caminos de las apariencias democráticas. No admitir esta realidad evidente conduce a situaciones fatales. Como señalaba The New York Times dos días después del referéndum revocatorio, a la oposición venezolana de entonces le faltó “eficacia y realismo” para encarar el desafío que le presentaba Chávez. La oposición actual, que en definitiva sigue siendo la de siempre, sencillamente cometió el mismo error de hace tantos años.
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