Alberto Barrera Tyszka
Nayelí me dice que está lidiando con un despecho electoral. El término es excelente. Hay algo de fracaso amoroso, de impotencia, de rockola irremediable, en la derrota del domingo. Y, como suele ocurrir en esos trances, nunca es fácil relacionarse con el dolor. Lo más tentador es obviarlo, no verlo.
Decir que es mentira, que en verdad no está ahí, que sólo es una trampa. Por eso las teorías conspirativas son tan seductoras: nada más refrescante que comenzar a creer que detrás de cada número en contra se esconde un fraude. Es una forma de pensar que los demás sólo son un espejismo.
Otra tentación es el estallido.
Salir corriendo a la plaza Altamira, casi en un berrinche infantil, y dar saltos y berrear ante el mundo, creyendo que la histeria puede ser una forma de organización social. También se puede resistir el dolor a la defensiva, invocando la deshonestidad, señalando la maquinaria oficial, sus motorizados y sus autobuses, sus bolsas llenas de dinero, para acarrear votantes en las últimas horas del domingo. Se puede, obviamente, recordar el ventajismo, la absoluta parcialidad del CNE, durante toda la campaña, a favor del candidato oficial… Se puede hacer un gran museo de denuncias y matices, pero tampoco servirá de mucho. Las miserias de la victoria no curan el dolor de la derrota.
Otra posibilidad es convertir la palabra zamuro en verbo.
En estos días, se multiplican los expertos en fracasos. Aparecen en la televisión con cara de “yo lo dije”. Escriben en la prensa con el tono de quien ve cumplirse sus antiguas profecías. Son especialistas en autopsias electorales. Se sacan de la manga frases insólitas, análisis, sentencias predecibles. Para ellos, el dolor es un gozo.
Obviamente, todo hay que evaluarlo. Es necesario ubicar los errores, tratar de entender qué y cómo pasó, sistematizar todos los aprendizajes.
Pero pienso que el punto de partida propuesto por Henrique Capriles es muy saludable: perdimos. Más allá de todo, perdimos. Y la única manera de salir del dolor es asumiéndolo, digiriéndolo, negociando con él. En la rueda de prensa, el ex candidato habló honestamente, con absoluta autenticidad. Reforzó un carisma que ya está instalado en el país. Por primera vez, el discurso de la oposición tiene un más allá de la jornada electoral. Para todos aquellos que votaron por Chávez, la propuesta de Capriles ahora comienza a ser una advertencia, una memoria viva desde donde miran la acción del Gobierno. La sospecha ante las mentiras oficiales ya forma parte del imaginario de todos los venezolanos.
No en balde, en su primera alocución como presidente reelecto, Chávez acusó a la oposición de haber “sobredimensionado” los problemas del país durante la campaña. Los tildó de hábiles y de tramposos. Negó, se puso a la defensiva, trató de matizar… También él se niega a ver el dolor. No lo tolera. Prefiere pensar que no existe. Para Chávez, hablar de reconciliación y de unidad sólo es un protocolo, un gesto ante las luces mediáticas, otro momento en su rutina del espectáculo. De manera inmediata, volvió a referirse a la oposición como gente de derecha, mala, egoísta, aliada con el imperialismo internacional… y todo el blablablá que ya conocemos. Le duelen tanto quienes lo adversan que necesita disfrazarlos de enemigos. Trata inútilmente de convencerse y de convencernos: Ustedes no son pueblo. Cuando celebró su triunfo, desde el balcón de Miraflores, lo expresó de manera muy precisa: “Quiero invitarlos a todas y todos, incluyendo a los sectores de la oposición, les hago un llamado una vez más, a que salgan de ese estado mental y anímico que les ha llevado, a buena parte de ellos, a desconocer todo lo bueno que hay en esta tierra venezolana”. Chávez es incapaz de aceptar la posibilidad de un otro que discierne y piensa diferente. Chávez cree que la oposición es un “estado mental”, casi una enfermedad, o peor: una desviación.
Siempre ocurre lo mismo: cada vez que gana una elección, pierde a su vez la oportunidad de ver el país tal y como es, de entender nuestra verdadera complejidad. Chávez llegó al poder con el propósito de hacer visible nuestra realidad, de sacar a flote nuestras tragedias, la desigualdad y la pobreza que acosaban y acosan a una gran parte de nuestra población. Y lo logró. Cambió el mapa simbólico, la idea de país que teníamos. Hoy tenemos una configuración y una identidad distintas. Pero, como contraparte, Chávez creó otro sistema de segregación.
Prometiendo acabar con la exclusión económica ha desarrollado una nueva exclusión política y cultural. Ahora quiere que seis millones y medio de venezolanos seamos invisibles.
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