Anibal Romero
El llamado “Socialismo del siglo XXI” es un delirio que combina al cacique Guaicaipuro con Rockefeller. Por un lado, el Presidente Chávez exige que se acelere la Ley de Comunas, y asegura que en torno al Palacio de Miraflores “ya debería haber una Comuna”. De otro lado, sin embargo, el régimen se sustenta en el más grotesco populismo, en las dadivas a los pobres acompañadas del enriquecimiento sin límites de una voraz plutocracia, conocida como “boliburguesía”.
Ni sociólogos ni politólogos somos los indicados para diagnosticar la patología de nuestra sociedad. Esta es tarea para antropólogos y siquiatras. El problema es complejo, pues deriva de una fijación, por parte del propio jefe del Estado y líder de la “revolución”, con la imagen borrosa y obsesiva de una especie de sociedad primitiva, de un retorno a lo tribal, de un mundo sencillo de recolectores viviendo en armonía con una naturaleza impoluta.
Debemos armar el rompecabezas de propuestas seriamente formuladas por Chávez a lo largo de estos años, y recordar el trueque (plátanos por cebollas, por ejemplo), los gallineros verticales, la ruta de la empanada, los conucos o bohíos, las Comunas y la limpieza del río Guaire, entre otros elementos constitutivos de la feliz y utópica Arcadia que, en medio de sus diatribas, agresiones e insultos, pareciera invadir los sueños presidenciales.
En esa idílica sociedad, sin dinero ni conflictos, las dóciles y laboriosas mujeres irían (cabe imaginarlo) a lavar las ropas de la familia en las prístinas aguas del Guaire, en tanto los rústicos pero purificados “hombres nuevos” se ocuparían de labrar los campos e intercambiar sus humildes pero nutritivos productos, todo ello por supuesto sin la intervención de los condenables egoísmos capitalistas y las nefastas influencias de la cultura imperial.
Cuando se realicen, más adelante, investigaciones acerca del extraño delirio que mueve a la sociedad venezolana estos tiempos, será indispensable analizar este aspecto, que nos lleva a los terrenos de los mitos de origen, del realismo mágico, de los instintos profundos de carácter tribal heredados de nuestros milenarios ancestros, cuando la especie humana vagaba por inmensos espacios en grupos reducidos, intentando explicarse el sentido de su orfandad cósmica.
Resulta imposible comprender a Chávez sin tomar en cuenta ese sueño arcaico, su obsesión comunal, y su incapacidad autocrítica para captar la verdad, dolorosa y corrupta, de su “revolución” boliburguesa. Todo esto pertenece a los dominios de la psicología profunda y la literatura, de lo que parece intangible pero nos dirige hacia las motivaciones fundamentales de ciertos procesos históricos.
En ese orden de ideas, debo corregirme y decir que sí existe espacio para la intervención de los teóricos políticos en el proceso de análisis de la utopía comunal.
Es patente la huella de los dislates de Rousseau en todo esto. No afirmo que el Presidente sea un experto en los vericuetos del Contrato social. No lo sé. Pero la influencia de Rousseau es muy amplia y etérea. Hasta la febril mente de Bolívar generó quimeras, a raíz de las ofuscaciones y extravíos del ginebrino. Y Chávez los repite a su manera, sin percatarse de que la utopía rousseauniana estaba concebida para una ciudad de Ginebra con seis mil habitantes.
Las Comunas del Presidente Chávez pertenecen a una muy arraigada tradición del pensamiento político; son una mezcla de anarquismo regulado con primitivismo económico. América Latina no se entiende sin tales regresiones al pasado remoto, y Chávez tampoco.
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