viernes, 12 de octubre de 2012


¿Dos Venezuelas?




       IBSEN MARTÍNEZ
EL PAÍS
En la decepcionada marejada de lamentos de muchos votantes opositores venezolanos flota la noción de que el verdadero adversario de Henrique Capriles Radonski no ha sido Hugo Chávez, sino un pueblo envilecido hasta la anestesia por las dádivas de un caudillo instigador de resentimientos: un iluminado del odio social.
Es la única explicación que saben dar quienes desde el domingo han sucumbido a una rabiosa perplejidad ante el hecho de que los apagones consuetudinarios y el pavoroso y letal incendio de la refinería de Amuay, por ejemplo, no hayan tenido, al parecer, ninguna consecuencia electoral favorable a Capriles en el Estado Falcón, que sigue bajo control chavista.
O que la indetenible matanza de personas inocentes, víctimas de la violencia criminal en los populosos barrios pobres de las grandes ciudades venezolanas, tampoco parezca mover el voto de “los de abajo” en dirección opositora.
Si atendiésemos a algunas efusiones de las llamadas “redes sociales”, si creyésemos todos los “trinos” que cierta oposición venezolana, cultora de la antipolítica, difunde en Twitter, podríamos pensar que el Gobierno de un petroestado populista, en una versión tan caudillesca y colectivista como lo es el chavismo, es electoralmente inexpugnable.
Quienes así piensan tienen, creo yo, sólo en parte razón. Supuesto que un petroestado populista y clientelar como el nuestro ha dedicado décadas —desde mucho antes de la “era Chávez”, todo hay que decirlo—, a sujetar; esto es: al asegurar la sujeción de gran parte del electorado por vía de la dádiva, es lícito suponer que el jefe de un tal Estado no gobierna sobre ciudadanos, sino sobre súbditos.
Del súbdito no cabría, pues, esperar actitud crítica respecto de la ineptitud del gobernante, ni de sus abusos y, en consecuencia, mucho menos un voto en pro de un sistema de libertades en el que impere la alternabilidad del poder ejecutivo y la independencia del poder judicial. Para el súbdito, tanto como para el autócrata, cuanto más estable y predecible sea el vínculo de la dádiva, más consolidado el régimen autoritario y cualquier otra consideración saldría sobrando. Opino que pensar de ese modo sólo halaga a la autocomplacencia moral de algunos malos perdedores.
Felizmente, la mayoría opositora luce hoy moralizada y nucleada en torno a Capriles y la MUD, no ha perdido la cabeza y muestra mucha presencia de ánimo frente a lo que haya de venir. El hecho cierto es que la oferta de Henrique Capriles de una mayor gobernabilidad y más transparencia en la gestión de los dineros públicos atrajo vastos sectores del, por así llamarlo, “electorado súbdito”. Prueba suficiente, digo yo, de que no anduvo descaminada su estrategia de campaña. Si Capriles y la MUD logran acallar los destemplados gritos de “¡fraude!” y vencer el perverso retoño de la antipolítica que es el abstencionismo, es seguro que tendrán una nueva oportunidad en las elecciones regionales de diciembre. Con todo, luce obligado admitir que hay todavía dos Venezuelas irreconciliables y forzoso prever que Chávez no hará nada por reconciliarlas, tal como cuadraría a un vencedor magnánimo.
Una Venezuela, interesada en regresar a los valores de una democracia liberal ( por evitar esa mala palabra, el bando opositor echó mano a la voz “progresista”), se reclama ciudadana en el sentido de que sus integrantes se piensan actores políticos críticos del gobernante. La otra, pobre y sin más voz que la del Líder Máximo, beneficiaría de la largueza del autócrata, una largueza que, se presume, basta para ahogar cualquier crítica a la ineptitud o irresponsabilidad del Gobierno, llámese ésta tragedia de Amuay, apagón, motín carcelario o matanzas de fines de semana, obvia cualquier insuficiencia o abuso a cambio del favor clientelar.
La pregunta acuciante no es si una nación dividida de tal modo es viable, sino por cuánto tiempo.
Ibsen Martínez es periodista y escritor venezolano.

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