JOSÉ RODRIGUEZ ELIZONDO
Cuando Stalin conoció el proyecto de Carta de la
ONU, precocinado por Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, asumió
que no se inspiraba en el marxismo-leninismo, pero igual la firmó. Tenía el
reseguro del veto y, además, pudo negociar la aceptación de Ucrania y
Bielorrusia -que ya integraban la Unión Soviética- entre los 51 países
fundadores. Fueron dos “miembros designados”.
Era la manera stalinista de
ejercer el aforismo sajón “si no puedes ganarles, únete a ellos”. Haciéndolo,
se insertó en el sistema internacional mayor, impidiendo, con su peso y su
veto, que se le incorporaran cláusulas democráticas expresas. Esa astucia
permitió que, durante la guerra fría, la galaxia ONU creciera
exponencialmente -con dictaduras y democracias-, al costo de congelar sus
embriones libertarios.
Quedó claro, entonces, que el
socialismo real nunca incorporaría los principios democráticos a sus sistemas
nacionales, comenzando por la autodeterminación mediante elecciones libres. No
debía haber libertad para “los enemigos del pueblo”, rezaba la ortodoxia
bolchevique. Impregnado de ese ideologismo, Fidel Castro rechazó el pluralismo
en Cuba. “Nada contra la revolución”, fue su dogma de medio siglo. Lo adoptó a
sabiendas de que, al menos en sus décadas iniciales, habría ganado por paliza
cualquier elección... y, con ello, una dosis no despreciable de legitimidad
externa.
El tema reventó en Chile, en
1970, con la victoria electoral del socialista democrático Salvador Allende.
Fue un duro revés para Castro quien, por decir lo menos, decidió “atornillar al
revés”. En lugar de apoyar la “nueva vía al socialismo”, presionó para que
Allende se liberara de “la democracia burguesa” y se reconvirtiera en líder
armado. Tras el golpe de 1973, incluso le inventó una muerte “correcta”, para
demostrar que las elecciones no pasaban de ser un recurso táctico.
Luego vino el test de Nicaragua,
donde los comandantes sandinistas permitieron la competencia electoral en 1990.
Ahí no sólo perdieron ante Violeta Chamorro, sino ante Castro. Este ya les
había advertido que el poder revolucionario no debía arriesgarse, estando “el
imperio yanqui” a la vuelta de la esquina y los “contras” en todas
partes.
La tercera gran prueba viene
dándose en Venezuela, con resultados sorprendentes. Hugo Chávez,
autoproclamado hijo político de Castro, tiene todo el poder político en sus
manos, sin rehuir las elecciones y ganándolas desde 1999. Eso le ha permitido
hacer lo que su papá cubano no pudo: fundar una internacional de países (la
ALBA) y no de guerrilleros (la OLAS); impulsar nuevos organismos regionales,
como Unasur y convertirse en un factor con peso real en la política
hemisférica. Gracias a él, las izquierdas líricas olvidaron los manuales de
Marta Harnecker y del Ché y hoy exaltan el “método Chavez”: ganar una elección,
polarizar la sociedad, concentrar todo el poder, ideologizar las FF.AA y
después convocar a elecciones asimétricas.
La clave teórica de todo
esto es que Chávez no tiene una teoría clave. Muy hijo de Castro se
sentirá, pero es más pariente del coronel Perón, de los años 40 y del general
peruano Juan Velasco Alvarado de 1968. El líder cubano lo sospechó desde un
principio –porque listo ha sido siempre-, pero tuvo que aguantarse tamaño
revolcón a sus dogmas. Sabe que su gobierno -es decir, el de su hermano Raúl- funciona
gracias a los subsidios petroleros del venezolano heterodoxo y que a caballo
regalado no se le mira el diente doctrinario.
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