miércoles, 31 de octubre de 2012

HETERODOXA REVOLUCIÓN CHAVISTA

Ardiel Martinez

            JOSÉ RODRIGUEZ ELIZONDO



Cuando Stalin conoció el proyecto de Carta de la ONU,  precocinado por Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, asumió que no se inspiraba en el marxismo-leninismo, pero igual la firmó. Tenía el reseguro del veto y, además, pudo negociar la aceptación de Ucrania y Bielorrusia -que ya integraban la Unión Soviética- entre los 51 países fundadores. Fueron dos “miembros designados”. 

Era la manera stalinista de ejercer el aforismo sajón “si no puedes ganarles, únete a ellos”. Haciéndolo, se insertó en el sistema internacional mayor, impidiendo, con su peso y su veto, que se le incorporaran cláusulas democráticas expresas. Esa astucia permitió que, durante la guerra fría, la galaxia ONU creciera exponencialmente -con dictaduras y democracias-, al costo de congelar sus embriones libertarios. 

Quedó claro, entonces, que el socialismo real nunca incorporaría los principios democráticos a sus sistemas nacionales, comenzando por la autodeterminación mediante elecciones libres. No debía haber libertad para “los enemigos del pueblo”, rezaba la ortodoxia bolchevique. Impregnado de ese ideologismo, Fidel Castro rechazó el pluralismo en Cuba. “Nada contra la revolución”, fue su dogma de medio siglo. Lo adoptó a sabiendas de que, al menos en sus décadas iniciales, habría ganado por paliza cualquier elección... y, con ello, una dosis no despreciable de legitimidad externa. 

El tema reventó en Chile, en 1970, con la victoria electoral del socialista democrático Salvador Allende. Fue un duro revés para Castro quien, por decir lo menos, decidió “atornillar al revés”. En lugar de apoyar la “nueva vía al socialismo”, presionó para que Allende se liberara de “la democracia burguesa” y se reconvirtiera en líder armado. Tras el golpe de 1973, incluso le inventó una muerte “correcta”, para demostrar que las elecciones no pasaban de ser un recurso táctico. 
  
Luego vino el test de Nicaragua, donde los comandantes sandinistas permitieron la competencia electoral en 1990. Ahí no sólo perdieron ante Violeta Chamorro, sino ante Castro. Este ya les había advertido que el poder revolucionario no debía arriesgarse, estando “el imperio yanqui” a la vuelta de la esquina y los “contras” en todas partes. 

La tercera gran prueba viene dándose en Venezuela, con resultados  sorprendentes. Hugo Chávez, autoproclamado hijo político de Castro, tiene todo el poder político en sus manos, sin rehuir las elecciones y ganándolas desde 1999. Eso le ha permitido hacer lo que su papá cubano no pudo: fundar una internacional de países (la ALBA) y no de guerrilleros (la OLAS); impulsar nuevos organismos regionales, como Unasur y convertirse en un factor con peso real en la política hemisférica. Gracias a él, las izquierdas líricas olvidaron los manuales de Marta Harnecker y del Ché y hoy exaltan el “método Chavez”: ganar una elección, polarizar la sociedad, concentrar todo el poder, ideologizar las FF.AA y después convocar a elecciones asimétricas. 

La clave teórica de todo esto  es que Chávez no tiene una teoría clave. Muy hijo de Castro se sentirá, pero es más pariente del coronel Perón, de los años 40 y del general peruano Juan Velasco Alvarado de 1968. El líder cubano lo sospechó desde un principio –porque listo ha sido siempre-, pero tuvo que aguantarse tamaño revolcón a sus dogmas. Sabe que su gobierno -es decir, el de su hermano Raúl- funciona gracias a los subsidios petroleros del venezolano heterodoxo y que a caballo regalado no se le mira el diente doctrinario. 



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