11-A, Fechas fetiches: Una crónica personal
Ana Teresa Torres
Sin una narrativa no podemos entendernos, mal que nos pese. La historia de Venezuela, como cualquier otra, tiene sus marcas fechadas que se convierten finalmente en los fetiches retóricos de la epopeya que toda nación necesita para contarse y entenderse. En tanto la totalidad no puede cronologizarse ni abarcarse sólo quedan las señales simbólicas del transcurso, que a su vez resumen y dan sentido al relato. Aunque para establecer la verdad de los acontecimientos buscamos la “realidad”, los hechos brutos tienen siempre algo de intangible, y su lectura soporta los huecos que se abren en la textura de esa realidad.
Para esta crónica de lo acontecido diez años atrás me conviene situarme en un estado intermedio, y no menos inestable, entre mi memoria de aquellos días y la construcción personal que he armado para orientarme en medio de la turbulencia (no prometo, por lo tanto, una absoluta corrección política). Similar ejercicio puede hacer el lector y entre todos iremos configurando las piezas que en un futuro posiblemente lejano quizá sean útiles para armar el rompecabezas de los venezolanos que estrenaron el siglo XXI. Lo que voy a relatar ocurrió el 11 de abril de 2002, pero antes debo anotar otras fechas que complementan las balizas: el 18 de octubre, el 23 de enero, y el 4 de febrero. También es conveniente aclarar que fecha fetiche no es un juego de palabras: el fetiche, si hemos de creer a Freud (y yo le creo), es el velo que tapa la falta; la cosa que esconde la ausencia.
Sin pretender equiparar las fechas antes citadas, no son ellas tan redondas, tan completas, tan saturadas como para que no quepa la variable interpretación de su sentido, el punto de vista, y también la sentimentalidad con la que fueron vividas, o el imaginario en el que se construyeron o la retórica con las que son narradas. Por ejemplo, el 18 de octubre de 1945 es una fecha que para muchos marca el inicio de la democracia venezolana, y para otros fue un golpe de Estado puro y duro contra un presidente que por razones que siempre se me escapan es considerado como uno de los más democráticos de nuestra vida republicana: Isaías Medina Angarita. Lo cierto es que el 18 de octubre es uno de esos huecos oscuros de nuestra galaxia particular que ha generado una profusión de escritos políticos, históricos y literarios[1]. Las interpretaciones pueden reducirse a dos grandes tesis: fue una violencia que irrumpió prematuramente en el proceso de democratización posgomecista, para unos; o también una violencia indispensable para que se detuviese una larga historia dictatorial y militarista, según otros. Y de allí se abre la caja de las hipótesis causales: la ambición de López Contreras, anterior presidente que buscaba la reelección; la impaciencia del joven Rómulo Betancourt y su partido; la ambigüedad del propio Medina Angarita; la anticipación del comandante de la rebelión, el capitán Marcos Pérez Jiménez; la sorprendente enfermedad mental de Diógenes Escalante que dio al traste con los consensos de sucesión (cómo un hombre público se vuelve loco de la noche a la mañana sin que nadie hubiese advertido la menor perturbación es otro agujero negro). En consecuencia el 18 de octubre no tiene una nominación unívoca: Revolución de Octubre (para Acción Democrática) y golpe militar (para los medinistas y sus descendientes) son las dos más comunes.
El 23 de enero de 1958 no se queda atrás. Es una fecha redonda en tanto que tirios y troyanos la reconocen como el día en que Pérez Jiménez abandonó el país ante la resistencia civil (dirigida por Acción Democrática y el Partido Comunista de Venezuela) que finalmente culminó en una sublevación militar[2]. La fecha marca el fin de la dictadura y el inicio de la democracia plena en Venezuela; pero recordará el lector que en los primeros años de la Revolución Bolivariana la efeméride quedó condenada y sin celebración por ser considerada un triunfo de las élites oligárquicas y el inicio del denostado “Pacto de Punto Fijo”(lo que fue reconsiderado después tomando en cuenta que el acontecimiento era de grata recordación para muchos venezolanos)[3]; y empujando aún más la memoria podremos llegar a que la presencia del propio Pérez Jiménez como invitado de honor en la toma de posesión de 1999 estuvo dando vueltas hasta que alguien debió advertirle al nuevo presidente que entre sus seguidores sobrevivían muchos torturados y presos de aquellos tiempos. También el 27 de febrero de 1989 es estimulante en este contexto polisémico, pero lo dejo fuera para no abundar, porque sin duda la guinda de la torta en materia de fechas patrias es el 4 de febrero.
La madrugada del 4 de febrero de 1992 recorre el espectro de las interpretaciones: Va nada menos que desde el intento de asesinato del presidente Carlos Andrés Pérez y su familia hasta la “rebelión angelical”[4]. De la muerte de la democracia a la resurrección de la independencia, todo en una noche. No estoy muy segura de que los venezolanos nos hayamos puesto de acuerdo en la materia de esta fecha, ni de cuándo podremos decir que hay una mirada unívoca e incontestable sobre aquellos sucesos, pero la fecha partió la historia contemporánea en dos y no nos hemos recuperado de la herida. Antes todos –o casi todos– éramos demócratas; a partir de entonces el concepto mismo de democracia se tambaleó, y el ritornello nos devuelve al 18 de octubre. ¿Se vale o no se vale la asonada militar para instaurar –o reinstaurar– la democracia?, ¿los medios justifican los fines? Son polémicas que no me propongo contestar. Lo cierto, en términos fácticos, es que una considerable porción de venezolanos, incluyendo notables intelectuales, justificó –si no apoyó explícitamente– la sublevación militar encabezada por el entonces teniente coronel Hugo Chávez contra un presidente de legítimo origen y ejercicio. Al hueco que se abrió en el imaginario democrático hay que añadirle unos cuantos más. Por ejemplo, la incontestable pregunta de cómo fue que una conspiración militar que amenazaba al menos desde 1984 pasara inadvertida por los altos mandos (a lo que se agrega que, de acuerdo con algún estudioso del tema –Alberto Garrido–, corrían al mismo tiempo hasta cinco movimientos clandestinos)[5]. En fin, lo interesante de la fecha, que evidentemente cubre muchas ausencias, son sus efectos, de los cuales uno fundamental es que a partir de ella el escenario democrático fue perdiendo paulatinamente popularidad y pocos años después el pueblo venezolano puso en la presidencia a quien, sin remilgos, califica como golpista. Pero eso desde un cierto punto de vista; de otra manera era precisamente el héroe que había llegado para salvar a Venezuela de la catástrofe, y los héroes están por encima de esas clasificaciones[6].
La incomodidad que anticipo es que este tipo de razonamiento puede concluir en el famoso ripio de Campoamor: “Y es que en el mundo traidor nada hay verdad ni mentira: todo es según el color del cristal con que se mira”. Algo de razón tenía el poeta pero para no quedarnos en una insuficiente teoría de las relatividades pudiéramos corregirlo con Vattimo y suponer que en el mundo traidor las verdades y las mentiras son según la construcción de quien las cuenta. No pretendo una disquisición en un tema tan espinoso como el de la naturaleza de la verdad, sus relaciones con la mentira, sus acercamientos y distancias con la ficción. Algo, sin embargo, me parece que puede distinguirse en todo esto y es que la verdad no es un tesoro escondido al que armados de pico y pala nos disponemos a desenterrar. La verdad, en rigor, no existe. No es una cosa “objetiva” (nada hay de objetivo en lo humano que es por naturaleza subjetivo). La verdad es un consenso. Un cierto nivel de conocimiento. No está en ninguna parte ni es una cosa definitivamente establecida, es una construcción que la humanidad va progresivamente adquiriendo. Si con la máquina del tiempo nos trasladáramos al siglo XIX no lograríamos convencer a nadie de que con un pequeño artefacto se puede ver y hablar con una persona que vive a miles de kilómetros; quedaríamos como unos grandes mentirosos o unos ingeniosos fabuladores. Y quién sabe las dificultades que tendrían los que con la misma máquina nos visitaran desde el siglo XXII. Los niveles de conocimiento tienen pues mucho que ver con la apropiación de la verdad, pero hay otra instancia que propone Gianni Vattimo[7]:
...la noción de verdad como conformidad de la proposición con la cosa debe ser reemplazada con una noción más comprehensiva de Erfahrung (experiencia), es decir, de la experiencia como la modificación que el sujeto atraviesa cuando encuentra algo que verdaderamente es relevante para él.
La verdad como retórica de los acontecimientos, como una cierta forma de ordenarlos, de modo que ofrezcan un sentido. Un sentido que no es cualquier cosa; un sentido que debe hacer, valga la redundancia, efecto de sentido, efecto de verdad. Entonces, apertrechada con estas consideraciones vuelvo al 11 de abril de 2002. ¿Qué tengo para explicármelo, y más aún, para definirlo? En primer lugar haber sido testigo de los hechos y conservar un recuerdo de los mismos (testigo parcial y memoria incierta, por supuesto). En segundo lugar el diálogo con otros que compartieron testimonios y recuerdos (todos parciales e inciertos, sin duda). En tercer lugar los escritos e investigaciones de aquellos que ahondaron en la comprensión de los acontecimientos (también parciales, de nuevo). Y en cuarto y último lugar haber seguido (parcialmente, una vez más) los caminos de la transformación de la fecha en fetiche. El 11 de abril es el fetiche fundamental con el cual la Revolución Bolivariana cubre sus ausencias y ha probado ser muy poderoso y con efectos de larga duración.
Nada más que a modo de ejemplo, mientras escribo leo las declaraciones de Aristóbulo Istúriz, primer vicepresidente de la Asamblea Nacional, con relación al acto de presentación de los lineamientos del programa de gobierno de los candidatos para elecciones primarias de la Mesa de la Unidad: “Fue una especie de caricatura del acto del 11 de abril, allí lo único que faltó fue Carmona”[8]. ¿Qué tiene que ver el acto mencionado con los acontecimientos de 2002? Nada y todo. Tiene que ver porque Istúriz, a partir de un acontecimiento, construye el sentido de lo que ocurre: Quienes ustedes ven allí –dice a sus seguidores– representan a los mismos sectores que se oponían a Chávez y que quisieron derrocarlo; por lo tanto, si ustedes votan por ellos están votando por un golpe de Estado. También Earle Herrera, diputado por el PSUV, declara: “Ellos no van a reconocer el triunfo del pueblo, no están dispuestos a que la revolución siga en el proceso de transformación de este país, y una vez que pierdan van a tratar de convertir octubre en el 11 de abril de 2002”[9].
Ahora bien, la tapa del frasco en materia de interpretación de los sucesos del 4 de febrero y del 11 de abril son las declaraciones del presidente Chávez en las vísperas de los veinte años del alzamiento militar que protagonizó: “Ni un teléfono celular teníamos. Los tanques que vinieron para acá para Miraflores, no tenían municiones, ni teníamos radio, fue una especie de quijotada, una locura de amor…. Eso no fue un golpe de Estado. Ellos sí dieron un golpe, la burguesía, los medios de comunicación, ¿te acuerdas de eso? Te acuerdas de eso, no se les olvide”[10].
En mi propia reconstrucción aquel 11 de abril ocurrieron demasiados acontecimientos para resumirlos en la frase de que fue un golpe de “la burguesía imperialista, apátrida, terrorista y fascista” como suele apodarse a los opositores del gobierno. No solamente fueron muchos los acontecimientos sino muchas las manos metidas en el caldero y las cabezas irresponsables que dieron un desenlace disparatado a una gigantesca protesta ciudadana. No hay que olvidar que las mayores posibilidades de la resistencia civil sobre el triunfo electoral –ambas estrategias legítimamente democráticas, a mi entender– eran en aquel momento un elemento importante del imaginario opositor. Vargas Llosa opina ahora:
Durante algún tiempo se dijo –dijimos muchos– que, a pesar de su coraje y de nadar contra una corriente que equivalía a un maremoto, la oposición venezolana era parte del problema. Dividida, mediocre, populistona, parecía incapaz de erigirse en una alternativa seria al bufón de Miraflores. Todo eso cambió. Lo que ha conseguido la oposición antes y durante la campaña de las primarias que tendrán lugar el 12 de febrero es notable[11].
Tiene razón don Mario, pero es que la verdad que propone remite a lo que comentaba anteriormente acerca de los momentos de apropiación del conocimiento. Vaya uno a decir que en los años cincuenta, por poner un ejemplo, la gente, a pesar de sus esfuerzos, solamente lograba una mediocre comunicación telefónica, y que ahora es notable lo bien que podemos hablar por Skype. Muchas cosas han cambiado desde el 2002; sin duda la construcción de una arquitectura política que entonces no teníamos –ni podíamos tener porque la erosión de los partidos políticos que dio origen al chavismo era muy reciente–, pero sin duda también el deterioro del propio gobierno.
Vayan estas digresiones como preámbulo de mi incierta y parcial reseña del 11 de abril.
Unos días antes (quizá la víspera) tuvo lugar una tumultuosa congregación de opositores en un hotel de Caracas. Era una tarde de esas que despliega El Ávila en su esplendor. Un momento un tanto epifánico que nos envolvía en un clima decididamente insurreccional. Así debió ser el 22 de enero, recuerdo que pensé. Curiosamente no tengo memoria de cuál era el objetivo de la reunión, ni de cómo se había producido. Pudiera rellenar ese vacío suponiendo que alguna personalidad se disponía a dar algunas palabras, y que probablemente los correos electrónicos, e incluso los teléfonos (no existían ni Facebook ni Twitter), se habían activado para concertarnos. Estoy segura de que había mucha gente en aquella terraza de caras conocidas, y mucho ir y venir entre las mesas, en el bullicio caraqueño de la conversación. Al final no puedo dar fe de lo que pasó; creo que simplemente la mayoría nos fuimos a nuestras casas, eso sí, con el ánimo en alto, y la esperanza de que se produjeran cambios, que, por supuesto conllevaban la salida del presidente Chávez del poder. Este es el momento óptimo para que alguien pudiera decir: Estaban allí preparando el golpe contra Chávez. Mentiría si dijera que nunca había escuchado tal cosa; a cualquier persona medianamente informada le habían llegado indicios de que la voluntad del golpe estaba rondando. Igual que en aquellos días de finales de 1957 y comienzos de 1958: cualquier niña pudo subirse a la terraza con su abuela y ver el cielo de Caracas cruzado de aviones un 1 de enero, y leer en los rostros de los mayores lo que iba a ocurrir, y sobre todo, lo que se deseaba que ocurriera.
Pero mentiría también si dijera que ese 11 de abril me encaminé a la llamada “plaza de la meritocracia” –que no era otra cosa que los espacios abiertos que rodean al edificio conocido como “cubo negro” y la sede de Pdvsa en Chuao– con un propósito golpista. Parodiando al presidente Chávez: no tenía ni celular, ni radio ni municiones, y seguramente lo que sentía (y sentían otros cientos de miles de personas que formaron parte de la manifestación) pudiera enmarcarse en la quijotada (no tanto en la locura de amor) de presionar su renuncia mediante una de las demostraciones de calle más numerosa que se conozca, y no solamente en Venezuela. Los ánimos estaban caldeados y había mucha gente enfebrecida. No recuerdo ningún discurso de los líderes de la Coordinadora Democrática[12], aunque los hubo, y lo que sí conservo fielmente retratada en mi memoria es la imagen de un conocido del movimiento cultural opositor que nos hacía señas de avanzar, al mismo tiempo que gritaba: ¡A Miraflores!
Al principio me pareció que era una ruta peligrosa (no soy de naturaleza heroica) y enseguida me reconforté con una idea que resultó completamente equivocada: Pensé que éramos demasiados para que nos atacaran. Estábamos acostumbrados a las concentraciones multitudinarias pero verdaderamente aquella marcha del 11 de abril sobrepasaba todas las conocidas. La gente de Bandera Roja nos aupaba entusiásticamente, y por su pasado muy guerrero eran percibidos como gente con la que se podía contar a la hora de las malas. Y echamos a andar por la autopista. Bajo un sol muy recio avanzaba una multitud en la que no faltaban las sillas de ruedas, los cochecitos de niño y los vendedores de agua, los más solicitados. En el camino, como era habitual, nos encontrábamos con amigos y conocidos y el clima era optimista; hasta un cierto punto. Pronto comenzaron a llegar los rumores de que estaban disparando (también estábamos acostumbrados a que los “círculos bolivarianos” se activaran contra las manifestaciones de calle de la oposición); un colega, a la altura de la plaza Venezuela, apareció de repente y nos dijo que se estaban produciendo disparos con francotiradores, luego se fundió en la multitud. Cierto o falso el asunto era de tomar en cuenta (repito, no soy de naturaleza heroica). Abandonamos la marcha en ese punto del trayecto buscando la entrada del metro, pero, o no estaba abierta o desistimos. Una imagen marginal y anecdótica permanece a pesar de su irrelevancia. Un grupo de personas detuvo uno de los pocos taxis a la vista; el conductor les preguntó a dónde se dirigían, y una de las mujeres del grupo contestó con decisión, a Miraflores. Lo dijo como si se tratara de un destino metafísico, como si no hubiese ningún otro destino posible. El conductor aceptó llevarlos y se perdieron en el tráfico como en la escena final de una película. Me quedé pensando si aquellas personas se pensaban bajar frente al palacio presidencial como quien se baja a la puerta de su casa, pero no era cosa de permanecer en plena plaza Venezuela. Seguimos por un buen rato la avenida Libertador, y de vez en cuando recibíamos advertencias de que había francotiradores merodeando por las esquinas. Tampoco sé si se trataba de una personificación del miedo o si era cierto. Más o menos por entonces creo que encontramos un taxi disponible y no le dimos instrucciones de seguir a Miraflores sino a casa.
Pasamos entonces a la televisión y al asunto de la pantalla dividida, en la que podía verse al mismo tiempo la “cadena” del presidente Chávez y los acontecimientos del centro de la ciudad. Se añadía al desconcierto la angustia por no poder contactar a personas que sabíamos habían continuado en la marcha y podrían estar ignorantes de lo que les esperaba más adelante. Los celulares no estaban funcionando (los operadores habían recibido órdenes de tumbar la señal) y mi inquietud por saber de mi hija iba en aumento hasta que por fin llegó. Había marchado con otro grupo que salió más tarde, y para el momento en que cruzaban la plaza Venezuela ya mucha gente se estaba devolviendo, algunos con manchas de sangre en las franelas.
De los contenidos del discurso presidencial lo que recuerdo es su insistencia en mirar el reloj y señalar qué hora era. Muy extraño. Llamó entonces una amiga que veía la televisión por otro servicio y eso le permitía sintonizar un canal extranjero que transmitía fuera de la “cadena”; lo cierto es que dijo: Estoy viendo los tanques bajar desde Fuerte Tiuna hacia la ciudad. En ese punto del relato la situación adquiría otras características. No era una marcha aguerrida y resistida con lacrimógenas como muchas de las anteriores. Nos encontrábamos a las puertas del llamado Plan Ávila, que entonces supe es la denominación de un plan militar de contingencia para restaurar el orden en momentos de desorden civil que rebasan a la Guardia Nacional y a la policía. Varios componentes del alto mando militar se rehusaron a ejecutarlo y en la madrugada del 12 de abril, también en “cadena”, el general en jefe y entonces inspector de las Fuerzas Armadas Lucas Rincón Romero, pronunció el siguiente comunicado:
Los miembros del Alto Mando Militar de la República Bolivariana de Venezuela deploran los lamentables acontecimientos sucedidos en la ciudad capital en el día de ayer. Ante tales hechos, se le solicitó al señor Presidente de la República la renuncia de su cargo, la cual aceptó. Los integrantes del Alto Mando ponen sus cargos a la orden los cuales entregaremos a los oficiales que sean designados por las nuevas autoridades
Lucas Rincón es, a mi entender, otro de esos magníficos huecos negros de la historia venezolana. Resulta que el vocero del alto mando militar, el general trisoleado que anuncia al país que el Presidente ha renunciado (renuncia que Chávez negará una y mil veces, pero que no ha podido desmentir), y por consiguiente anuncia entrelíneas que el Estado debe resolver el vacío de poder, no era un golpista. Por el contrario, se vio premiado con un ministerio y luego (todavía mejor) con la embajada en una de las ciudades más hermosas y cordiales de Europa. Si alguna vez don Lucas decide escribir sus memorias nos ofrecerá una de las piezas faltantes más interesantes del rompecabezas[13]. Pero vuelvo a mi crónica.
Fue una noche larga e inquieta frente al televisor y la computadora. Recuerdo a Luis Miquilena instando a que la Asamblea Nacional actuase[14]. Al parecer tanto el vicepresidente ejecutivo como el presidente de la Asamblea estaban fuera de alcance (estaban perdidos, vaya). Y al periodista Rafael Poleo advirtiendo en un tono muy agitado que Pedro Carmona Estanga también se había ausentado del hotel donde temporalmente pernoctaba[15]. Se estaba enredando el asunto pero nadie sabía informar de lo que ocurría (nadie que yo conociera, se entiende). Esperaba que al amanecer sabríamos el desenlace, pero la televisión solamente proyectaba comiquitas. Para los de mi generación la “musiquita de golpe” y “las comiquitas de golpe” eran un asunto conocido. Una y otra vez las comiquitas y la música clásica cuando se vivían momentos de zozobra. Era muy irritante, y además claro indicador de que las cosas no estaban igual que cuando las dejamos la noche anterior. Sonó el teléfono y era un amigo con el que comparto unas cuantas cosas menos el chavismo. Sostuvimos un diálogo crispado que más o menos transcurrió así:
Con voz que demostraba mucha preocupación y angustia me informó de que se estaban produciendo detenciones y allanamientos, y pensaba que yo pudiera ser de alguna ayuda (algo así como llamar a alguien para pedirle que reconsiderara el asunto). Mi desconcierto fue mayúsculo, no solamente porque no estaba al tanto de lo que me contaba, sino más todavía porque alguien pensara que yo tenía algo qué hacer en aquello. Quién era yo para eso. Como muchos otros intelectuales había participado en asociaciones civiles opositoras, sin duda, pero sin la menor cuota de poder ni contactos no ya para impedir atropellos, sino ni siquiera para averiguarlos Pero así son los imaginarios. A lo mejor me atribuía un poder que sin duda yo no tenía del mismo modo en que a lo mejor yo pude en algún momento atribuirle a él algo similar. Me parece que me creyó, de la misma manera en que yo creí en lo que me estaba diciendo. Pasamos a los acontecimientos. Tú no puedes estar de acuerdo con un golpe. Él disparó contra el pueblo, recuerdo que contesté. Hay muertos de lado y lado, replicó. Yo estaba en esa marcha, alcancé a decir. Yo también tenía gente en esa marcha. Le aseguré que, aunque no podía ayudar en nada, había hecho bien en llamarme y colgamos. Me había quedado en aquella alocución de altos militares sentados alrededor de una mesa, con sus mejores uniformes y su apariencia muy conspicua, diciéndoles a los venezolanos que no estaban dispuestos a una masacre, y ahora era evidente que las riendas habían cambiado de manos[16].
Por la tarde todo estaba demasiado claro y comprendí los llamados de atención de Poleo acerca de Carmona. La ceremonia de su auto declaración como ocupante de la presidencia de la República fue literalmente increíble. Durante la expectativa de la presentación, casi orquestada como una final del Miss Venezuela, no dejaba de hacerme la misma pregunta, ¿ante quién jura? Juró ante su familia y los allí presentes. Apagué la televisión en un estado de mucha tristeza y al mismo tiempo rabia. Escribí algunos mensajes electrónicos sin otro motivo que desahogarme con el asunto “sigo en la oposición” y me fui a acostar. Tanto nadar para morir en la orilla.
Del efecto de verdad que me queda, esto es lo que puedo decir: Hoy por hoy no sabemos toda la verdad y nada más que la verdad de aquella noche. Contiene huecos oscuros que para beneficio de nuestra conciencia histórica algún día merecemos que sean mejor iluminados con un relato que despeje las incógnitas aún no aclaradas y complete los vacíos de la fecha que ha caído como una losa de culpa sobre los sectores opositores. Lo que sí sabemos son las consecuencias que trajo. Y algo más. Como muy bien puede colegir el lector, en todas estas fechas fetiches de nuestra historia contemporánea se celebra la voluntad democrática del pueblo venezolano y su permanente anhelo de libertad, pero paradójicamente en todas ellas son los militares quienes aparecen en primera fila de la foto de familia. A diez años de entonces me gustaría pensar (más bien desear) que finalmente alcanzaremos la restitución democrática mediante un protagonismo exclusivamente civil. Una fecha sin fetiche.
[1] Véase entre muchos Contra el olvido. Conversaciones con Simón Alberto Consalvi de Ramón Hernández (Caracas: Alfa, 2011); El trienio adeco (1945-1948) y las conquistas de la democraciade Rafael Arráiz Lucca (Caracas: Alfa, 2011), y la novela El pasajero de Truman de Francisco Suniaga (Caracas: Mondadori, 2008).
[2] Estuvo en el poder desde 1948, cuando interrumpió el gobierno de Acción Democrática (su aliado en 1945) con un golpe militar que derrocó a Rómulo Gallegos, y posteriormente, con apoyo del ejército, hizo un fraude electoral para desconocer la victoria de Jóvito Villaba.
[3] Se denomina así al acuerdo entre Acción Democrática, Copei y Unión Republicana Democrática para establecer la gobernabilidad una vez derrocada la dictadura; de ese pacto fue excluido el Partido Comunista de Venezuela.
[4] Referencia a La rebelión de los ángeles de Ángela Zago (Caracas: Fuentes editores, 1992), en su momento un libro apologético de la sublevación.
[5] Garrido, Alberto. Testimonios de la Revolución Bolivariana (Mérida: Edición del autor 2002).
[6] Para mayor información véase entre otros La rebelión de los náufragos de Mirtha Rivero (Caracas: Alfa, 2010).
[7] Vattimo, Gianni. The End of Modernity. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1985: 123.
[9] Tomado de noticiasdiarias.informe25.com. 2012/01. Fuente Agencia Venezolana de Noticias.
[10] El Universal, Caracas, 2 de febrero 2012, 1-6.
[12] Organización que en aquel momento encabezaba las acciones de los sectores opositores y estaba compuesta por partidos políticos, asociaciones civiles, personalidades, y algunas instituciones como Fedecámaras y la Central de Trabajadores de Venezuela.
[13] Rincón Romero, como general en jefe ostentaba la condecoración de tres soles, el más alto rango del ejército venezolano. Después de estos acontecimientos ocupó el ministerio del Interior y Justicia por un breve lapso, y en 2006 fue designado embajador en Portugal, cargo en el que continúa.
[14] Miquilena fue actor fundamental en el triunfo presidencial de Chávez, quien lo consideraba como su “padre político” y lo designó en altos cargos de su gobierno hasta que en 2002, antes de los sucesos de abril, se produjo un rompimiento.
[15] Pedro Carmona Estanga era en aquel momento presidente de Fedecámaras y uno de los principales voceros de la Coordinadora Democrática. Después de ocupar por dos días la presidencia de la República mediante un gobierno de facto fue detenido y preso en su domicilio en el que permaneció hasta fugarse para exiliarse en Colombia.
[16] El Tribunal Supremo de Justicia, ante la querella levantada por el entonces Fiscal General Isaías Rodríguez contra cuatro altos militares involucrados en los sucesos, sentenció en agosto de 2002 que no había elementos para juzgarlos por el delito de rebelión militar.
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