viernes, 12 de abril de 2013


LA GUERRA SUCIA


Américo Martín

Américo Martín



I

A medida que se voltean las tornas, la cumbre del poder trata de desmeritar el proceso electoral con una oscura combinación de ventajismo (incluso envolviendo al “árbitro”  electoral) y una olla infame dirigida a involucrar a Henrique Capriles en una sórdida operación desestabilizadora de raíz imperial, por supuesto. Salta a la vista la relación de la sucia maniobra y en general de la desatada agresividad oficialista, con las elecciones presidenciales que se realizarán dentro de tres días exactos.
Mientras confiaban en la victoria de Maduro, la campaña seguía la pauta tradicional, aparte –claro está- del rosario de insultos y calumnias contra el rival que ya son parte de su naturaleza. La falacia es, digamos, su segunda naturaleza, pero eso no es nuevo.


Un mes, mes y medio atrás, el gobierno no hubiera echado mano de semejantes recursos. Muchos indicios daban por cierta su victoria. Es verdad que el candidato no definía –ni aún lo ha hecho del todo- un perfil propio, atrapado como está en la trampa que él mismo montó. Quiso hurtar su presencia del debate comicial para colocar en su lugar la imagen del presidente fallecido. Por un momento intentó hacerle creer al electorado  que Chávez seguía timoneando misteriosamente su campaña. Mientras menos se mostrara el abanderado real y más ocupara los espacios el rostro ficticio del presidente muerto, mejor le iría a aquél, o cuando menos así llegó a creerlo.
El problema es que con el tiempo el sincretismo religioso fue perdiendo terreno. La gente, agobiada de problemas, quería saber con alguna precisión quiénes son y qué ofrecen los candidatos. Apenas sintió que le fallaba la argucia, Maduro decidió apelar a medios extraordinarios para sostener sus aspiraciones. Extremos, además

 

II

El rosario de calumnias, las acusaciones contra enemigos  ocultos, la tendencia a arrojar la responsabilidad de la pésima gestión pública sobre conspiradores, terceros o agentes externos; todo eso, se está incrementado con inaudita fuerza.
Los datos más recientes confirman lo que se ve en el fervor que en calles y ciudades le prodigan al candidato opositor. Esos datos ya son patrimonio común de los dos comandos de campaña. El oficialismo ha perdido la forma, no quiere salir mal parado, no querrá reconocer la victoria opositora. Pero tendrá que hacerlo, quiéralo o no, y para ello ese movimiento poderoso que desborda las calles se esmerará en cuidar los votos y garantizar la pureza de la voluntad popular. El riesgo que corren los saboteadores del proceso comicial es ciertamente grande.
Aquí solo hay que conservar la serenidad, impedir la abstención y estar presentes en todos los actos,  incluidas las auditarías.

El irrespeto al resultado es especialmente grave si proviene de quien tiene el poder. En México, Andrés Manuel Obrador, líder de la oposición de izquierda desconoció abiertamente dos elecciones presidenciales. Proclamó que no obedecería a los gobiernos de Calderón y de Peña Nieto. Convocó manifestaciones, tomó iniciativas impugnadoras de toda laya, y al final recogió velas y aceptó el resultado.
Esa agitación no cambió esencialmente nada. Salió con fuerza de huracán y terminó reducido a tenue brisa. Pero demuestra algo bien claro: que la oposición desconozca el dictamen del árbitro electoral solo tendrá importancia si efectivamente ocurre un fraude, pero si la elección ha sido transparente se pierde en aspaviento alocado.
En cambio, que el gobierno desconozca los resultados, destruye todo el mecanismo institucional. En 1952, el dictador Pérez Jiménez hizo un fraude y el fraude se impuso, sin más. Hasta que la nación se unió y lo echó del mando. Pero cada vez que la oposición denunció fraude, sin poder probarlo, aquello se convirtió en parte del paisaje. Nadie le paró, todo siguió su curso normal.

 

III

Ya el país está pagando con sangre y sudor los disparates del gobierno. La doble devaluación le ha abierto la gruta del infierno a los venezolanos.  Maduro sería arrastrado a profundizar el paquetazo que comenzó en febrero. Todos los ingredientes están en la cocina para que un personaje carente de ideas recurra al disparate de arrojar contra el pueblo el peso de la crisis y de los sacrificios que deban tomarse. La inflación es el impuesto más perverso y en este gobierno no hay cómo partirle el cuello sin destruir el absurdo modelo que los rige.
La fuerte presión de los acreedores, el déficit fiscal, la  brusca caída del precio del petróleo y una precipitada fuga de divisas indujeron al gobierno a devaluar el bolívar. El viernes negro, fue eso: una dolorosa devaluación. De Bs 4,30 por dólar a entre 12 y 15. El golpe lo sintió la gente en la boca del estómago.
Y el problema fue la época en que ocurrió: 18 de febrero de 1983, último año del período constitucional. Hasta el más inocente podía anticipar la caída de Copei y la subsecuente victoria de AD. Jaime Lusinchi le sacó más de veinte por ciento a Rafael Caldera. Nada menos.
El viernes negro le cambió la faz al país. El desengaño social, las protestas continuas, el profundo desajuste de la economía y la caída del alto nivel de vida de los venezolanos minaron la estabilidad democrática, dando paso a desesperadas confrontaciones sociales que nos han traído a este pantano maloliente en que nos encontramos.
El problema, amigo Maduro, es que si semejante desbarajuste lo causó una devaluación, qué ocurrirá con las dos tuyas. ¿A cuántas tormentas negras nos llevarías si Capriles –como se espera- no nos hace el inmenso favor de derrotarte el próximo domingo?


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