Cuando la religión no determina la política
ELÍAS PINO ITURRIETA
EL UNIVERSAL
El 21 de septiembre de 1871, bajo las órdenes del Ejército Azul del general Antonio Gómez, el padre Antonio José de Sucre arenga a la multitud desde el presbiterio de la catedral de Ciudad Bolívar, después de la bendición de un pendón revolucionario por el Obispo de Guayana. El pendón es un manto azul con una cruz blanca grabada en el centro, como símbolo de un santo pugilato contra los sufrimientos de la Madre Iglesia provocados por Antonio Guzmán Blanco. El padre Sucre hace que frente a la bandera se eleven plegarias a la Virgen del Rosario, seguidas de música marcial y fuegos de artillería, pero las cosas no pasan de la inusitada puesta en escena. Pese al carácter enfático del padre Sucre, quien es Arcediano de la catedral de Caracas, orador convincente, hombre famoso por su enconada pluma y sobrino del Gran Mariscal de Ayacucho, no cunde el entusiasmo, apenas se reúne un contingente mínimo de cruzados para que el alzamiento no pase del amago. Es un énfasis inútil, una bolada sin destino, mientras en Caracas se liman las asperezas que pudieron existir entre el gobierno y la Santa Sede.
Pero estamos ante un episodio insólito, ante un evento poco visto en la historia de Venezuela, debido a que, desde los comienzos de la república, la Iglesia católica apenas ha ejercido influencia limitada en los asuntos políticos. Ni siquiera la expulsión de obispos y arzobispos desde los tiempos de Páez provocó reacciones multitudinarias. Sólo pesares mínimos, o no tan mínimos, pero que apenas se exteriorizaron en rumores sin consecuencias pese a que la salida de los prelados ocurría en el seno de una comunidad mayoritariamente formada en la fe tradicional. A ninguno de los canónigos que quedaban en orfandad les pasó por la cabeza la convocatoria de manifestaciones públicas para protestar contra los regímenes laicos, muchos menos el llamado a una guerra civil. Hablaron en los púlpitos y fomentaron rogativas, sin atacar de frente a la autoridad que profundizaba sus planes de control ante la potestad eclesiástica. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué las tímidas respuestas de los sacerdotes y de la feligresía? Las explicaciones pueden ser diversas, pero es evidente que debieron calcular el flaco apoyo que recibiría su llamado.
Desde el comienzo de la guerra de Independencia, la Iglesia sufre una mengua indiscutible. Se divide ante la conflagración y después termina sin fuerzas para recobrarse del encontronazo, sin sacerdotes que reanuden su trabajo con los fieles. Busca la manera de sobrevivir mediante el acomodo ante la suerte varia que le toca, siendo realista cuando mandan Monteverde y Morillo, por ejemplo, y republicana cuando tienen Bolívar y Mariño el mango de la sartén, a la espera de tiempos más apacibles. Cuando se cree que llegan esos tiempos, después de 1830, la institución refulgente en tiempos coloniales es apenas un remedo que debe esperar con paciencia un fortalecimiento que tarda en llegar. Sin líderes capaces de imponerse, sin recursos materiales, sin forma de reponer el culto según había sido en el pasado, sin planteles para la formación de seminaristas, pierde el protagonismo en los asuntos republicanos y es relegada a un segundo plano mientras los godos y los liberales copan una escena en la cual las sotanas deben ocupar papel arrinconado. La fe popular se mantiene, desde luego, pero quienes la administran carecen de una influencia que les permita determinar los pasos de la sociedad. La marcha de la Iglesia continúa, pero bajo la presión indiscutible de los políticos ante quienes apenas puede levantar ocasionalmente la cabeza, o ante quienes reacciona sin provocar simpatías suficientes en el pueblo.
La situación se modifica en el siglo XX, a partir de la dictadura de Gómez, cuando se reanuda la formación intelectual de los eclesiásticos y se adquieren formas más consistentes de supervivencia, pero seguramente el peso de las falencias anteriores no deja de estar presente. Sería cuestión de examinar esta historia más cercana con la pausa que merece, pero es evidente que no estamos ante el caso de una institución tan capaz de llevar a cabo movimientos masivos o conductas orientadas hacia lo político, como sucede en sociedades como la mexicana, la peruana o la colombiana, por ejemplo. En nuestros días, cuando desde la política se lleva a cabo una incursión hacia lo religioso que tampoco ha formado parte sustancial de la vida venezolana, no es impertinente el comentario. Se trata igualmente de una experiencia casi inédita, frente a cuyos resultados sólo conviene esperar desde el soporte de una duda razonable.
Una duda que no sólo conviene plantear ante la proliferación de basílicas populares y debido al empeño en anunciar la aparición de un flamante santón, de un portentoso profeta popular, del Cristo de los pobres, sino también ante los análisis empeñados en suponer que puedan esos planes peregrinos tener acogida en el pueblo. En el pasado no ha ocurrido así, por lo menos. No ha sucedido hasta la fecha, en términos generales, sin negar la existencia de amuletos, suertes, supersticiones, magias, ensalmes, cábalas, hechizos y sortilegios, que son otra cosa, pero considerando cómo se trata de un operación procedente de la cúpula que tampoco tiene antecedentes en el país. La escena de la soledad del Arcediano Sucre, descrita al principio, y la falta de credos sólidos en torno a santidades que no han salido de los altares ortodoxos, sustentan el argumento. Es bien probable que no cambie esa historia.
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