PLINIO APULEYO MENDOZA
No nos contemos mentiras: Maduro no ganó las elecciones, ni siquiera por el escuálido margen del 1,7 por ciento. El fraude en Venezuela tuvo como sustento las mismas maniobras que permitían siempre los triunfos de Chávez, dobladas a última hora por ardides desesperados ante el copioso crecimiento obtenido por Capriles, a quien los quick count o conteos rápidos le daban a las ocho de la noche una ventaja del 5 por ciento.
Las consabidas maniobras electorales del chavismo son bien conocidas: un registro electoral amañado, hegemonía comunicacional y la presión ejercida sobre empleados públicos, miembros de las Fuerzas Armadas y beneficiarios de prebendas en las llamadas misiones. En total, algo más de siete millones de electores. Sobre todos ellos se ejerce una minuciosa vigilancia para obtener su voto a favor del gobierno.
Sin embargo, el 14 de abril ocurrió algo inesperado para Maduro: cerca de un millón de chavistas dieron su voto por Capriles. Fue algo visible a medida que transcurrían los comicios. Entonces se adelantaron, por parte de los expertos chavistas en el manejo electoral, nuevas argucias, como la quema de votos a favor de Capriles (existen fotos reveladoras que lo demuestran), hostigamientos contra los electores de la oposición y, por último, apresurada alteración de registros electorales.
Así se logró anunciar cuatro horas después del cierre de las urnas el escuálido triunfo de Maduro, triunfo refrendado, tras una reunión de madrugada en Lima, por los mandatarios miembros de Unasur. Sí, es cierto: algunos presidentes como el nuestro, movidos por la secreta espina de un escrúpulo, creyeron salvar su imagen apoyando el recuento total de votos solicitado por Capriles. Pero fueron defraudados. La presidenta del Consejo Nacional Electoral terminó anunciando que la auditoría de sufragios de ninguna manera alteraría los resultados de la votación.
De modo que los 17 presidentes latinoamericanos que asistieron a la posesión de Maduro acabaron dándole su apoyo a una flagrante burla a la democracia. El fraude del 14 de abril fue solo el último atropello de un régimen que ha desconocido la división de los poderes públicos, que ha establecido la reelección indefinida, que ha dispuesto de los fondos públicos sin control alguno y que se ha apoderado, además, de los medios de comunicación opuestos al gobierno, como ha sido el caso reciente de Globovisión.
¿Cómo explicar el olvido continental de semejantes atropellos? Razones distintas entran en juego. La primera de ellas está definitivamente ligada a la identidad ideológica que con el régimen chavista tienen países como Cuba, Nicaragua, Ecuador y Bolivia. Por su parte, los mandatarios de Brasil y Uruguay, aunque no han seguido este modelo, mantienen cierta lealtad al rótulo socialista que los acompañó siempre. Millonarias ayudas recibidas de Chávez explican el apoyo que ahora da a Maduro la presidenta argentina, Cristina Fernández. Igual razón mueve a los gobiernos de la República Dominicana, de El Salvador y de pequeños países del Caribe. Y en el caso de Colombia, el presidente Santos busca poner a salvo sus amistosas relaciones con Venezuela y asegurar el soporte de Maduro al proceso de paz. Ninguno de estos gobiernos ha dado prioridad a la defensa de la democracia en el país hermano.
Ahora bien, lo que le aguarda a Maduro no augura nada bueno. Ante una crisis económica con terribles consecuencias en el campo social (escasez, inflación, inseguridad, carestía), la monolítica unidad del chavismo mantenida por su creador acabará quebrándose, dando lugar a masivas explosiones de descontento y a toda suerte de opciones. Hasta la de un golpe militar. Esta es la realidad que han desconocido, una vez más, el fatídico Unasur y la insulsa OEA.
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