LA SUPREMA FELICIDAD
Laureano Marquez
Quiero comenzar ofreciendo, a los promotores de la idea, disculpas por el tema seleccionado esta semana, pero es lo que se denomina en el argot periodístico “un tema servido en bandeja”. Pelar este boche es algo que los lectores no perdonarían nunca por toda la eternidad y mas allá. Sé que a los funcionarios involucrados, curiosa y contradictoriamente, les hace sumamente infelices que uno hable del asunto, pero aun a riesgo de ser catalogado de “estúpido”, la cuestión merece algunos comentarios.
No es por defender al imperio verdadero, pero es inevitable que la BBC, el mundo entero y sus alrededores, al menos, muestren asombro crítico por el hecho de que en un país donde la gente se cae literalmente a coñazos por un kilo de harina de maíz y un piazo `e pollo podrío, donde se calculan 25.000 homicidios para el 2013, los puentes se caen y la electricidad falla permanentemente, entre otras muchas otras calamidades cuya sola enumeración nos llevaría toda la edición de este diario (cuyo papel, dicho sea de paso, también escasea), las autoridades creen un Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo.
Si uno no los conociera bien, luego de 15 años de continuos y sistemáticos padecimientos, uno podría pensar que se trata de una joda e incluso de una ironía calculada. Pero no, uno sabe que es en serio la propuesta y seguramente muy honesta, lo que hace aun mucho más grave el asunto, porque denota que no se están dando cuenta de lo que sucede en Venezuela en esta grave hora. Está uno tentado a creer que en verdad los conductores del país piensan que todo este desastre que padecemos lo han producido, con su capacidad para el mal y el saboteo criminal, Henrique Capriles, Leopoldo López y María Corina Machado, la recién creada trilogía satánica, muy a propósito del día de Halloween.
Sobre esto de la felicidad y los gobiernos viene a cuento la anécdota que una vez le escuché a Facundo Cabral cuando contaba que un presidente de Argentina se acercó a su madre y le dijo: Señora Sara, soy el presidente, dígame qué puedo hacer por usted.
Y la señora respondió: Con que no me joda es más que suficiente.
La verdad que en países como los nuestros, uno no aspira, ni con mucho, a que un gobierno le haga a uno feliz. Uno se daría por satisfecho con la fortuna de que los gobernantes no nos hagan demasiado infelices. Y es que la felicidad colectiva, organizada desde el poder, es un truco demasiado peligroso si se acepta, porque termina siendo la felicidad de los que están con quien gobierna y para ello, hay que llevarse en los cachos a todos los demás. Los pueblos que han comprado esta idea han terminado, casi siempre, envueltos en terribles tragedias: en nombre de la felicidad de España, Franco encabezó una guerra civil en la que murieron un millón de españoles; en nombre de la felicidad en Ruanda el gobierno hegemónico hutu asesinó a un millón de tutsis y del llamado mar de la felicidad ya han huido más de un millón de cubanos, que prefieren correr el riesgo de ser devorados por tiburones al de ser felices al gusto de los hermanos Castro. La felicidad, al final, es individual o no es. O, dicho de otra manera, es felicidad de todos y cada uno, es suma, no división, una suma en la que cada uno importa demasiado en su dignidad y en el respeto a sus derechos. Quizá, a fin de cuentas, la misión de los gobiernos es crear condiciones colectivas para que la felicidad individual se produzca, para que cada quien pueda buscarla sin que lo asesinen en la calle, consiguiendo comida para alimentarse, colegios buenos para mandar a los niños, luz eléctrica para poder leer libros en la noche y hospitales para que te curen y puedas seguir siendo feliz transitando por amplias alamedas de libertad para vivir, pensar y amar.
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