domingo, 15 de junio de 2014

FRATERNIDAD


JORGE EDWARDS

La Tercera

Pienso en los viejos ideales de la Revolución Francesa y llego a la conclusión de que tenemos bastante libertad, fuerte desigualdad, y una fraternidad más bien teórica, ilusoria, lastrada por una cohesión social deficiente. La igualdad fue uno de los grandes objetivos de los socialismos reales y se expresó en los hechos de la siguiente manera: igualdad en la escasez y enormes privilegios en la llamada “nomenclatura”, esto es, entre los capitostes políticos. Se acaba de publicar en estos días un libro testimonial en Francia, “La vida secreta de Fidel Castro”, por Juan Reinaldo Sánchez. El autor fue guardaespaldas del Comandante en Jefe durante 16 años. Después, en forma repentina, tuvo la oportunidad de desertar durante un viaje al extranjero y lo hizo de inmediato, sin pensarlo dos veces. Lo que narra podría sorprender a los ingenuos, pero no a una persona con algo de experiencia de la historia de los siglos XX y XXI.
En medio de las terribles limitaciones cubanas, del mercado negro, de la falta de todo lo esencial, Castro y su gente cercana, símbolos de la Revolución, han vivido en medio de privilegios extravagantes. La igualdad ha valido para los otros, para los mortales comunes y corrientes. El Líder Máximo ha tenido recintos lujosos, islas privadas, aparatos clínicos de última versión que lo siguen en sus desplazamientos, guardias que equivalen a ejércitos privados. Juan Reinaldo Sánchez cuenta todo esto con detalle, sin mayores aspavientos, en un lenguaje sencillo, con un acompañamiento curioso, convincente y a la vez deprimente, de fotografías. En las fotos, el guardaespaldas siempre está en proceso de congraciarse con el Líder, de felicitarlo por alguna hazaña que acaba de realizar, por alguna medalla que acaban de otorgarle las bases. Los chilenos tenemos fama de ser sobrios, de hacer gala de un sentido crítico acompañado de humor, de evitar los excesos de retórica, la propensión a las exhibiciones ridículas. Esperemos que estas virtudes no desaparezcan. Son condiciones que nos ayudan a evitar que la búsqueda de los grandes ideales, los ideales con mayúsculas, produzcan en la práctica resultados exactamente inversos.
Alguien sostenía el otro día que no puede vivir en una sociedad cuyo desarrollo provoca un inevitable aumento de la desigualdad. No estoy de acuerdo en absoluto. En diversas etapas de mi vida hice clases en universidades norteamericanas. En la Universidad de Vanderbilt, en Nashville, en el sur, un profesor en feriado sabático me arrendó su casa a la orilla de un bosque. Tuve terrazas entre los árboles, pájaros en libertad que bebían agua en recipientes especiales, una cinemateca privada de alrededor de cuatrocientas películas, una biblioteca magnífica y una cocina en que parecía que los electrodomésticos hablaban. Tenía un sueldo mediano y me movilizaba en un automóvil cascarriento, que formaba parte del alquiler. Hacia el interior del mismo bosque había mansiones de multimillonarios, piscinas de película, campos de golf en los que el verde de los lomajes y el azul de los estanques brillaban.
La desigualdad entre el nivel mío y el de los habitantes de las mansiones de más adentro me tenía sin el menor cuidado. Los veía pasar en sus enormes vehículos, disfrazados de golfistas, con pantalones a cuadros y zapatos que parecían embarcaciones, y más bien me daban lástima. Ninguno de ellos, con sus intrincados problemas de inversiones y de diversiones, lo pasaba mejor que yo, leyendo poesía de Mallarmé o de William Butler Yeats, bebiendo un gin con tónica en mi terraza, en compañía de amigos, de alumnos y alumnas, preparando una clase al aire libre o colocando “Luz de gas”, o “La ventana indiscreta”, en el aparato de cine. Eran los placeresbaratos de una sociedad sin duda rica y siempre me parecieron superiores a los placeres caros. Uno de mis alumnos, becado, llegaba a la universidad en un bus amarillo. Una alumna bella y displicente llegaba en el avión particular de su padre. No eran diferentes en su trabajo, en su comprensión de la lectura, en sus juegos, en nada importante.
Claro está, las cosas en Chile no son iguales, pero tenemos que plantearnos algunas preguntas serias. ¿Debemos perseguir la igualdad social a toda costa, a riesgo de provocar una pobreza más o menos bien repartida? ¿Debemos creer en la palabrería, en la retórica, en la demagogia, sin saber que las medidas aparentemente justas, instauradas con insuficiencia de análisis, con poco examen crítico, suelen producir resultados injustos? El debate de la izquierda y la derecha, en Chile y en muchas partes, suele estar mediocremente planteado: como si se tratara de cuestiones de clubes, de grupos, de sociedades de amigos. Alguien escribe por ahí que no se puede seguir la tendencia de una persona determinada, por buenas que sean sus ideas, porque esa persona no tiene una biografía, una trayectoria de derecha. Es una posición primaria, cavernícola. Lo único importante son las ideas, vengan de donde vengan. ¿El pensamiento de Sócrates es de derecha, de centro, de izquierda?


El tema de la fraternidad, que me sirvió de título, es el más difícil de todos y tiene relación directa con el de la cultura. Para actuar en política con inteligencia, aunque los chilenos de hoy no lo crean, hay que leer, hay que examinar la historia, hay que reflexionar. Leer poesía, por ejemplo, no es inútil. Y saber que las apariencias engañan, que las buenas intenciones suelen producir malos resultados, es enormemente útil.

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