JORGE EDWARDS
La Tercera
Pienso en los viejos ideales de la Revolución Francesa y
llego a la conclusión de que tenemos bastante libertad, fuerte desigualdad, y una
fraternidad más bien teórica, ilusoria, lastrada por una cohesión social
deficiente. La igualdad fue uno de los grandes objetivos de los socialismos
reales y se expresó en los hechos de la siguiente manera: igualdad en la
escasez y enormes privilegios en la llamada “nomenclatura”, esto es, entre los
capitostes políticos. Se acaba de publicar en estos días un libro testimonial
en Francia, “La vida secreta de Fidel Castro”, por Juan Reinaldo Sánchez. El
autor fue guardaespaldas del Comandante en Jefe durante 16 años. Después, en
forma repentina, tuvo la oportunidad de desertar durante un viaje al extranjero
y lo hizo de inmediato, sin pensarlo dos veces. Lo que narra podría sorprender
a los ingenuos, pero no a una persona con algo de experiencia de la historia de
los siglos XX y XXI.
En medio de las terribles limitaciones cubanas, del mercado
negro, de la falta de todo lo esencial, Castro y su gente cercana, símbolos de la
Revolución, han vivido en medio de privilegios extravagantes. La igualdad ha
valido para los otros, para los mortales comunes y corrientes. El Líder Máximo
ha tenido recintos lujosos, islas privadas, aparatos clínicos de última versión
que lo siguen en sus desplazamientos, guardias que equivalen a ejércitos
privados. Juan Reinaldo Sánchez cuenta todo esto con detalle, sin mayores aspavientos,
en un lenguaje sencillo, con un acompañamiento curioso, convincente y a la vez
deprimente, de fotografías. En las fotos, el guardaespaldas siempre está en
proceso de congraciarse con el Líder, de felicitarlo por alguna hazaña que
acaba de realizar, por alguna medalla que acaban de otorgarle las bases. Los
chilenos tenemos fama de ser sobrios, de hacer gala de un sentido crítico acompañado
de humor, de evitar los excesos de retórica, la propensión a las exhibiciones
ridículas. Esperemos que estas virtudes no desaparezcan. Son condiciones que
nos ayudan a evitar que la búsqueda de los grandes ideales, los ideales con
mayúsculas, produzcan en la práctica resultados exactamente inversos.
Alguien sostenía el otro día que no puede vivir en una
sociedad cuyo desarrollo provoca un inevitable aumento de la desigualdad. No estoy
de acuerdo en absoluto. En diversas etapas de mi vida hice clases en
universidades norteamericanas. En la Universidad de Vanderbilt, en Nashville,
en el sur, un profesor en feriado sabático me arrendó su casa a la orilla de un
bosque. Tuve terrazas entre los árboles, pájaros en libertad que bebían agua en
recipientes especiales, una cinemateca privada de alrededor de cuatrocientas películas,
una biblioteca magnífica y una cocina en que parecía que los electrodomésticos
hablaban. Tenía un sueldo mediano y me movilizaba en un automóvil cascarriento,
que formaba parte del alquiler. Hacia el interior del mismo bosque había
mansiones de multimillonarios, piscinas de película, campos de golf en los que
el verde de los lomajes y el azul de los estanques brillaban.
La desigualdad entre el nivel mío y el de los habitantes de
las mansiones de más adentro me tenía sin el menor cuidado. Los veía pasar en
sus enormes vehículos, disfrazados de golfistas, con pantalones a cuadros y
zapatos que parecían embarcaciones, y más bien me daban lástima. Ninguno de
ellos, con sus intrincados problemas de inversiones y de diversiones, lo pasaba
mejor que yo, leyendo poesía de Mallarmé o de William Butler Yeats, bebiendo un
gin con tónica en mi terraza, en compañía de amigos, de alumnos y alumnas,
preparando una clase al aire libre o colocando “Luz de gas”, o “La ventana
indiscreta”, en el aparato de cine. Eran los placeresbaratos de una sociedad
sin duda rica y siempre me parecieron superiores a los placeres caros. Uno de
mis alumnos, becado, llegaba a la universidad en un bus amarillo. Una alumna
bella y displicente llegaba en el avión particular de su padre. No eran
diferentes en su trabajo, en su comprensión de la lectura, en sus juegos, en
nada importante.
Claro está, las cosas en Chile no son iguales, pero tenemos
que plantearnos algunas preguntas serias. ¿Debemos perseguir la igualdad social
a toda costa, a riesgo de provocar una pobreza más o menos bien repartida?
¿Debemos creer en la palabrería, en la retórica, en la demagogia, sin saber que
las medidas aparentemente justas, instauradas con insuficiencia de análisis,
con poco examen crítico, suelen producir resultados injustos? El debate de la
izquierda y la derecha, en Chile y en muchas partes, suele estar mediocremente planteado:
como si se tratara de cuestiones de clubes, de grupos, de sociedades de amigos.
Alguien escribe por ahí que no se puede seguir la tendencia de una persona
determinada, por buenas que sean sus ideas, porque esa persona no tiene una
biografía, una trayectoria de derecha. Es una posición primaria, cavernícola.
Lo único importante son las ideas, vengan de donde vengan. ¿El pensamiento de
Sócrates es de derecha, de centro, de izquierda?
El tema de la fraternidad, que me sirvió de título, es el más
difícil de todos y tiene relación directa con el de la cultura. Para actuar en política
con inteligencia, aunque los chilenos de hoy no lo crean, hay que leer, hay que
examinar la historia, hay que reflexionar. Leer poesía, por ejemplo, no es
inútil. Y saber que las apariencias engañan, que las buenas intenciones suelen
producir malos resultados, es enormemente útil.
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