Dani Rodrik
Según muchos indicadores, el mundo nunca fue tan democrático como ahora. Casi todos los gobiernos se ocupan de la democracia y los derechos humanos, como mínimo, de la boca para afuera. Si bien las elecciones pueden no ser libres y justas, la manipulación electoral masiva es infrecuente y hace ya mucho han pasado aquellos días en que solo los hombres, los blancos o los ricos podían votar. Las encuestas mundiales de Freedom House muestran un continuo aumento de la proporción de países «libres» desde la década de 1970 –una tendencia que el difunto politólogo de Harvard, Samuel Huntington apodó la «tercera ola» de democratización.
La difusión de las normas democráticas de los países avanzados occidentales al resto del mundo tal vez haya constituido el beneficio más significativo de la globalización. Sin embargo, no todo marcha sobre ruedas para la democracia. Los actuales gobiernos democráticos muestran un mal desempeño y su futuro enfrenta serias dudas.
En los países avanzados, la insatisfacción con el gobierno surge de su incapacidad para producir políticas económicas eficaces para el crecimiento y la inclusión. En las nuevas democracias del mundo en desarrollo, la falta de salvaguarda de las libertades civiles y de la libertad política es una fuente adicional de descontento.
Una verdadera democracia, la que combina la decisión de la mayoría con el respeto por los derechos de las minorías, requiere dos conjuntos de instituciones. En primer lugar, para suscitar las preferencias populares y convertirlas en acción política, son necesarias instituciones de representación, como partidos políticos, parlamentos y sistemas electorales. En segundo lugar, la democracia necesita instituciones de restricción, como un poder judicial y medios independientes, para defender derechos fundamentales como la libertad de expresión y evitar que los gobiernos abusen de su poder. La representación sin restricción –elecciones sin el imperio de la ley– es una receta para la tiranía de la mayoría.
La democracia en este sentido –que muchos llaman «democracia liberal»– solo floreció después de la emergencia del estado nación, y la agitación y movilización popular que produjo la Revolución Industrial. No debe sorprender entonces que la crisis de la democracia liberal que muchos de quienes la practican desde hace más tiempo actualmente experimentan es un reflejo del estrés al que está sujeto el propio estado nación.
El ataque al estado nación llega tanto desde arriba como desde abajo. La globalización económica ha quitado eficacia a los instrumentos de la política económica nacional y debilitado los mecanismos tradicionales de transferencia y redistribución que fortalecían la inclusión social. Además, los responsables de las políticas a menudo se esconden detrás de presiones competitivas (reales o imaginarias) para justificar su falta de respuesta a las demandas populares y citan las mismas presiones cuando implementan políticas impopulares como la austeridad fiscal.
Una consecuencia ha sido el surgimiento de grupos extremistas en Europa. Al mismo tiempo, los movimientos separatistas regionales, como los de Cataluña y Escocia, desafían la legitimidad de los estados nación en su configuración actual y procuran su ruptura. Ya sea que hagan demasiado o demasiado poco, muchos gobiernos nacionales enfrentan una crisis de representación.
En los países en desarrollo es más frecuente que las instituciones que fallen sean las de restricción. Los gobiernos que llegan al poder a través de las urnas a menudo se corrompen y crece su sed de poder. Imitan las prácticas de los regímenes elitistas a los que reemplazaron, toman medidas drásticas contra la prensa y las libertades civiles, y castran (o capturan) al poder judicial. El resultado ha sido llamado «democracia iliberal» o «autoritarismo competitivo». Venezuela, Turquía, Egipto y Tailandia son algunos de los ejemplos recientes más conocidos.
Cuando la democracia fracasa en lo económico o lo político, tal vez sea esperable que algunas personas busquen soluciones autoritarias. Y, para muchos economistas, delegar la política económica en cuerpos tecnocráticos para aislarla de la «insensatez de las masas» casi siempre es el enfoque preferido.
Con su banco central independiente y sus reglas fiscales, la unión europea ya ha avanzado mucho por este camino. En India, los hombres de negocios miran con añoranza a China y ansían que sus líderes puedan actuar con la misma audacia y decisión –esto es, con más autocracia– para ocuparse de los desafíos para la reforma del país. En países como Egipto y Tailandia, la intervención militar se percibe como una necesidad temporal para poner fin a la irresponsabilidad de los líderes electos.
Estas respuestas autocráticas son, en última instancia, contraproducentes, porque profundizan el malestar democrático. En Europa, la política económica requiere más legitimidad democrática, no menos. Esto se puede lograr fortaleciendo significativamente la deliberación democrática de la responsabilidad al nivel de la Unión Europea, o aumentando la autonomía de los estados miembros para fijar su política económica.
En otras palabras, Europa enfrenta la opción entre una mayor unión política y una menor unión económica. Mientras demore su elección, la democracia sufrirá.
En los países en desarrollo, la intervención militar en la política nacional socava las perspectivas de largo plazo para la democracia, porque obstaculiza el desarrollo de la necesaria «cultura», incluidos hábitos de moderación y compromiso entre los grupos civiles opositores. Mientras los militares se mantengan como árbitros políticos finales, estos grupos centrarán su estrategia en ellos, más que en sus rivales.
Las instituciones de restricción eficaces no surgen de la noche a la mañana y puede parecer que quienes detentan el poder nunca querrían crearlas. Pero, si existe alguna probabilidad de que sean expulsados de sus cargos a través del voto y que la oposición asuma su lugar, esas instituciones los protegerán de los abusos de otros el día de mañana, así como protegen a otros de sus abusos hoy. Por lo tanto, la perspectiva de la fuerte competencia política sostenida es un prerrequisito clave para convertir las democracias iliberales en liberales con el tiempo.
Los optimistas creen que las nuevas tecnologías y modos de gobernanza solucionarán todos los problemas y sostienen que el destino de las democracias centradas en el estado nación es la extinción. Los pesimistas creen que las democracias liberales actuales no podrán con los desafíos externos que plantean los estados iliberales como China y Rusia, que solo seguían por una cerrada realpolitik. De cualquier modo, si se pretende un futuro para la democracia, tendremos que repensarla.
Traducción al español por Leopoldo Gurman
Dani Rodrik es Profesor de Ciencias Sociales en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad Princeton en New Jersey, EEUU.
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