CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ
EL UNIVERSAL
Desde hace varios años en medios internacionales se percibe una corriente de antipatía contra Brasil hoy más evidente a propósito de la Copa Mundial de Fútbol. Según muchos observadores, en diversos eventos internacionales, los representantes brasileros -o en ambientes menos formales, los simples ciudadanos de ese país-, actúan con una marcada prepotencia nacional, convencidos de que tienen el destino manifiesto de dominar el sur del continente e inscribirse entre las grandes potencias. En Venezuela esa prevención viene de fuentes más directas y dolorosas. Gracias a Lula da Silva y la poderosa influencia de su país en las decisiones regionales, el gobierno de Hugo Chávez tuvo vara alta para hacer lo que le dio la gana en el subcontinente, sin que siquiera EEUU dijera nada. Intervenciones flagrantes en la política interna de Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia, México, Nicaragua, Argentina.
Toda suerte de atropellos se cometieron con la mayor impunidad, gracia a esa muralla de contención. Brasil permitió una invasión venezolana a Paraguay, una casi invasión a Honduras, y permitió que su Embajada atropellara la soberanía de ese pequeño país. Contaron no solo con el silencio sino con su complicidad activa, a través del operador de todo eso Marco Aurelio García. El peso de Brasil en la región hizo nugatoria la Carta Democrática de la OEA, salvo para entorpecer la vida de pequeños países que defendieron su democracia frente al asedio bolivariano. No es injusto afirmar que el gran vecino de la frontera sur tiene sustantiva responsabilidad en muchas de las desgracias que hoy destruyen Venezuela. Por un tiempo, importantes estudiosos latinoamericanos hablaban del subimperialismo brasilero, gigante cuyo papel era controlar y administrar esta parte del mundo (aunque cuando ganó la izquierda los teóricos dejaron tranquila su teoría)
Las agruras de Dilma
La reticencia contra Brasil la incrementa, al parecer, la personalidad de Dilma Rousseff. Si Lula en la Presidencia se comportaba como un sindicalista, bonachón, simpático, chistoso, coherente con lo que siempre fue, Rousseff es la antítesis. Adusta, inexpresiva, distante, actúa como una tecnócrata de alto nivel -que ciertamente es- y no como se espera de un dirigente político democrático. Ambas cosas contribuyen a la sutil complacencia que muchos no pueden ocultar al ver las agruras por las que está pasando en las primeras de cambio de la Copa 2014, lo que ella y su partido pensaban que sería una especie de entronización cósmica del país. Las cosas comienzan mal. Según encuesta realizada por el Pew Research Center de Washington, 72% de los ciudadanos se declaran insatisfechos con la situación económico social, un salto del ya preocupante 55% que decía lo mismo en 2013, y 60% considera que los gastos del gobierno en la prepara- ción el Mundial son negativos para la nación.
Expresan que esos recursos deberían haberse invertido en servicios como acueductos, viviendas, energía, transporte, etc. 52% declara que la influencia de Rousseff es "negativa para el país", mientras 48% que es "positiva". Y para complicar más las veleidades de la opinión pública, 66% de la muestra cree que la economía va mal, pese a que el gobierno se esforzó en proteger a la ciudadanía de los efectos de la crisis. Las manifestaciones contra la Copa, que comenzaron desde 2013 y se mantienen, igual que los conflictos laborales, pueden poner seriamente en peligro su reelección en octubre. Hay que pensar lo que ocurriría si en ese larguísimo mes que dura el evento ocurren manifestaciones públicas que terminen con heridos o situaciones peores. También que la organización del Mundial no esté a la altura de lo que se espera en un acontecimiento de esa calidad.
Tercermundismo petulante
Resultaría fatal que se hicieran intolerables el desorden, la ineficiencia, la imprecisión, y las fallas humanas que el público internacional no acepta y dañarían la imagen interna del gobierno. Muchas de las grandes obras previstas, autopistas, estadios, aeropuertos, aún no están concluidas y los obreros trabajan sin parar en las 12 ciudades donde tendrán lugar los encuentros. En enero un alto funcionario de la FIFA declaró que nunca ningún país sede se había retrasado tanto en poner a punto los requisitos de infraestructura. Esto de entrada representa una primera derrota porque querían que el país resplandeciera como una potencia y no como una nación subdesarrollada pero pretenciosa, que quiere ir más allá de sus límites y fingir un primer mundismo que le queda grande.
Pero habrá que esperar el último partido, pues la suerte electoral de Rousseff podría depender más de Neymar que de Lula si la amarelha se queda con su sexta Copa en la historia. La euforia del país sería incalculable y podría producirse la reconciliación con Dilma, aunque la oposición no capitaliza la caída de Rousseff. Brasil es por segunda vez anfitrión de un Mundial de Fútbol. La primera, julio de 1950, de final electrizante, épico, cuando el equipo de Uruguay le ganó el partido final a los brasileros en su propia fortaleza el Stadium de Río de Janeiro, el Maracaná, en medio del histerismo de la hinchada. Muchos esperan una nueva derrota 64 años después que controle esa onda expansiva de la autoestima nacional y rebote en las posibilidades de la candidata.
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