Anibal Romero
Hace unas semanas vi en televisión un extraordinario documental, producido en Alemania, sobre el Juicio de Nuremberg. Como es sabido, inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial las potencias victoriosas, Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña y Francia llevaron a cabo un juicio a 22 importantes jerarcas Nazis, civiles y militares, entre ellos Goring, Hess, Keitel, Jodl, Donitz y Speer. El juicio se prolongó por meses y finalmente se dictaron sentencias que alcanzaron desde penas de muerte hasta largas temporadas de prisión para algunos condenados. Tres de ellos fueron absueltos, aunque posteriormente fueron objeto de nuevas imputaciones por parte de tribunales alemanes.
Conocía en sus aspectos básicos este episodio, pero el referido documental me estimuló a profundizar su estudio, para lo cual me ha resultado de gran utilidad el libro de Ann y John Tusa, El Juicio de Nuremberg, publicado inicialmente en 2010. Se trata de un trabajo magistral que cubre con lujo de detalles, equilibrio analítico y claridad conceptual los temas logísticos, operativos, jurídicos, políticos y éticos presentes en el juicio, así como las controversias que suscitó.
Tres elementos de la narración de los esposos Tusa me llamaron especialmente la atención. En primer lugar el esfuerzo de la mayor parte de los jueces, fiscales y abogados defensores de realizar un juicio apegado a las normas más estrictas y honestamente admisibles del derecho y la justicia, sustentando las acusaciones en montañas de documentos y testimonios y permitiendo a los jefes nazis todo el respaldo necesario para su defensa, incluyendo desde luego la designación de sus abogados y el acceso a la documentación de apoyo. En este sentido el Juicio de Nuremberg creó una pauta acerca de lo que debería ser una auténtica justicia internacional.
En segundo lugar me produjo inquietud, aparte de curiosidad, comprobar que en la mayoría de los casos los jerarcas nazis, acusados de toda una serie de crímenes masivos y terribles, si bien aceptaban usualmente la veracidad de la evidencia, encontraban a la vez muy difícil establecer una conexión entre lo acontecido y su participación personal en el proceso. Dicho de otra manera, y con excepciones parciales como la de Speer, los jerarcas nazis juzgados en Nuremberg parecían carecer de resortes morales que forman parte, así tendemos a creerlo, del equipamiento espiritual normal de un ser humano.
Me temo, no obstante, que tal presunción acerca de la capacidad humana para distinguir entre el bien y el mal, asunto sobre el que Kant, por ejemplo, sustentó su teoría moral, así como para entender nuestra responsabilidad por las acciones que llevamos a cabo, no es necesariamente atinada. Más bien ocurre en no pocos casos que los seres humanos perdemos el sentido ético, nos dejamos arrastrar por el “mal radical” del que también hablaba Kant, y terminamos engañándonos sobre las conexiones entre los hechos y nuestra participación y responsabilidad respecto a los mismos.
Esto me lleva al tercer asunto que deseo destacar. Se trata de la influencia que puede tener la ideología en ese rumbo de ceguera moral, fenómeno que sin duda se puso de manifiesto en Nuremberg. Algunos de los jefes nazis intentaron cubrirse las espaldas atribuyendo a Hitler la culpa por lo ocurrido, argumentando que solo “obedecían órdenes”, mas en otros de los acusados se hizo patente el asombroso bloqueo ético que ideologías mesiánicas y totalitarias, como el nazismo y el comunismo, inoculan en las almas de sus seguidores.
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