Jerónimo Páez
Hace unos días se pudo oír en la televisión a una tertuliana, profesora de Historia y antigua dirigente del Partido Andalucista, afirmar sin que le temblara el pulso ni la voz que en aras de la “racionalidad democrática” se impone un referéndum sobre Monarquía o República, dando por hecho que la racionalidad radicaba en la segunda. No era fácil encontrar el rigor de estas afirmaciones, y menos todavía la pertinencia de que cualquier institución importante del país, si no existe un consenso casi unánime sobre la misma, deba ser ratificada en referéndum. Difícil lo tenemos para ser consecuentes con esta afirmación, ya que no solo la Monarquía, sino otras muchas instituciones deberían también someterse a referéndum, entre ellas, el sistema autonómico, que no parece haya cumplido la finalidad para la que se creó: la de contribuir a la unión de los distintos pueblos de España.
Pensé que la opción de optar por la República o por la Monarquía, más que con la racionalidad, tiene que ver con el sentimiento. Uno puede “sentirse” republicano, lo que puede que sea más romántico que sentirse monárquico, que no deja de ser también un sentimiento legítimo. Y si se quisiera llevar al último extremo la coherencia, puede que no sean necesarias ninguna de las dos instituciones.
Me pareció, además, digno de tener en cuenta el hecho de que la gran mayoría de los viejos guerreros —digamos—, que tanto se habían esforzado por traer la democracia y garantizar la estabilidad del país, así como numerosos líderes de las más diversas ideologías, consideren que tiene poco sentido convocar un referéndum para debatir la conveniencia o no de la institución monárquica, aprobada en su día por la Constitución que nos rige. Y también me pareció absolutamente legítimo que haya corrientes de opinión contrarias a la Monarquía, si bien sobran los improperios a la misma y a la “casta política” que dirigen algunos de los líderes de los movimientos populistas que han emergido en el panorama político. Todavía está por ver su credibilidad y cuáles son sus propuestas para solventar los males del país, que una cosa es predicar y criticar, y otra dar trigo.
La realidad es que muchos de nosotros hemos aprendido con el tiempo que lo importante no es el nombre de las instituciones, sino su contenido y cómo ejercen su función quienes las lideran. Y en el caso de España, sucede además que la Monarquía reina, pero no gobierna, lo que significa que no le hemos entregado ningún poder que no sea el de representación; y ese poder la Monarquía lo puede ejercer tan bien como la República, dados además los controles democráticos a que está sometido el monarca. La Historia nos aporta luces y sombras sobre ambas instituciones.
En todo caso, y más allá de que Felipe VI imponga su estilo, hay dos cosas de su padre que debería tener en cuenta. La primera, su pasión por el país y su sentido de Estado. La segunda, y no menos importante, su gran amor por la gente. Hay quienes dicen que don Juan Carlos ha sido el mejor rey de España. Puede que así sea, pero en el caso de que algún otro lo superara, sí es seguro que ha sido el que más ha querido a su pueblo, quizá porque lo lleva en su ADN. No es frecuente esta cualidad en los altos dirigentes ni en el estamento de hombres poderosos. De ahí el afecto que le tiene gran parte del pueblo español, aunque haya disminuido últimamente debido a algunos errores de los últimos años.De ahí que si don Juan Carlos ha servido con eficacia al país y cumplido la misión que se le asignó, no solo ha justificado que en su día se le nombrara Monarca, sino que ha aportado un aval a la propia institución. Si su hijo es nombrado jefe de Estado, lo será gracias a su padre. Felipe VI hereda una difícil y no envidiable situación, que le va a exigir gran esfuerzo, inteligencia y habilidad porque aunque los retos actuales no sean tan difíciles como los que vivió su padre, el clima político es mucho peor, está demasiado envenenado. Falta el consenso necesario para crear un gran país, ahora que los nacionalistas catalanes han desatado la violenta tempestad que supone una posible secesión de Cataluña. Cuando uno lee el magnífico libro de Margaret MacMillan 1914toma conciencia de la tragedia que supuso para Europa el “nacionalismo con sus repugnantes componentes de odio y desprecio hacia los otros”. Es de temer que los nacionalistas radicales traten de potenciarlos para ganar adeptos a su causa.
Queda ahora pendiente que el pueblo español le otorgue el status que merece y también las garantías que le permitan estar al abrigo de los Savonarolas o Torquemadas, que últimamente proliferan en el país. No ha sido una constante de nuestra historia conceder honor y reconocimiento, en vida, a nuestros grandes hombres. Puede que éste sea el momento propicio para empezar a hacerlo.
Jerónimo Páez es abogado.
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