Miguel Angel Bastenier
EL PAÍS
Washington está de reestreno. Marx escribió que la historia se repite, pero como farsa, y el tiempo que precedió a la invasión de Irak en 2003 es hoy una reprise, pero ni siquiera como concibió el autor del 18 Brumario, sino más bien un celuloide rancio de Larry Semon y los Keyston Cops, que podrían ser los asesores militares que el presidente Obama envíe para oponerse al avance del yihadismo sobre Bagdad.
En 2003, aquellos a los que la prensa llamó “vulcanos”, Dick Cheney y Paul Wolfowitz entre ellos, aseguraban que las tropas norteamericanas “serían recibidas como libertadores”, y hoy el clamor en la derecha por una segunda oleada de marines es asfixiante. Robert Kagan, gran apologista de la manière forte, ha publicado un ensayo de 12.700 palabras titulado Los superpoderes no están para retirarse. Y al coro de los que se autocalifican de “liberales intervencionistas”, se suman antiguos protagonistas como el ex premier británico Tony Blair, que reivindica el derrocamiento de Sadam Hussein, en el que participó de lugarteniente y palafrenero del presidente Bush.
Ante semejante presión el presidente Obama reacciona con la mayor pulcritud diciendo que “ISIS (la banda terrorista suní) debe ser contenida y derrotada; que EE UU no puede resolver los problemas de Irak; que Bagdad necesita un Gobierno de unidad nacional (de chiíes y suníes) y una democracia que funcione”. Oremus.La argumentación en favor de un segundo —o tercero contando 1991— Irak es muy simple: cualesquiera que sean las complicaciones que cause intervenir, son menores que resignarse a que el terrorismo nacido de Al Qaeda se apodere de Irak y amenace Siria; y, con algo más de elaboración, que el voluntariado de árabes europeos que combate en ambos países regresará un día a sus países de origen, por lo que hay que derrotarles in situ para que eso no ocurra.
El régimen, tiránico y sanguinario, de Sadam Husein era la hermética tapa que cerraba la caja de Pandora. En su territorio no prosperaba Al Qaeda porque entre las gravísimas taras del dictador —como Asad en Damasco— no figuraba el integrismo religioso, y su dictadura no consentía competidores. Por ello la destrucción de ese mundo, redoblada por el primer procónsul norteamericano, Paul Bremer, que licenció al Ejército iraquí dejando 300.000 desempleados, creaba un vacío de poder que hoy ocupa la fuerza terrorista.
Solo el mundo árabe, donde una gran mayoría es ajena al yihadismo pero de su misma confesión suní, lo que complica las cosas, puede sajar ese absceso con la medida colaboración diplomática y material de Occidente. Entre las jaculatorias de Obama la más perceptiva es asociar a potencias regionales en la solución del conflicto. Morse por no decir Irán.
El combate contra el yihadismo no se libra tanto en la cuenca del Tigris y Éufrates —lo que parece demostrado que solo sirve para fabricar nuevos terroristas— como en casa propia por las fuerzas de seguridad. La película que se programa en Washington es la de los que no han aprendido nada y olvidado todo de los acontecimientos de 2003.
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