ALberto Barrera Tyszka
El miércoles en la noche, Venezolana de Televisión, en su horario estelar, estrenó una telenovela. El episodio transcurría en el Palacio de Miraflores, en medio de un Consejo de Ministros, aunque en realidad la reunión y los funcionarios eran solo una coartada. Estaban ahí casi como un decorado, como figurantes al servicio de la trama principal: Nicolás le respondía públicamente a su ex. No lo nombró ni una vez, por supuesto. Tampoco hizo falta. Cada vez que torcía los ojitos y apretaba la quijada, todos ya sabíamos que estaba pronunciando su nombre.
¿Qué dijo realmente Jorge? ¿Qué pudo decir para que, esa misma noche, lo acusaran de traidor y le vaticinaran un futuro lleno de tristezas y de soledades? Jorge escribió una larga carta, con varios rodeos y citas a pie de página, donde por momentos parecía hablar de una cosa pero hablaba de otra. Así suele ocurrir en las telenovelas y en la vida. En el fondo, Jorge acudió a uno de los clásicos del género: las dudas filiales. Puso un petardo en la mesa familiar. Dejó caer la peor suspicacia: tal vez Nicolás no es un hijo de Chávez. En política, hasta la sangre miente.
Detrás de las palabras, el mensaje de Jorge fue muy claro: yo estuve ahí, siempre cerca. Yo conocí al líder en corto. Él confiaba en mí. Hablábamos mucho. Planificamos todo esto juntos. A mí no me pueden despedir. Yo soy la garantía. Yo soy la denominación de origen. Soy el espíritu real, vengo del molde primigenio. Yo soy un heredero de verdad.
Pero de paso, como también suele ocurrir en toda telenovela, Jorge fue revelando otras cosas, salpicando a los demás personajes con sus cuentos. Habló de asesores franceses y no de la famosa y publicitada “guerra económica”. Habló del uso “a niveles extremos” de los recursos públicos para la reelección de Chávez en el año 2012. Habló de la falta de coherencia y de dirección en el alto gobierno… llenó de plasta el ventilador, como si no estuviera confesando un delito colectivo, como si él no fuera responsable del récord que significa quebrar a un país millonario. Y, encima, por no dejar, terminó comparándose, tan humildito él, con el escritor portugués José Saramago. Yo sí soy un radical.
¿Qué le respondió Nicolás en el capítulo del miércoles? Primero que nada, lo miró muy, pero muy feo. De frente, a cámara. Como si hubiera tomado clases con Lupita Ferrer. Después le dijo de todo. No lo bajó de ególatra, desleal, resentido, pequeño burgués, envidioso… Sin cometer el desliz de nombrarlo. Torigallo no caza moscas. Y luego se lanzó a la competencia con su propia muestra de humildad, diciendo que en estos 14 meses él había sufrido los mismos ataques que había recibido el supercomandante supremo en 14 años. Agárrenme ese trompo en la uña. No les llevo nadita.
El final de la secuencia con el ex se centró, no podía ser de otra manera, en la juramentación de los nuevos miembros del gabinete. Es una imagen con tono de rockola. Una manera de decir te sustituyo, ya no estás, ya hay otro en tu lugar. Para que veas, Jorge. Para que te mueras de la rabia. A mí me sobran ministros multiusos para ponerlos aquí o allá, donde yo quiera. Jódete. No me hacen falta infieles como tú.
Sin embargo, también había que enfrentar el daño hecho por las revelaciones. No son poca cosa. Para eso, Nicolás ofreció una noticia trepidante, una bomba: el re-re-relanzamiento del re-re-refundado regobierno de la recalle. Sin duda, una repetición renovedosa. Vamos a trabajar sin descanso, aseguró. Y de inmediato, como si de pronto hubiera caído en cuenta, recordó que estábamos en tiempos de Mundial y propuso una sonrisa pícara. No hay que dejar pasar eso. Vamos a trabajar pero sin olvidar el fútbol. Las dos cosas se pueden hacer juntas. Y lanzó la consigna de la noche: “Entre el Mundial y la revolución/ no hay contradicción”. Así comienza el nuevo plan de eficiencia.
No pelees con un ex. Nadie gana. Las miserias de ambos, al desnudo, siempre son el único resultado.
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