jueves, 26 de junio de 2014

UN PAÍS PARA MAFIOSOS

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Luis Pedro España

No sé cuántas veces he tenido que escuchar a indiscretos enchufados del gobierno berrear por celular a causa de sus negocios. Sean ellos dólares, cupos o compra y venta de productos importados, esos mismos que el “dakazo” mandó para la historia y que en cualquier cafetería o aeropuerto se subastan por teléfono.
No se trata de ningunos altos personeros, de tipos con guardaespaldas y chicas de protocolo. Son simples detallistas del negocio del mercado paralelo o tramitadores de cualquiera de los privilegios que se crearon tras la estela de controles y torniquetes que ha puesto el gobierno sobre la economía.
Quienes en lugar público vociferan sus transacciones, tampoco son precisamente esforzados emprendedores que tratan de hacer realidad sus sueños pensando que con ellos son muchos los que se benefician, por los productos que fabrican, o los empleos que generan.
La cosa es mucho más burda. Se trata de simples intermediarios, prototipos de rematadores de caballos, que gracias a la guayabera roja que alguna vez usaron, ahora operan como vasos comunicantes entre una demanda insatisfecha (de lo que sea) y un público que trata de colocar las barajitas que llamamos bolívares en algún bien que satisfaga veleidades o nos defienda de la inflación.
Más allá de moralismos o de juicios de valor, los intermediarios de las instituciones especializadas en controlarlo todo 
solo están aprovechando una oportunidad para la cual la inmensa mayoría de los venezolanos no fuimos formados. Disponen de los antecedentes para acceder a las plazas reservadas para los negociantes de la política y son especialistas en relaciones públicas, habilidad que por los avatares de la vida, les permitió entrar en el perímetro de los negocios con el gobierno. Conocimiento, destrezas, esfuerzo no son precisamente los fuertes de estos mercaderes.
Hoy son muy visibles, pero siempre estuvieron allí. Los 25.000 millones de los que hablan exministros no fueron una casualidad o un hecho aislado de 2012 o de 2013. En el peor de los casos esos años fueron solo un récord en la lógica de la corrupción administrativa. El contexto de crisis y escasez los hace notables, aceleran el ritmo y aprovechan la inviabilidad del sistema. Debe ser por ello que la corrupción es tan visible en las crisis.
Es harto conocido el destino de toda la maraña de controles. No importa qué tanta conciencia revolucionaria se le imprima. 
Cuanta más, peor, ella solo servirá para justificar mejor lo que no es sino pura y simple consecuencia de políticas erradas. El robo casi siempre tiene explicaciones trascendentales que sirven para limpiar la conciencia de quienes así obran, y en las fases terminales toda sustracción del erario puede ser entendido como un acto de defensa última de la revolución.
Pero como decía algún expresidente, uno de los bien ocurrentes que tuvimos, la corrupción (decía) es como el pájaro arrocero, no es tanto lo que come, sino qué destruye para hacerlo.
El costo institucional de la corrupción está pesando sobre el gobierno revolucionario, mucho más de lo que ella le cobró a la democracia que destruyó. Pero lo peor es que no saben cómo salir de ella. No saben que la génesis de lo que pretende combatir se encuentra en los procedimientos y las prácticas desde las cuales administran los recursos públicos y la renta petrolera.
Mientras sigan los controles y se pretenda administrar con discreción los recursos de todos, la corrupción vivirá entre nosotros y este país será para intermediarios y conectados, no para productores o esforzados. Será solo un país que premia y recompensa a los mafiosos.

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