José Rodriguez Iturbe
A Ignacio Anasagasti
por venezolano y por vasco, con agradecimiento
El telón de fondo
Venezuela, a 200 años de independencia y vida republicana, sigue siendo un país haciéndose, no hecho. La Emancipación fue un proceso ideológico-político con énfasis jurídico-constitucional. El parto de la República fue, sobre todo, el empeño de civilistas ilustrados, no pocos de los cuales ocupaban el vértice ductor económico-social de la vida colonial. La desviación del concepto ciudadano para identificarlo con el soldado se realizó en el transcurso de la guerra y con no poca incidencia americana de los fenómenos peninsulares. Así, el pretorianismo rampante en España (a raíz de la Guerra de Independencia hispana contra la Francia invasora de Napoleón I) y el absolutismo maquiavélico del Rey felón (Fernando VII) influyeron, y mucho, en las torceduras experimentadas, casi desde su cuna, por la débil institucionalidad republicana. El civilismo pluralista y democrático pasó a ser, en Venezuela, un adorno retórico desde la creación de la Gran Colombia (Angostura, 1819; Cúcuta, 1820) hasta su muerte, una década después, con la Convención de Ocaña y el fallecimiento de Bolívar. Lo que vino luego no fue mejor.
El caudillismo militar como subproducto sociológico de la Independencia, según la aguda observación de Augusto Mijares; el poder en las manos de quien controlara las armas se convirtió, entonces, en objeto de deseo a cuyo goce se accedía no con los votos y el asentimiento ciudadano, sino con la violencia belicista. A 200 años de la Independencia Venezuela sufre la farsa más destructiva de su historia republicana. Como no se trata de buscar un imposible regreso al pasado, sino de apostar por el futuro, después de la hecatombe que han representado (y aún representan) Chávez, Maduro y el chavismo, nada será lo mismo que antes en la vida social y política venezolana. Estos casi tres lustros signados por la siembra de odios, por el aflorar de la envidia y el rencor, han dividido la nación en antagonismos viscerales, de un modo tan pasional como no se recordaba en los años de la República democrática y civilista vigente, con todos sus altibajos, en la segunda mitad del siglo XX. Esa República fue la antítesis de la República autocrática y cuartelera, repleta de caciques de vuelo bajo y de cosechas sucesivas de guerras civiles. En 1903, puede históricamente ubicarse el último enfrentamiento bélico entre venezolanos, causado por disputas sobre el poder y desde el poder. La política militarizada (arbitraria, corrompida y primitiva) preanunciada por el Monagato y aflorada en la degradación de la post Federación, en el Guzmancismo y en el que Mijares llamó “el guzmancismo sin Guzmán”, culminó con Los Sesenta. A partir de 1899, Venezuela contempló la inserción histórica con rango dirigente del hombre de nuestras montañas occidentales. Esa fue la última aventura de montoneras que, con el silencio inescrutable de Gómez, representaría el crepúsculo de las guerras civiles y la implacable tiranía de quien veía el país como una hacienda. La de Castro y Gómez fue la más larga y dolorosa expresión tiránica de la Venezuela rural. Y, a la vez, su epílogo. Allí, en el tiempo agónico del XIX, está la matriz que, a pesar de Rómulo Betancourt y el 18 de octubre de 1945, hizo del siglo XX venezolano un siglo de preeminencia andina. Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez signaron la primera parte de la pasada centuria. Muerto Gómez siguió el tiempo de los caudillos. El caudillismo civil (ya no militar), —Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito Villalba— dio lo suyo en la puesta en marcha de una modernidad retrasada y en una genérica democratización que, más que en tradición arraigada y en sólidas instituciones, se apoyó en la fortaleza de la renta petrolera. La transición postgomecista se alargó, con sus vaivenes, desde 1936 hasta 1958. Y, luego, durante 40 años largos, la patria contempló el espectáculo inédito de la dinámica de alternabilidad de la democracia representativa. No eran las armas, sino los votos los que decidían el destino de Venezuela. Esa fue una democracia de partidos, con dos mayoritarias vertientes ideológicas —la socialdemócrata y la demócratacristiana— cuyo mayor logro fue un aporte decisivo a las estructuras de participación popular, no sólo en lo político sino también en lo social.
La inercia del pasado hizo, sin embargo, de esas cuatro décadas el tiempo del lento gestarse y desenvolverse de una conciencia ciudadana, nunca plenamente cuajada desde el nacimiento civil, civilista y civilizado de la República en el Congreso de 1811. La Patria Republicana, en efecto, nació hace 200 años del Primer Congreso: con bastantes letrados y en la Capilla de la Universidad. Se consolidó posteriormente, con grandes sufrimientos, en los campos de batalla. Los combates del parto con dolor de la nación soberana los libraron no militares de academia sino milicias de ciudadanos, con conciencia de generación auroral, de promoción estirpe, dispuesta a enterrarse en los surcos nuevos para que germinara y creciera y diera fruto el Estado que significaba la mayoría de edad de la República. De toda la pléyade de héroes y padres de la Patria sólo dos (que yo sepa) eran militares profesionales, formados en las academias españolas: Francisco de Miranda y Lino de Clemente. Podría discutirse si Antonio José de Sucre era también militar de academia, en cuanto egresado de la Academia Militar de Matemáticas de Caracas. Y poco más. Simón Bolívar, p. e., formó parte de las Milicias de Blancos de los Valles de Aragua, en las cuales su padre había sido Coronel. Rafael Urdaneta, a su vez, en el comienzo de la Emancipación, formaba parte de las Milicias de Blancos de Cundinamarca. Y podrían multiplicarse las referencias. Santander, “el hombre de las leyes”, era un universitario trocado en militar. Para nuestra desgracia, santanderismo al revés fue lo que tuvimos en Venezuela. Mejor dicho, peor que eso. Porque no fue el caso de militares que se adornaran con lauros académicos civiles (como andando el tiempo sería la obsesión de muchos), sino de la imposición de la fuerza para atribuirse rangos castrenses y grados académicos. Los títulos fueron, así, otra dimensión (cultural y espiritual) de los saqueos. Así, en la historia trágica de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del XX, en Venezuela hubo mucho “General y Doctor” o “Doctor y General”, por obra de su realísima gana, de su sable o su machete, del pistolón o del máuser, por temeridad o aventura, o por graciosa “concesión” de jefes de algarada, pero nunca por ciencia y por conciencia, por saber adquirido y practicado en moldes de normalidad institucional y académica. La pólvora sustituyó al discurso; el degüello al proyecto. Así el hombre fuerte se hizo en Venezuela insaciable Minotauro, ignorante de la dignidad de la persona y de los pueblos e idólatra de la fuerza. Por eso, el dilema fue casi siempre, en nuestra historia enferma, vencer, no convencer; cuando han debido procurarse, de consuno y pacíficamente, ambas cosas.
Todos sabemos lo que pasó después de la Independencia. La malsana búsqueda tutelar de las espadas abrió las compuertas de un caudillismo que muchas veces no era más que bandolerismo. El poder, con esa visión enferma, se afincó en el imperio brutal de las armas, no en el respeto a la condición humana ni en la armónica concepción de la vida social. La mutua referencia de persona y bien común que se estudia en la filosofía social era, para tales especímenes de nuestra fauna política y militar, terra incognita, como titulaban los mapas antiguos las zonas aún no holladas por la planta de los exploradores y cartógrafos. Separada Venezuela de la Gran Colombia, el intento de gobierno deliberativo iniciado en 1830 llegó hasta 1847, con José Tadeo Monagas. Gratia arguendi, brinco con garrocha el trágico incidente de la llamada Revolución de las Reformas, en 1835, contra José María Vargas, que dio al traste con el primer intento de Presidencia civil, después del colegiado de la I República. Allí, diciéndose bolivarianos, figuraron en la conjura contra el albacea del Libertador y Rector de la Universidad de Caracas, próceres como Santiago Mariño, el Libertador de Oriente, y José Laurencio Silva, Comandante de los Húsares de Colombia, en revoltijo que golpea al olfato, junto con Pedro Carujo, el del atentado septembrino (25 de septiembre) contra Bolívar en la Bogotá de 1828.
Con José Tadeo Monagas se produjo una herida institucional que duró casi un siglo contra el civilismo parlamentario necesario para la buena marcha de Venezuela. El 24 enero de 1848 fue el crimen de cierto procerato aliado con el hampa contra la Representación Nacional: el fusilamiento del Congreso. (Un precedente de impudicia “parlamentaria” del teniente Cabello). Los Monagas se sucedieron a sí mismos. Fue necesaria la unidad nacional entre conservadores y liberales para salir de ellos. La unidad contra Monagas encontró su paradigma civil en Fermín Toro, pero tuvo su talón de Aquiles en la búsqueda enfermiza de la “espada protectora”. Esta fue ficticia: de escasa calidad, (por no decir carente de ella), tanto en el orden moral como en el político y militar. El intento de unidad nacional para reencontrar en armonía el camino de la Patria resultó estéril. Esa unidad sirvió para salir del Monagato, pero no para evitar el barranco profundo de la guerra civil. Las pasiones cultivadas y alentadas prepararon la guerra social, el simún envolvente y enceguecedor de la Federación. ¿Cuándo comenzó propiamente la Guerra Federal? Nadie discute la primacía en la paternidad de la siembra de discordias a Antonio Leocadio Guzmán. No sería él quien, a la postre, resultaría beneficiario de una tragedia que dejó destrozado y exhausto al país, más allá de la retórica instrumental e ideologizada de aquellos que, durante la segunda mitad del siglo XX, más dados a la gesticulación y a la inercia intelectual que al auténtico estudio de nuestro complejo proceso de pueblo, exaltaran como gesta idealizada lo que fue la consagración absoluta de la anomia. Cierta izquierda militante hizo propia una sentencia de Laureano Vallenilla Lanz, padre, uno de nuestros más destacados positivistas, quien calificó al asturiano José Tomás Boves como “padre de la democracia venezolana”; y, para no ser menos, mitificó, con un romanticismo cuestionable, el primitivismo de algunos cabezas de partida (sobran nombres y ejemplos concretos, el más criminal el de aquel Espinoza que consideraba causal de muerte saber leer y escribir) que tachonó de horrores el tiempo de la que sería llamada Guerra Larga. ¿Cuándo comenzó propiamente la Guerra Federal? Se discute si su punto de arranque debe colocarse en 1858, con el Manifiesto de San Thomas, o en 1859, con la Proclama de Palmasola. La formal postulación de la Federación la hace, sin embargo, Tirso Salaverría, en febrero del 59, en Coro. Fue una guerra terrible, con sólo dos verdaderas batallas al inicio mismo de los 4 años del conflicto: Santa Inés y Coplé. Ezequiel Zamora resultó figura mitificada a posteriori por esa manipulación de la historia que resulta de la mixtura de la ignorancia, el simplismo ideológico y el afán instrumental. No fue Juan Crisóstomo Falcón, con sus “cabezones” corianos, quien marcó el rumbo de la nueva etapa que, hipotéticamente, se abría luego de los jugosos acuerdos (para los negociadores) resultantes de la llamada Paz de Coche (Pedro José de Rojas y Antonio Guzmán Blanco), acontecimiento bien descrito por Díaz Sánchez en su libro sobre los Guzmán, que ha resultado prototipo de biografía histórica entre nosotros.
El país, exhausto, después de tan prolongada sangría tachonada de escenas de barbarie, fue presa fácil de la ambición de Guzmán el joven, teórico jefe de un inexistente “Ejército del Centro”. Guzmán Blanco prolongó, directa o indirectamente, su tutoría sobre el país durante casi 30 años. Septenio, Quinquenio, Aclamación, el Guzmancismo sin Guzmán (el tiempo de los caudillos guzmancistas secundarios, el más destacado de los cuales fue Joaquín Crespo). Guzmán, según relata Francisco González Guinán en el volumen 10 de su Historia, resultó experto en vejaciones y degradaciones, haciendo que el general Julián Castro (presidente ocasional de la reacción unitaria contra el Monagato en 1858; juzgado, luego, por violar la misma Constitución que jurara) fuese quien dirigiera el pelotón de fusilamiento de Matías Salazar el 18 de mayo de 1872.
Siempre a los autócratas les ha importado un comino el orden legal e institucional, pues lo reducen a su querer y apetencia: ese fusilamiento hizo befa de la abolición de la pena de muerte, decretada por Falcón en 1863. Guzmán y Crespo murieron casi con el siglo. Uno en París y otro en la Mata Carmelera. En 1899 puede decirse que, con el derrocamiento de Ignacio Andrade, se esfumó para la historia la secta político-militar de Guzmán Blanco, la que agrupó a los “partidarios de la causa”: el llamado Gran Partido Liberal Amarillo pues, casi un siglo: desde el asesinato del Congreso con José Tadeo Monagas, hasta el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez la noche se alargó como la siesta de una boa desde el comienzo del Monagato (1847) hasta la muerte (diciembre del 35) de Gómez (Juan Bisonte, el Gran Loquero, el “bellaco admirable” como lo llamó José Rafael Pocaterra). La muerte de Gómez señala, en el decir de Mariano Picón Salas, el inicio retrasado del siglo XX venezolano en 1936. Siempre se mantuvo la llama del sueño inacabado. Siempre hubo un resto de pueblo indoblegable, que se empinaba en medio de las degradaciones y miserias. Allí está el paradigma de la dignidad parlamentaria, en Fermín Toro.
Allí está el ejemplo del humanista insobornable en Cecilio Acosta. La piedra en el zapato que resultó Fermín Toro para Monagas resultó Cecilio Acosta para Guzmán (quizá con menos impacto, porque Acosta no tuvo como Toro dimensión de estadista; y, además, el poder de Guzmán era casi omnímodo, mientras su deshonesta dictadura condenaba a sus críticos al “cementerio de los vivos”). Allí está el Rómulo Gallegos de La Alborada o la gran poesía nacional de ese notable político y parlamentario, juglar del amor y la esperanza patria, que fue Andrés Eloy Blanco. Por ese resto indoblegable —por su siembra cuando no había posibilidad de cosecha inmediata, por su sueño invencible cuando el ánimo abatido consideraba imposible o impertinente el anhelo de un país mejorado— vino el parto de las generaciones civilistas. Las dos de mayor bulto, las de 1928 y 1958. Ello hubiera sido imposible sin la gradual apertura de la transición posgomecista de Elezar López Contreras e Isaías Medina Angarita.
El largo paréntesis para buscar un cauce de la conciencia ciudadana duró, Que las promociones del 28 y del 36, protagonistas históricas de la Revolución de Octubre de 1945, alargaran su función ductora y protagónica hasta el mismo final del siglo XX tuvo su parte buena y su parte mala. Lo bondadoso del hecho puede encontrarse en que ello permitió la institucionalización de la libertad y el despunte de instituciones republicanas en una historia, como la nuestra, llena de olor a pólvora y de gestos de audacia (¡ese tirar la parada de tantos aprendices de brujos, en un proceso de pueblo reflejado en una sinusoide!) Lo negativo, que represó el sano vitalismo exigido por la normal dinámica del relevo en los procesos sociales y políticos. Lo bueno y lo malo fue posible porque, aunque fuese previsible ya desde los años 20 del siglo pasado, a los períodos del civilismo posterior a 1958 correspondió la acelerada consolidación de un cambio extraordinario que supuso el paso del país campesino al país urbano, de la república rural a la república minera. El general petróleo provocó la más honda, permanente y pacífica transformación de la nación venezolana.
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